Ser un peregrino significa convertirse en un desarraigado de tantas pasiones humanas y sentimientos culturales que confunden nuestra verdadera identidad en Cristo Jesús.
Todavía no he tenido el gusto ni la grata experiencia de hacer el camino de Santiago, aunque son muchos los amigos que me cuentan sus entretenidas experiencias personales por sus diferentes itinerarios, cual senderistas incansables. Independientemente de la espuria tradición religiosa, hay que reconocer que la cultura católica contiene expresiones populares muy llamativas y, en algunos casos como el que nos ocupa, son realmente pedagógicas y hasta divertidas.
Los protestantes nos hemos vuelto tan asépticos a la cultura de la fiesta y de ciertas tradiciones, que nos hemos convertido en gente aburrida en algunos aspectos, aunque pensemos que tenemos la exclusiva de la verdad escritural y que nuestra vida cúltica es más genuina que la de otras confesiones religiosas. Pero lo cierto es que nos hacen falta tradiciones vivas y celebraciones significativas. Ejemplo de ello es el pueblo judío tiene una cultura religiosa popular envidiable, solo destacamos las tres grandes fiestas de Israel (Pésaj, Shavuot, Sucot), pero incluso se extienden hasta siete las celebraciones importantes en el calendario hebreo. La cultura de la fiesta y de las grandes celebraciones cumple el rito del recordatorio y solemniza los grandes acontecimientos de la historia, además de otorgarle trascendencia y continuidad.
A propósito de peregrinos y peregrinajes, yo mismo me siento un verdadero peregrino en esta travesía de la vida terrenal, y en este tiempo más que nunca, porque uno se da cuenta de que nuestra existencia humana es puramente transitoria, aunque esta definición pueda parecer inaceptable para algunas personas que no profesan la fe cristiana, porque el razonamiento humano nos dice que todo se acaba con la muerte, siendo definitivamente el fin del trayecto. Pero nuestra ciudadanía, amigos, está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo y nos reafirmamos en ello.
Cuando vivimos nuestra temporalidad a la luz de la eternidad, se minimizan los problemas humanos y todo adquiere otro sentido en nuestra vida cotidiana. El fuerte sentido de la esperanza, de la trascendencia y de una fe experimental nos aporta unos ingredientes sobrehumanos y esto, indudablemente, nos ayuda a transitar por el valle de esta humanidad caída y sus muchos peligros, siempre confiados en nuestro mentor y guía, que es el Espíritu Santo.
En la obra universal de Juan Bunyan, El Progreso del Peregrino, vemos claramente esta experiencia en la vida de Cristiano con infinidad de pruebas y tentaciones hasta que, por fin, puede llegar a la Ciudad Celestial; todo ello descrito en una alegoría perfecta que relata cómo es la senda de los justos y los obstáculos y vanidades que surgen en la travesía de nuestra vida terrenal.
Ser un peregrino significa convertirse en un desarraigado de tantas pasiones humanas y sentimientos culturales que confunden nuestra verdadera identidad en Cristo Jesús. Es convertirnos en gente que tiene la vista puesta en la ciudad de Dios y en el mundo venidero.
Cuando Pablo nos recuerda que pongamos nuestra mirada en las cosas celestiales más que en las temporales, nos está proponiendo, por el Espíritu, que nos descubramos a nosotros mismos en este tipo de devoción contemplativa. Y, si apuramos, el verdadero axioma de la instrucción paulina es reconocer que hemos muerto a este mundo, porque nuestra verdadera identidad está escondida con Cristo en Dios. (Colosenses 3:1-3) y esta nueva visión de la vida nos da otra perspectiva de nuestra finitud y temporalidad humana.
Quienes hemos nacido de nuevo, con todo lo que ello implica, sabemos que estamos en este mundo, pero ya no pertenecemos a este viejo planeta con todos sus atractivos y sus muchas miserias. Somos verdaderos extraterrestres y, por supuesto, no se trata de convertirnos en unos inadaptados sociales, en absoluto, sino en vivir como verdaderos extranjeros y peregrinos que renunciamos a los deseos carnales que batallan contra nuestra alma para agradar al Señor en todo.
Tenemos una poderosa asistencia y un gran incentivo con el maravilloso Consolador divino enviado del cielo, para que podamos discurrir en este trayecto terrenal con su fuerza y su gran aliento, para poder afrontar las diferentes contingencias que salgan a nuestro paso, hasta llegar a nuestro destino final, que es nuestra patria celestial.
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