Cuando el miedo se introduce como vector del comportamiento frente a los otros, a menudo aparecen las pasiones más bajas en forma de violencia y odio.
“Saber movilizar las emociones es la clave del éxito” (Adela Cortina)
“El odio y la violencia no son algo que se fabrica de forma espontánea, sino algo que se incuba” (Carolin Emcke)
En la novela de Ralf Ellison “El hombre invisible”, publicada en 1952, el protagonista es alguien que habla y mira a los ojos de los demás. Sin embargo, es como si su cuerpo estuviese rodeado de espejos deformantes, en los que quienes se cruzan con él solo se ven a si mismos o a su entorno. Ven todo lo demás, pero no a él, que no existe para los otros. Es como si fuese aire o un objeto inanimado, como el poste de una farola que es necesario esquivar, pero que no merece la menor atención. No ser visto, ni reconocido, es decir, ser invisible ante los demás, resulta ser la forma de desprecio más esencial. Los invisibles, los que no son percibidos en la sociedad, no pertenecen a ningún “nosotros”. Sus palabras no se oyen, sus gestos no se ven, sus vidas no importan. Los invisibles no tienen sentimientos, necesidades ni derechos. Son, simplemente, nada.
¿Cómo surge ese especial modo de mirar del que habla Ellison? ¿Por qué determinadas personas se vuelven invisibles a ojos de otras? ¿Qué ideas alimentan esa actitud que anula o enmascara a los demás? ¿Qué relatos sustentan esos regímenes de miradas que distorsionan y ocultan a las personas? ¿Qué supone esto para quienes ya no son vistos ni percibidos como personas? ¿Qué implica para ellos pasar inadvertidos o ser vistos como lo que no son? Extraños, indignos, transgresores, delincuentes, subversivos, enemigos, peligrosos y, siempre, como parte de un colectivo, pero nunca como seres vulnerables con nombre y rostro1.
Hoy resulta llamativo que, a menudo, las agresiones son dirigidas a personas concretas, pero no por ser ellas, sino por pertenecer a un grupo. No se dirigen contra esta persona, sino contra “un refugiado”, “un musulmán”, “un cristiano”, “una mujer”2. Este es el elemento distintivo de los delitos de odio, que no se dirigen a cada persona por ser quien es, sino por el colectivo al que pertenece.
La fábula que recoge Glucksmann en su libro “El discurso del odio”, es esclarecedora porque contiene los rasgos de estas patologías. Los personajes son un lobo y un cordero. El primero siempre lleva la voz cantante, mientras que el cordero no tiene apenas protagonismo. La fábula dice así:
“.. Y sé que de mí hablaste mal el año pasado ¿Cómo pude hacerlo si no había nacido? – dijo el cordero – Aún mamo de mi madre. Si no fuiste tú sería tu hermano. No tengo. Pues fue uno de los tuyos: Porque no me dejáis tranquilo, Vosotros, vuestros pastores y vuestros perros. Me lo han dicho: tengo que vengarme. Allá arriba, al fondo de los bosques se lo lleva el lobo, y luego se lo come. Sin más juicio que ese”.
El discurso del lobo es un ejemplo de lo que significa el discurso del odio. En principio, el discurso se dirige contra un individuo, pero no porque ese individuo haya causado daño alguno, sino porque posee un rasgo que lo incluye en un determinado colectivo. En el colectivo de “los tuyos” que es diferente al colectivo de “los nuestros”. En este caso “los tuyos” son los corderos, en otros casos son las gentes de otra raza (racismo), de otra etnia (xenofobia), de otro sexo (misoginia) o de una determinada religión (cristianofobia o islamofobia)3. El problema es que, con frecuencia, quienes actúan así lo hacen desde la convicción de que existe una jerarquía estructural en la que el agresor ocupa un lugar supremacista, mientras que el agredido ocupa el inferior. Cuando el miedo se introduce como vector del comportamiento frente a los otros, a menudo aparecen las pasiones más bajas en forma de violencia y odio.
En un contexto así, el odio no es individual ni fortuito. No es un sentimiento difuso que se manifieste de repente como por descuido. No. El odio es colectivo e ideológico. El odio requiere unos modelos prefabricados en los que se vierte. El odio no se manifiesta de pronto, se cultiva y, cuando crece y expande su poder desgarrador, se convierte en una enfermedad casi incurable que amenaza y acaba destruyendo la convivencia pacífica. De ningún modo se puede considerar el odio como algo natural e inevitable, porque no lo es. Se trata de algo que se incuba, se programa y se fomenta a través de múltiples mecanismos que utilizan los que lo practican y quienes les apoyan. El odio no se puede normalizar, ni se debe permitir que se torne costumbre y se instale en el imaginario social.
¿Cómo podemos responder al discurso y la praxis del odio?
En primer lugar, no se pueden legitimar los discursos y las prácticas del odio con silencio. No podemos callar ante los odiadores, ni dejarnos amedrentar por ellos, ni tener miedo a las represalias. El valor y la dignidad de las víctimas merece ser vindicado frente a todos aquellos que las desprecian y pisotean.
En segundo lugar, es necesario analizar cuáles son las causas últimas que provocan el odio y la violencia. Desde la antropología bíblica, el ser humano es alguien herido en su centro más personal que alberga un potencial incalculable para reproducir en su experiencia miedo, violencia y odio. Porque el pecado se clava en la convivencia humana, pudre un pedazo del mundo y crea un contexto de mal. De ahí nacen, en el fondo, las actitudes, intenciones y comportamientos que quiebran y desgarran todas las relaciones interpersonales. El odio no está tan fuera de nosotros como creemos. Somos seres humanos frágiles y vulnerables y también podemos ser, como cristianos, generadores y transmisores de odio. Por eso, necesitamos mirar en nuestro interior con honradez y transparencia para revisar las intenciones, las emociones y los pensamientos, eliminando todas las microfobias que podamos estar albergando.
Como creyentes, somos llamados a adoptar una visión abierta de la sociedad, respetuosa con el pluralismo político, religioso, social, cultural y étnico4. En tanto seguidores de Jesús, pero también como ciudadanos de este mundo, somos invitados a participar en la construcción de comunidades no discriminatorias sino integradoras, desde el respeto y el reconocimiento de los derechos y valores de los otros, que importan tanto como los nuestros. Somos llamados a combatir el odio con amor, la violencia con mansedumbre y el miedo con espíritu de acogida, porque son esas las actitudes y comportamientos que nos convierte en constructores de paz.
“Bienaventurados los pacificadores porque ellos serán llamados hijos de Dios”.
“Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad”.
Notas
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