La resurrección de Jesucristo es el hecho más portentoso de toda la historia humana.
Con la muerte se inicia un proceso complejo por el cual el cuerpo humano se convierte gradualmente en polvo, lo que había sido en el principio. En el lenguaje forense, la descomposición transforma nuestras estructuras biológicas en componentes básicos sencillos, orgánicos o inorgánicos, que incluso las plantas y los animales pueden aprovechar.
Aparentemente, cualquier creyente convencido respondería afirmativamente al título de este artículo, pero con seguridad, muchos otros se negarían a creer en algo tan inverosímil para ellos como es la resurrección de los muertos, porque ello supone una creencia irracional, además de pretendidamente sobrenatural para la mentalidad humana más descreída.
Resucitar después de haber fallecido y de haberse descompuesto completamente nuestro cuerpo mortal es técnicamente imposible. En la mayoría de los casos, en los que supuestamente ocurriera, no quedaría ni rastro de los cuerpos de esos millones de personas de todas las generaciones que abrigaron la esperanza de la resurrección en el día postrero.
Resucitar es hacer que alguien vuelva a la vida después del óbito. En las culturas más fetichistas se pronunciaban palabras y ritos con un fuerte sentimiento mágico para tratar de regresar al finado de nuevo a la vida, hasta alcanzar estados de auténtico paroxismo.
Si admitimos por un momento la increíble posibilidad de la resurrección, también tenemos que aceptar el hecho inapelable de nuestra muerte, algo que nadie puede evitar de ninguna de las maneras. La ciencia sigue indagando acerca de su morfología: ¿Hay vida de algún tipo después de nuestra muerte? Existen toda clase de conjeturas y experiencias de ultratumba contadas por muchas personas que han vuelto a revivir, habiendo estado en el túnel de la muerte.
Sin embargo, la cuestión de una posible resurrección está basada de forma categórica en la fe cristiana; para algunos esta creencia es una huida hacia adelante y para otros es una especie de santa resignación ante las incertezas del más allá. Incluso el apóstol Pablo, en una especie de soliloquio en el capítulo 15 de 1ª Corintios, nos dice lo siguiente: "Si los muertos no resucitan, entonces tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, entonces no vale para nada el mensaje que predicamos, ni tampoco vale para nada nuestra fe... Si estuviéramos creyendo en una mentira, entonces seríamos las personas más dignas de lástima del mundo entero". Por cierto, el argumento paulino acerca de la resurrección de los muertos en este mismo capítulo no tiene desperdicio alguno.
Una de las resurrecciones más paradigmáticas y conocida popularmente es la resurrección de Lázaro, quien era uno de los mejores amigos de Jesús de Nazaret. La lectura del capítulo 11 del Evangelio de Juan es una mina de bendiciones al respecto, especialmente cuando Jesús declara a Marta las siguientes palabras que suponen una poderosa revelación para todos nosotros: “Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?”. Estas expresiones contienen la fuerza de la verdad más trascendental que jamás hayamos oído: Jesús es la Resurrección y la Vida, por lo tanto no moriremos eternamente, ¡aleluya! El Resucitado es el único que puede resucitar nuestros cuerpos mortales y recrearlos aun del polvo cósmico.
La resurrección de Jesucristo es el hecho más portentoso de toda la historia humana y, a través de su muerte redentora y retorno a la vida al tercer día, se establece una brecha abierta entre el cielo y la tierra.
Otra de las resurrecciones que podemos llegar a experimentar quienes hemos recibido a Cristo como nuestro Señor y Salvador es la resurrección espiritual de nuestra vida hoy, aquí y ahora; “Estando nosotros muertos en pecados, Dios nos dio vida juntamente con Cristo… y juntamente con él nos resucitó”
Cuando este valle de huesos secos de nuestra humanidad llegue a su ocaso total y suene la trompeta final, los sepulcros se abrirán y los muertos en Cristo resucitaremos primero en un abrir y cerrar de ojos; y esto, sin suponer que el retorno de Cristo pueda sorprendernos anticipadamente en cualquier momento.
En el “capicúa” de Dios, la Iglesia expectante del final de los tiempos será como la Iglesia del principio, respecto a la gracia abundante que manifestará —“Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús, y abundante gracia era sobre todos ellos”—. Es decir, no solo experimentaremos la esperanza cierta de la resurrección, sino también su poder manifestándose con abundante gracia en la comunidad mesiánica de este final de los tiempos, a través del Espíritu Santo.
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