Jesús, el forastero de Dios

“Augusto, el emperador romano, publicó aquellos días un decreto disponiendo que se empadronaran todos los habitantes del imperio… Todos tenían que ir a empadronarse, cada uno a su ciudad de origen. Por esta razón, también José, que era descendiente del rey David, se dirigió desde Nazaret, en la región de Galilea, a Belén, la ciudad de David, en el territorio de Judea, para empadronarse allí juntamente con su esposa María, que se hallaba embarazada”. (Lucas 2.2-5)

Desde esta etapa inicial del Hijo de Dios, ya detecto un mensaje de Jesús, haciéndonos ver que se decantaba por lo sencillo, lo humilde. Siendo quien era podría no haber sometido a su madre terrenal a hacer cola para empadronarse a esas alturas del embarazo, y, más aún, después de un largo viaje, sin las comodidades actuales, tener que ir a dormir a un establo. Sabía que algunos ciudadanos del mundo formarían parte de esas interminables colas que se dibujan en los países de mayor progreso, y no eliminó de la lista el tener que pasar por ellas, sino que las experimentó el Varón de dolores. No era del mundo, mas se sometió a nuestras vicisitudes menos favorables, como los que hoy tienen que hacer cola para conseguir unos papeles que los saquen de la ilegalidad, o para solicitar un permiso de asilo en un país que no es el suyo. O forman parte de esas colas a orillas de los Bancos de alimento de nuestro país o en el comedor de los pobres, o en las puertas de las iglesias y de las ONGs. También en Navidad, esperando un regalo caído del cielo. Porque él es el inmigrante, el refugiado, el forastero de Dios.

No es una historia inventada por mí, lo dice la Palabra. No son líneas atractivas a los ojos, pero nadie las censuró, de alguna manera quedaron estampadas para que sirvieran de pauta a los que aceptaran seguir a Jesús. Nadie censuró las líneas de su programa ministerial decantado por los más vulnerables: “El Espíritu de Dios está sobre mí,/ porque me ha consagrado/ para llevar a los pobres/ la buena noticia de la salvación;/ me ha enviado a anunciar/ la libertad a los presos/ y a dar la vista a los ciegos;/ a liberar a los oprimidos/ y a proclamar un año en el que/ el Señor concederá su gracia”. (Lucas 4); es interesante que en el canto de alabanza de María, su madre, hay unos versos que dicen: “Derribó a los poderosos de sus tronos/ y encumbró a los humildes./ Llenó de bienes a los hambrientos…” (Lucas1.52-53), señalando que quien acompañaría a Jesús durante sus primeros años de niñez, adolescencia y juventud, conocía el mandato de Dios de velar por los más débiles. Nadie osó censurar el hecho de que Jesús murió como un malhechor, condenado a una muerte denigrante como era la crucifixión; podrían haber escrito una historia en la que de la tierra subiera directamente al Cielo sin tener que experimentar sufrimientos, ya que él era el Hijo de Dios, es decir, tenía influencia, pero no, había venido a servir y a ser andariego que busca todo lo que se había perdido para restaurarlo y llevarlo a casa. Murió como tantos a causa de su fe. Como estos, Jesús muchas veces tenía que salir huyendo de algún lugar a causa del mensaje impartido. Pero antes, ya había salido huyendo, junto a su familia terrenal, hacia tierras de Egipto, para sortear la intolerancia y las ansias de poder, cuando Herodes manda matar a todos los niños menores de dos años al no encontrar a Jesús, como nos relata el Evangelio de Mateo. Huye, y en esta huida es como si nos mostrara a todos los que salen llenos de temor, en medio de la oscuridad de la noche, para evitar la cárcel o la muerte. O huyendo de los conflictos, de los desastres naturales, de la esclavitud hacia Estados Unidos o Europa. En su huida vemos el sufrimiento de los niños que también van huyendo, solos o acompañados. Vemos a los niños de la iglesia perseguida, acosados y marginados a causa de su fe o de la de sus padres. 

En estos días rememoramos esos hechos para reconfortarnos y alentarnos a seguir a un Dios que se encarnó en el mundo para decirnos que estaba a nuestro lado, pues conocía de cerca cómo era nuestro peregrinaje por el mismo. Pero nos dice también que él había vencido, después de experimentar aflicciones, y por lo tanto había una Esperanza, garantizando que nuestras tribulaciones de hoy son leves, pues producirán un eterno peso de gloria llegado el momento. Por lo tanto, espera que le abramos la puerta de nuestro corazón y nos reconciliemos con él, para ser llamados amigos y experimentar esa nueva vida que nos ofrece.

Él es nuestro amigo más fiel. Es amor, verdad, misericordia, libertad, paz. Alabémosle con aquellos versos que María, su madre, derrama llena de gratitud:

“Todo mi ser ensalza al Señor.

Mi corazón está lleno de alegría

a causa de dios, mi salvador,

porque ha puesto sus ojos en mí

que soy su humilde esclava.

de ahora en adelante

todo me llamarán feliz,

pues ha hecho maravillas conmigo

aquel que es todopoderoso,

aquel cuyo nombre es santo

y que siempre tiene misericordia

de aquellos que le honran”. (Lucas 1.46-50)

Y no olvidemos que, aun en la noche de paz y de amor, con cantos celestiales que anunciaban su llegada, Jesús aterrizaba en la tierra como un forastero en Belén, cansado de migrar por largo camino. Estará sentado a nuestra mesa, pues es el del cumpleaños, y su presencia nos recordará que hay muchos forasteros que esa misma noche estarán deambulando por el mundo nuestro en busca de una vida mejor. Y otros tantos estarán naciendo sin tener, como el, un lugar donde recostar la cabeza.

Un abrazo fraternal. Paz.