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Celebraciones antiguas para crisis nuevas

Envueltos en nuestras propias urgencias, es más que probable que nuestro mundo continúe de espaldas a la realidad, no solo de aquel niño nacido, sino de que se acerca otro día en que ese Deseado retornará.

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 13 DE DICIEMBRE DE 2020 10:00 h
Foto de [link]S&S Vonlanthen[/link] en Unsplash CC.

Se acercan fechas navideñas en las que recordamos la llegada al mundo del Deseado de todas las naciones (Hageo 2:7). Su llegada, anunciada pero inesperada para muchos en aquel tiempo, nos recuerda que Dios no se ha olvidado del ser humano, sino que una y otra vez renueva Su pacto a pesar de nuestras infidelidades constantes.



Hoy, en el siglo XXI, en esta Europa y esta España que parece venir de vuelta de todo, y en la que Dios sigue “pintando” poco o nada para la gran mayoría, no andamos muy desencaminados respecto a aquellos que fueron contemporáneos de ese bebé que cambió la historia, Jesús, venido de la forma más humilde, despojado temporalmente de su condición de Dios sentado en un trono, para ser siervo, y muerto después en rescate por muchos. El sincretismo que nos rodea, la mezcla entre lo bueno y lo malo, la confusión que gobierna en tantas ocasiones incluso en la mente de los que somos Suyos, nos coloca en una posición muy similar a la que se vivía allí, porque el ser humano no ha cambiado. Solo muta el escenario.



Navidad es nacimiento, es comienzo, pero también es continuación. El Dios de aquellos primeros que vivieron antes de Jesús y que habían rechazado al Dios que les había liberado tantas veces, volvían a cometer el mismo error, y no por novatos, sino por la infidelidad profunda que habita en el corazón de las personas, independientemente del tiempo que nos toque vivir, o de las condiciones en las que lo hagamos. Dios entonces, hace más de 2000 años y tras 400 de silencio, volvía a hacer aparición, pero de forma distinta. Él nunca estuvo ausente, solo callado, mientras el ser humano seguía en su línea. En esa incursión espectacular en la historia que celebramos en estas fechas, Dios materializó Su plan en forma de solución definitiva, única y eficaz, que sigue vigente hoy, y al alcance de quien quiere aceptarla: Dios encarnado, Jesús, completamente divino y humano a la vez, hecho un bebé que llegaría a ser el hombre dispuesto, no solo a mancharse las manos por el ser humano, sino a morir por cada individuo con nombre y apellido. El regalo de regalos, más allá de cualquier presente en el que podamos pensar en estos días, puesto delante de nosotros para ser admirado, adorado, recordado y proclamado.



Envueltos en nuestras propias urgencias por el momento que vivimos, sin embargo, es más que probable que nuestro mundo continúe de espaldas a la realidad, no solo de aquel niño nacido de forma discreta pero a la vez gloriosa, sino del hecho también de que se acerca otro día en que ese Deseado retornará, aunque con un tono bien diferente que aquel primero. Vendrá como el Rey que es, no como siervo, y veremos Su gloria, y toda rodilla se doblará reconociéndole como Dios eterno y único.



No nos pase a los cristianos en este tiempo difícil y de ajustes como le sucedió al pueblo de Israel en el tiempo de Esdras y del profeta Hageo, que se nos tenga que recordar que quizá estamos demasiado entregados a la tarea de componer nuestras propias casas, pero que no estamos prestando atención a las cuestiones verdaderamente importantes, a las que tienen que ver con Su adoración, con retomar Su pacto, con los asuntos de Su propia casa, con Su presencia y la obediencia solo a Él debida (Hageo 2:4-5). El llamado del profeta a aquel pueblo entonces es, me temo, exactamente el mismo que a nosotros hoy: “Meditad bien sobre vuestros caminos” (Hageo 1:5, 7, 9), porque todo lo inmediato, lo que tenemos alrededor, los desafíos del momento y los obstáculos del viaje, nos alejan de la visión de lo relevante. Es la maldición de lo urgente desplazando lo importante. Mensaje a ese pueblo antiguo, en primer lugar, y mensaje que estamos llamados a atesorar y compartir, porque aún es el tiempo aceptable para alcanzar salvación, eterna, por supuesto, y también en lo cotidiano del día a día. 



Ocupados en las cuestiones del Reino, todo lo demás nos viene dado por añadidura (Mateo 6:33). En esa promesa el nombre de Dios se compromete una y otra vez, entonces y ahora, porque es intemporal. A nosotros se nos dice “esforzaos... cobrad ánimo... trabajad... porque yo estoy con vosotros... no temáis” (Hageo 2:4-5). Él es quien se encarga de la fertilidad, de la lluvia y la provisión para el campo, es quien proporciona la saciedad al comer, y la satisfacción por el trabajo que realizamos. También es quien, por contraste, llama a la sequía y detiene los frutos, crea agujero en nuestro saco, o hace estéril nuestro trabajo cuando nos afanamos en nuestras propias fuerzas. 




  • ¿Buscamos mucho y hallamos poco, como sucedía en aquel tiempo que mencionamos como referencia para nosotros hoy (Hageo 1:9)? 

  • ¿Está siendo un tiempo de desgaste infinito, no solo por la crisis que atravesamos, sino porque nuestras prioridades ahora están absorbidas por la situación? 

  • ¿Pudiera ser que estemos buscando reparación y descanso en el lugar equivocado? 



Este es momento de recordar palabras antiguas, como estas que encontramos en el libro de Hageo, dichas a otros y que, quizá, nos parecen descontextualizadas e irrelevantes para quien no cree, pero que se han mantenido preservadas para que nosotros fuéramos alcanzados por ellas también hoy, como el mensaje perenne y no caduco que siempre contuvieron. Como las de Levítico, por cierto, aún más remotas, pero poniéndonos igualmente frente a la misma realidad: “Si anduviereis en mis decretos y guardareis mis mandamientos, y los pusiereis por obra, yo daré vuestra lluvia en su tiempo, y la tierra rendirá sus productos, y el árbol del campo dará su fruto” (Levítico 26:3-4).



[destacate]Navidad es un tiempo de proclamación de las verdades de nuestro fracaso, pero también de que aún es tiempo de salvación.[/destacate]Estos días, envueltos como estamos en esa distorsión imparable y flagrante de los significados profundos, rodeados por la práctica desaparición desde hace años de lo que implica el verdadero mensaje y propósito de la Navidad, somos sorprendidos y casi descolocados (debido a la falta de costumbre, sobre todo) por discursos de gobernantes que apelan al verdadero significado de estas fechas, como pasaba estos días en Madrid. Y muy agradecida por volver a escuchar sobre esos significados en un micrófono, y porque se diga “Feliz Navidad” y no solo “Felices fiestas”, al margen de posibles segundas intenciones que desconozco y que no me toca juzgar, pienso, como el apóstol Pablo, que “no obstante, o por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado; y en esto me gozo, y me gozaré aún” (Filipenses 1:18). Solo me pesaría que los que realmente estamos comisionados para hacerlo perdamos oportunidades únicas en estos días, para compartir lo que realmente merece la pena.



Cada Navidad es un tiempo de proclamación de las verdades de la continuidad de nuestro fracaso, pero de la realidad de que aún es tiempo de salvación. Quizá tenemos que hacer un parón en lo que nos tiene tan absorbidos y aprovechar este espacio privilegiado como pocos en el año para recordar y expresar lo que realmente hay detrás de una celebración opacada por la hiperestimulación, que nos distrae, y el exceso de luces, que nos aturde. Es necesario que prioricemos recordar cada día Quién vino y Quién volverá, y que el ejercicio de meditar en nuestros caminos sea uno que nadie tenga que recordarnos de nuevo.


 

 


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