Creer que conocemos a Dios lo suficiente es, en un sentido práctico, la mayor de nuestras tragedias.
REviviendo, REaprendiendo y REinventarse han sido palabras que he empleado en los artículos recientes que volcaba en esta sección. Hoy, en la misma línea, aprovecho una de esas palabras que nos hablan de “VOLVER A...” para hablar de “REdescubrir”, en este caso, a Dios en medio de la circunstancia que vivimos.
Muchos de nosotros pensamos que conocemos al Dios en el que creemos. No solemos decirlo tan abiertamente como lo expresaré a continuación, pero incluso llego a pensar que estamos convencidos de conocerle lo suficiente, más aún si llevamos toda la vida en la iglesia o provenimos de una familia cristiana. Eso explica por qué, por ejemplo, nos cuesta profundizar en la Palabra y en la persona de Jesús, que es la imagen del Dios invisible, a través del cual el Padre se muestra de una forma como nunca antes.
Creer que conocemos a Dios lo suficiente es, en un sentido práctico, la mayor de nuestras tragedias. Da igual que seamos cristianos o no, si creemos conocerle a ese nivel en el que ya no le seguimos buscando, nos estamos perdiendo lo mejor de la vida, porque al profundizar en Él comprendemos el mundo que nos rodea, nos evaluamos a nosotros y a los demás más justamente, y descubrimos en medio de las circunstancias elementos que, de otra manera, quedan velados a nuestros ojos, porque solo pueden ser percibidos desde la cercanía de Su Espíritu (1 Co. 2:4 y 14).
Un país como el nuestro, España, de tradición católica y que ha sufrido de la religión como arma de control y sometimiento durante siglos, no quiere saber nada del Dios al que cree conocer. Tanto cree que sabe de Él, que no desea oír nada más. Y lo entiendo, francamente. Pero lo lamento a la par, porque el Dios que creen conocer no se parece en nada al Dios real y verdadero que la Biblia muestra y Jesús encarna. Mientras no le conozcan de cerca, su esperanza es ninguna, aunque crean otra cosa.
Nuestra Europa, aun con todo y haber sido alcanzada de manera más clara que España por la oleada de aire fresco que supuso la Reforma Protestante del siglo XVI, ha descubierto en un modo de vida posmoderno que viene de vuelta de todo uno que le resulta mucho más apetecible y acorde con sus nuevos intereses, que están centrados en nosotros mismos y poco más. Materialistas, hedonistas, laicos y aconfesionales hasta doler y agredir... este es el continente en el que nos hemos convertido y del que tan orgullosos estamos. Nos sobra Dios porque nos valemos nosotros. Pero la realidad es que se nos ha olvidado Dios, o lo hemos distorsionado por ausencia de uso. Es lo que sucede cuando se va abandonando cualquier cosa: se difumina hasta desaparecer y hacerse irrelevante. Europa se ha hecho desmemoriada. Ya no le interesan sus orígenes e influencias judeocristianos, ni mucho menos Dios, porque ya tiene su propio Dios: ella misma.
El resto del mundo no anda muy desencaminado, porque el corazón de las personas es el mismo, mire uno donde mire. De manera que ahora, en medio de la pandemia, me pregunto cuánto de esto no podría cambiar algunos de estos asuntos en la vida de individuos concretos. No creo en un cambio global de la humanidad por la pandemia, como alguna que otra vez he dicho en líneas como estas, pero sí estoy segura de que muchas personas, y entre ellas de los que decimos conocer ya a Dios, nos estamos reencontrando con Él de una forma diferente a la que manejábamos. Otros, quizá, lo hallen por primera vez.
Venía a mi mente en estos días, al pensar en esto, el conocidísimo texto de Job que dice “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven” (42:5). Obviamente, ese texto está inmerso en un contexto que no solemos reproducir tanto como esa parte aislada, y quiero rescatarlo a continuación (42:2-6):
Yo conozco que todo lo puedes,
Y que no hay pensamiento que se esconda de ti.
¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento?
Por tanto, yo hablaba lo que no entendía;
Cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía.
Oye, te ruego, y hablaré;
Te preguntaré, y tú me enseñarás.
De oídas te había oído;
Mas ahora mis ojos te ven.
Por tanto me aborrezco,
Y me arrepiento en polvo y ceniza.
El sufrimiento nos permite conocer a Dios de una manera que va mucho más allá de lo que hemos oído de Dios. Hablábamos lo que no entendíamos al creer que le conocíamos lo suficiente, sea cual sea el contexto de vida desde el que así lo creímos. La realidad de Dios es demasiado maravillosa para nuestra imaginación pueda, ni siquiera, empezar a abarcarla. Así que solo desde ese conocimiento de que “solo sé que no sé nada” es que Job puede tomar una determinación sabia y práctica en medio de su situación: entrar en una dialéctica con Dios en la que, si tiene a bien escucharnos (que así es cuando le buscamos en la actitud humilde que requiere), nosotros podemos inquirir, preguntar y que Él nos enseñe. Es desde esa plataforma que da el dolor que solemos llegar a este punto. Desde la bonanza, por el contrario, solemos pensar que no necesitamos saber más y que no requerimos de nadie, y mucho menos de un Dios anticuado que poca relevancia parece tener para el ser humano del siglo XXI, “hecho a sí mismo”.
Tanto si lo que hemos escuchado nos lo han contado, o si lo hemos absorbido como conocimiento intelectual en el estudio de la Escritura, incluso, pero no de forma palpada en medio de tribulación, como vivimos ahora, esa aproximación a Dios está a medio camino de lo que realmente puede llegar a ser en tiempos como estos. No es igual saber que Dios es todopoderoso que verlo en acción abriendo el mar, calmándolo, o generando en nosotros paz y gozo sobrenaturales. Redescubrir a Dios significa, en muchas ocasiones, pasar de la teoría (incluso estupenda y profunda teoría) a un conocimiento cualitativamente diferente que, de repente, nos hace pasar de los sabios que creíamos ser en “cuestiones divinas”, a los niños de pecho que descubrimos que somos por el horizonte inmenso que, de repente, se abre ante nosotros.
¿Nos arrepentiremos, como Job, en polvo y ceniza? ¿Nos aborreceremos a nosotros mismos por nuestro orgullo, por creer que tanto sabíamos? ¿O seguiremos nuestro “camino de sabios en nuestra propia opinión”, aunque sigamos nadando en nuestra soberbia, que es lo único que aleja realmente a Dios de nosotros? (Sant. 4:6 y 1 Pe.5:5)
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