Salir bien parados de todo esto requiere un cambio de corazón, una reconciliación y relación profunda con el Creador a nivel personal.
Si en reflexiones anteriores me atrevía a plantear la situación que enfrentamos hoy a nivel global como una fábrica de oportunidades, hoy quiero ser más concreta y profundizar algo más en lo que eso significa en nuestro día a día.
Estamos aprendiendo a vivir de otra manera, qué duda cabe. En ese sentido, estamos “reaprendiendo”. Sin embargo, no es lo único que está sucediendo aquí, porque procuramos reaprender a la vez que estamos “reviviendo”, cada cual, como podemos.
Han sido muchos y constantes los envites que venimos recibiendo en estos nueve meses. Añadamos los que arrastrábamos de antes y el cuadro puede ser más que complejo. De unas y otras maneras estamos acumulando duelos, y la sensación de pérdida está siendo intensa y más duradera de lo que nos gustaría pero, en todo caso, normal, al menos hasta cierto punto. Lo anormal es la situación, principalmente. Es lo que tiene la supervivencia: reacciones normales ante situaciones atípicas.
Hemos perdido, por tanto, normalidad, libertades, sensación de control, estabilidad, perspectiva, visión de futuro, proyectos de vida, economía, empleo y, por supuesto, salud. En ocasiones, muchos alrededor nuestro han perdido la vida. De ahí la famosa palabra de “reinventarse” en medio de la pandemia, porque la supervivencia está implicando el desarrollo de individuos bastante renovados en formas y hábitos. Una mutación en toda regla. Sería, además, deseable que también hubiera ciertos cambios en fondo y contenido, pero eso a menudo es más complejo.
Salir bien parados de todo esto requiere, de partida y como destino a la vez, un cambio de corazón, una reconciliación y relación profunda con el Creador a nivel personal, de esas que traen gozo y paz sobrenaturales a la vida de uno, pase lo que pase fuera.
Creo, además, que tanto en uno como en otro caso, nuestra “obsesión” no ha de estar en un cambio de situación, aunque lo deseamos, sino más bien en volcar nuestro interés en que el Señor transforme en nosotros aquello que deba ser cambiado para enfrentar lo que tenemos delante. Esa es la tarea más urgente en cuanto a reaprender, revivir y reinventarse. Ahí está la verdadera oportunidad que estamos enfrentando en medio de esta pandemia.
Como siempre sucedió, Dios no genera ese cambio en nosotros sin disposición voluntaria de nuestra parte. Dicho de otra forma, si no permitimos que Él haga ese cambio en nosotros, no sucederá, porque Dios no fuerza: seduce. Si cambiarán las situaciones externas o no, lo desconozco. Pero la voluntad de Dios, que será hecha siempre, en todo lugar, y en toda persona, irá adelante. Solo que quizá suceda sin nuestra colaboración, porque Dios no nos necesita. Nosotros sí a Él.
Ignorar cada una de las oportunidades que Dios nos da a diario de aprender en medio de esto se traduce, en definitiva, en sufrimiento para nosotros, en vivir lo poco o mucho que enfrentemos cada día desde la soledad del que declaró su independencia respecto del Único que podía ayudarle. Es la soledad del necio.
También a nivel puramente humano, más allá de lo directamente relacionado con Dios de forma aparente (porque todo es espiritual, en definitiva), esta es una oportunidad única y singular de:
Tenemos una oportunidad increíble para establecer los pies mucho más en la tierra que donde los teníamos antes, y de comprobar cómo funciona el mundo realmente, que no es como a veces nos lo hemos querido imaginar, regido por leyes inventadas que nada tienen que ver con lo que es, sino con lo que desearíamos: “un mundo que no cambie”, “actos sin consecuencias”, y “una existencia en la que la madurez no sea necesaria”, son solo algunos de los ejemplos más visibles, y se parecen mucho más a una lista a Papá Noel que a cualquier otra cosa.
La oportunidad de ver algunas puertas cerradas para tener que explorar otros caminos nuevos está, entonces, infradimensionada y minusvalorada. Como no nos gusta, la despreciamos con frecuencia. Sin embargo, no es necesario no quedarnos demasiado tiempo en el mismo lugar, y no tanto por una cuestión de que debamos estar hiperactivos ni mucho menos, o huyendo del aburrimiento, que son las razones que suelen empujarnos, sino porque, cuando nos quedamos inmóviles, dejamos de crecer. Nos encanta la comodidad, pero no es lo que más nos conviene.
Dios permite en nuestras vidas una especie de “zarandeo quasi-constante” que, sospecho, está ahí para que esa misma comodidad que tanto deseamos no nos engañe y termine de apartarnos del todo de donde siempre debimos estar: a Su lado, sujetos a Él, al Dador de la vida.
Mientras terminamos de aceptar la realidad dura e implacable de que en medio de todo este caos hay oportunidades de crecimiento, es posible que se nos escapen algunas. Las que pueden darse serán en horizontal, hacia otros; en vertical, hacia Dios mismo; y a nivel personal, madurando nosotros, si todo va bien. Por eso, cuanto antes sepamos ver lo que se requiere para volver en nosotros mismos tras el aturdimiento, y empecemos a orientar nuestra mirada de nuevo al cielo, más posibilidades reales tendremos de que todo este sufrimiento no nos parezca inútil, y completamente en vano.
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