Es la hora de mirar al cielo y reconocer nuestro orgullo y total impotencia para salir de este atolladero en el que nos encontramos.
Esta frase expresada en tono mayor es una especie de golpe en la mesa impulsado por un verdadero hartazgo de todo lo que estamos viendo y oyendo acerca de la errática gestión de la pandemia de unos y de otros, los desaciertos continuos, la constante y endemoniada trifulca política en nuestro país y la crisis galopante que nos asedia. A todo esto, hay que añadirle el otro virus psicológico de la infodemia que satura e intoxica nuestras mentes, además del inquietante panorama internacional que no parece augurarnos nada demasiado halagüeño en el horizonte. La crisis mundial que estamos padeciendo ahora mismo también nos deja clara constancia de que no somos los arquitectos de nuestro propio destino, como estábamos creyendo hasta ahora, y pone claramente de manifiesto nuestras enormes inseguridades humanas, además de nuestra absoluta impotencia ante situaciones que no podemos controlar de ninguna de las maneras.
Estamos yendo de acá para allá en todos los sentidos, sin encontrar la salida a este infernal laberinto que presagia inéditos e incontrolables sobresaltos, tanto planetarios como sociopolíticos y económicos, amenazados también por la sombra negra de nuevos terrorismos radicales e informáticos; sin descartar una posible conflagración nuclear ante la continua aparición de nuevos populismos que resultan inquietantes y desestabilizadores para el mantenimiento de la frágil paz mundial.
A todo esto, podríamos seguir añadiendo más nubarrones en nuestro futuro cercano, pero, tal como nos informan las Sagradas Escrituras, “cuando abundó la maldad humana también sobreabundaron la gracia y el favor de Dios”. Esta es la buena noticia del cielo para toda la raza humana en un tiempo tan excepcional como el que estamos viviendo. Hemos probado casi todos los narcotizantes sociales y espiritualistas, hemos levantado un gran imperio materialista en esta nueva Babel que se desmorona por momentos. Hemos avanzado en todos los campos del saber humano, pero a su vez, paradójicamente, también hemos retrocedido hasta encontrarnos al borde del abismo de nuestra civilización.
Por estas y otras muchas razones de peso, queremos levantar la voz que proviene del buen Padre celestial que envió a su amado Hijo al mundo para que el mundo fuera salvo por él.
¡Señoras y señores, ahora Jesucristo! Es la hora de mirar al cielo y reconocer nuestro orgullo y nuestra total impotencia para salir de este atolladero en el que nos encontramos actualmente y pedir perdón a Dios por nuestras faltas que no son pocas, confesándole cual hijos pródigos, esta sencilla oración: “Dios, he pecado contra el cielo y contra ti, perdóname, ahora te abro la puerta de mi corazón en el nombre de Jesús, amén”. Esta podría ser la vacuna más importante para inmunizarnos de los efectos devastadores de nuestras propias maldades.
La sangre de Jesucristo tiene un poder real y efectivo para limpiar nuestras conciencias y perdonar nuestros pecados; y como resultado de este acto de fe en la persona de Jesucristo, recibiremos el maravilloso regalo de la vida eterna.
Hoy queremos callar tantas voces que nos dicen y contradicen acerca de todo lo habido y por haber, pero mientras tanto, nos seguimos hundiendo en este gran océano de nuestras inseguridades y contradicciones. Por eso, declaramos a viva voz a quien nos quiera escuchar: ¡¡Ahora Jesucristo, más que nunca!! Él es la puerta abierta de la esperanza.
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