Cuando realmente hemos entendido el evangelio y lo que implica, aceptamos que la salvación viene con servicio, y no la entendemos como una “simple” entrada al cielo.
Cuando éramos pequeños y jugábamos en el patio, seguramente uno de los momentos que vivimos con mayor satisfacción era cuando se nos elegía para formar parte de un equipo. El orden en el que se te escogía jugaba también un importante papel, porque el último que era “escogido” prácticamente se sentía como una especie de lastre con el que no había más remedio que contar. No le habían escogido, como tal. Le habían asimilado, más bien.
En el caso del Reino, del que formamos parte y en el cual servimos, sin embargo, este fenómeno no se da. El Señor nos ofrece el privilegio de formar parte de Su equipo, lo cual ya es de por sí una increíble bendición que creo que a veces no valoramos lo suficiente, pero nos lo hace llegar en forma de invitación. Cuando realmente hemos entendido el evangelio y lo que implica, aceptamos que la salvación viene con servicio, y no la entendemos como una “simple” entrada al cielo. De aceptarse tal llamada, que es lo que debe suceder, nos manda cómo ha de producirse ese servicio para que sea conforme a lo que le honra: tomando la cruz cada día, negándonos a nosotros mismos y siguiéndole. Porque seguir a Cristo es servicio y el servicio obliga a ser discípulos. Es un tándem indivisible.
No podemos desmembrar y separar lo uno de lo otro. El amor a Dios nos lleva a mirar hacia otros para proyectar el amor que hemos recibido y todo ello sin dejar de fijar nuestros ojos en Cristo, el autor y consumador de nuestra fe. Ese amor en movimiento se manifiesta, principalmente, en servicio. Sustituimos la servidumbre a los demás (no podemos servir a dos señores- Mateo 6:24) por servicio a los que nos rodean (servíos por amor los unos a los otros- Gálatas 5:13). Escogemos amar a quienes Dios ama autosacrificándonos, porque el modelo que seguimos, Cristo mismo, lo hizo primero. El Dios siervo, hecho hombre, viviendo entre nosotros, lavando los pies de sus discípulos, sirviendo al mundo con Su vida y con Su muerte.
Juan 12:26 lo expresa así: “Quien quiera servirme, debe seguirme; y donde yo esté, allí también estará mi siervo. A quien me sirva, mi Padre lo honrará”. Pensaba estos días en el privilegio de servir, no solo porque formamos parte del equipo de Dios, que ha formado invitando a participar activamente a todo aquel a quien ha redimido, sin excepción y no como lastre, sino prometiéndonos equipar nuestras bolsas con lo necesario para el camino. Él no nos llama sin capacitarnos y, en medio del servicio y de ese proceso de preparación personal, le descubrimos de una forma absolutamente excepcional, balsámica, curativa para nuestro propio corazón en los momentos tan difíciles que experimentamos.
Donde Dios está en este momento es donde hemos de estar los que decimos servirle. Eso es una de las implicaciones de hacerlo: ir en pos de Él, reproduciendo Sus pasos. Y no hay lugar en el que Dios no esté haciendo su acción en este tiempo, en unos casos con la disposición de las personas, y en otros casos a pesar de su falta de ella. Donde el Señor esté queriendo traer alivio, consuelo y abrazo ahora es que nosotros debemos estar, aunque el abrazo no pueda ser físico, como nos gustaría. Estamos teniendo que descubrir otras formas de hacer presencia, de adorar a Dios, incluso, y por supuesto, de servir a los demás. Porque el camino se ha hecho más estrecho en este tiempo, pero la vida sigue y todo avanza. En ello Dios se glorifica, hay promesa para nosotros y profunda sanidad para nuestras almas. No servimos cuando estamos suficientemente bien. Servimos también para poder estarlo, para ser aquello para lo que fuimos diseñados, porque la bendición viene para nosotros siendo primero de bendición a otros. No ha de ser la motivación, pero es la consecuencia.
La dificultad del camino no ha de desanimarnos para servir. Más bien al contrario. En el servicio mutuo nos animamos a crecer, vemos el ejemplo de Cristo en el hermano que nos sirve y lo mostramos a otros y al mundo, en particular, cuando decidimos seguir el mandato y entregarnos por lo que merece la pena. Nuestro propio dolor es tratado de forma profunda y eficaz cuando, en obediencia, vamos donde Él va, y somos Sus manos y Sus pies en servicio del desvalido, del que sufre, del que espera, del que necesita abrigo. El servicio es, posiblemente, el antídoto para nuestro propio dolor en medio de todo esto. También para nuestro propio egocentrismo, en ocasiones.
Llevo semanas observando con gratitud y profunda admiración a la familia de nuestro amigo Pablo, al que perdimos por coronavirus hace unos meses, trabajando y sirviendo con esfuerzo y perseverancia desde el primer día para la comunidad cristiana a la que pertenezco, y para muchos otros a los que el Señor alcanza por medio de los recursos tecnológicos que hoy tenemos que usar por los nuevos retos de la situación.
Tenerla de verdad y comprender sus implicaciones conlleva, necesariamente, compartirla con aquellos que no la disfrutan. En el formato que sea, en el momento que sea, por el medio que sea, a tiempo y a destiempo.
Cuando servimos así, en cada movimiento se produce sanidad en el que recibe, pero primordialmente también en el que la ofrece, porque en el Reino, paradójicamente de nuevo, es más bienaventurado dar que recibir. Los que observamos, además, somos movidos, no solo a compasión, sino a la fe que se pone en movimiento. Podemos y debemos dejar de ser masa pasiva, si lo somos, y funcionar como un ejército activo al servicio del más alto mando.
Hoy honramos al Señor por permitirnos formar parte de Su equipo. Pero honramos también a aquellos que nos son ejemplo de coherencia, integridad y fe cuando el camino se estrecha. Gracias por responder al llamado. Gracias por reflejar a Cristo. Gracias por servirnos. Gracias por dejaros usar para que otros también lo hagamos.
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