La sabiduría de la Palabra de Dios resulta evidente para todo el que esté dispuesto a reconocerla.
La confusión sobre el valor o la necesidad del matrimonio está llegando a nuestras iglesias, y hoy día hay hermanos que se preguntan qué mal hay en convivir como pareja, sin estar casados, con una persona a la que se quiere. ¿No puede considerarse esa relación como un matrimonio?
El matrimonio es una institución universal a pesar de sus diferentes matices culturales. Desde siempre la sociedad humana ha reconocido, apoyado y defendido la unión entre un hombre y una mujer que hace de ellos una nueva entidad social cuyo propósito es el apoyo mutuo, la procreación y la crianza y la educación de los hijos. El respeto por el matrimonio beneficia a la sociedad misma; de ahí que todas las razas y culturas lo hayan reconocido y protegido.
La Biblia nos dice que el matrimonio fue instituido por Dios nada más crear al hombre, para proporcionar a éste el compañerismo y la ayuda necesarios y hacer posible la procreación de hijos (Gn 1:27, 28; 2:18, 21-25). La sociedad humana, llamada a cuidar y administrar la Creación, contaba así con una célula básica sobre la cual asentar su futuro y en la que apoyar su ordenamiento comunitario. La universalidad del matrimonio, de la que dan fe todas las culturas antiguas y modernas, demuestra que éste no es −como pretenden algunos− una invención de la «represiva» moral cristiana o judeocristiana.
Sin embargo, es cierto que Jesús despojó al matrimonio de aditamentos que se le habían ido pegando a lo largo de la historia −como la poligamia o el divorcio− y reafirmó el propósito inicial del mismo como una unión de por vida entre un hombre y una mujer; y esto lo hizo remontándose, precisamente, al relato bíblico de la Creación que tenemos en el libro del Génesis (Gn 2:24). Tanto la poligamia como el divorcio han sido practicados y se practican todavía en diferentes culturas; e incluso se toleraron en el pueblo de Israel en los tiempos del Antiguo Testamento (Gn 35:22-26; Dt 24:1-4). Pero, empleando las palabras de Jesús, «al principio no fue así». Esas prácticas no formaban parte del plan inicial de Dios para la pareja humana. En Mateo 19:4-6, Cristo, deslegitimando el divorcio −salvo en el caso de infidelidad de uno de los cónyuges (v. 9)−, dejó claro el carácter permanente de la unión entre un hombre y una mujer: «Así que no son ya más dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios juntó, no lo separe el hombre» (v. 6).
La expresión «ser una sola carne» o henosis indica el nacimiento de una nueva realidad formada por un hombre y una mujer (Gn 2:24), en la que éstos comparten, no solo el lecho conyugal sino todos los aspectos de la vida, y gozan de una intimidad única (Gn 2:25). La relación sexual sella el pacto de unión y fidelidad entre marido y mujer. A veces la Biblia se refiere al acto sexual en sí como henosis, y lo llama «fornicación» cuando dicha henosis se sitúa fuera del contexto del matrimonio (1 Co 6:16).
La Biblia distingue, por tanto, entre «matrimonio» y «fornicación»: lo uno es un estado honroso, mientras que lo otro merece el juicio de Dios (He 13:4). «Fornicación» (en griego porneia, de donde procede la palabra «pornografía») significa en su sentido más amplio «inmoralidad sexual»; pero de un modo más específico se aplica a las relaciones sexuales entre hombre y mujer fuera del matrimonio. ¿Y cuál es la diferencia entre lo uno y lo otro? El matrimonio es un pacto de por vida (de ahí la incongruencia del divorcio), entre un hombre y una mujer (lo cual deja fuera a las relaciones homosexuales), excluyente de terceros en cuanto al sexo (de otro modo sería adulterio), independiente respecto de las familias del esposo y la esposa: «Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Gn 2:24). El propósito del matrimonio es satisfacer la necesidad de compañerismo, intimidad y asistencia mutua entre los cónyuges (Gn 2:18) y, si Dios lo concede, traer hijos al mundo (Gn 1:28). La fornicación no cumple estas condiciones y, en muchos casos, no es más que una búsqueda egoísta e incluso perversa del placer sexual sin ningún tipo de compromiso subyacente.
¿Pero cómo sabemos que ese pacto exclusivo y de por vida que es el matrimonio de un hombre y una mujer existe entre la pareja? Desde el principio −y en todas partes− el pacto del matrimonio se ha hecho público mediante algún tipo de celebración o de contrato. A partir de ese «casamiento», la comunidad sabe que existe en su medio una nueva realidad la cual debe respetar y proteger. En todas las culturas, aun en aquellas que no han tenido acceso a la revelación bíblica, se le reconoce una importancia especial al pacto matrimonial y se defiende el mismo contra las amenazas internas y externas. ¡En todas las culturas menos en la sociedad occidental moderna! En esta última el matrimonio está cada vez más desprotegido y despojado de su dignidad, al tiempo que se promueven todo tipo de sucedáneos, cuando menos mucho más pobres y frágiles, y en el peor de los casos sumamente nocivos.
¿Qué mal hay −se preguntan algunos− en que el matrimonio no dure para toda la vida? ¿O por qué ha de ser solamente entre un hombre y una mujer? ¿O qué perjuicio puede haber en las relaciones sexuales fuera del matrimonio si la pareja se siente atraída o se quiere? Los males son muchos, y de muy distintas índoles. Las relaciones sexuales sin un pacto de por vida son egoístas −«placer sí, responsabilidad no»− y carecen por lo tanto de ese factor que puede llevarlas a su madurez y plenitud. ¡Hay mucha gente vacía y destrozada por ahí de tanto picar aquí y allá, de tanto hacerse «una sola carne» con éste y con aquél! (1 Co 6:16). El hecho, por otra parte, de que dos personas del mismo sexo puedan contraer matrimonio inyecta aún más confusión en la sociedad sobre el carácter complementario de los dos sexos biológicos y la bondad de la relación entre hombre y mujer, y conduce a la larga a la extinción de la especie humana por falta de capacidad reproductora (más que vida, produce muerte). Si dicho «matrimonio» lleva aparejado además el derecho a la adopción de hijos, en el mejor de los casos, priva a los niños de la posibilidad de crecer en un hogar con modelos de referencia masculino y femenino, así como del aprendizaje −por el ejemplo− de la interacción entre ambos sexos. En cuanto a la cohabitación, ésta significa empezar la casa por el tejado: el acto sexual, que es el sello de un pacto de por vida, se trivializa y acaba siendo contraproducente, ya que, en vez de disfrutarse en el clima confiado de una relación estable, el mismo se halla constantemente asediado por la duda en cuanto al futuro de la relación. Cuando las pruebas o una supuesta «incompatibilidad» sexual o de carácter se presentan, la relación termina: no sin perjuicios para la pareja −y para los hijos si los hubiere−, porque la relación sexual es como un potente adhesivo que, una vez que ha unido a dos personas, éstas no pueden ser separadas sin sufrir serios daños emocionales, morales y espirituales.
La Biblia nos dice claramente lo que es la unión conyugal, y hace una clara diferencia entre fornicación (actividad sexual fuera de dicha unión) y matrimonio (Pr 18:22; Dt 22:20-21, 28-29; 1 Ts 4:3, 4; He 13:4). Pero no regula cómo debe de celebrarse este último. Resulta significativo que las Escrituras no indiquen de qué manera se hacían las bodas en Israel o en la Iglesia primitiva. La parábola de las diez vírgenes nos deja entrever un poco lo que era una boda judía en el tiempo de Jesús, pero no hace una descripción precisa de la misma (Mt 25:1-10). Los matrimonios cristianos de los primeros siglos, por su parte, parecen haber sido más bien un asunto familiar, y no es sino hasta el siglo XI o XII que la Iglesia obtiene jurisdicción en este terreno. La razón de todo ello es que, en la Biblia, el matrimonio se considera una institución civil de carácter universal, tal y como lo entendieron los reformadores del siglo XVI. Los judíos no volvían a casar a sus prosélitos, ni los cristianos a los nuevos convertidos: de hecho, la Iglesia primitiva dio por buenas las prácticas legales que existían en el Imperio romano a este respecto. Lo que sí deja bien claro la Biblia es cómo debe vivirse el matrimonio (Ef 5:22-33; 1 Co 7:3-5; 1 P 3:1-7, etc.).
Sin embargo, dado que el casamiento es una declaración pública y constituye un acto social, resulta lógico que los creyentes quieran hacer testigos y partícipes del mismo a sus hermanos en la fe, y pedir la bendición de Dios para su relación asegurándose el apoyo y las oraciones de la Iglesia: tanto más cuanto que los ministros religiosos pueden ahora actuar como jueces de paz y el matrimonio celebrado en la iglesia tiene valor civil. Pero esto es algo distinto a considerar el matrimonio como un sacramento que requiere la intervención del sacerdote o el pastor, y sin la cual el mismo no tiene validez o pierde su carácter de institución divina. Dios no dijo que los ministros cristianos tuvieran que casar a nadie; aunque sí quiso dignificar el matrimonio haciendo de él una metáfora de la relación entre Cristo y su Iglesia y describiendo la consumación futura del reino de Dios en términos de una boda (Ef 6:31, 32; Ap 19:8-10...). Además, los cristianos legalizamos nuestros matrimonios ante la sociedad civil −según el uso de la comunidad en que vivimos− siguiendo el principio bíblico de que debemos «hacer las cosas honradamente, no sólo delante del Señor sino también delante de los hombres» (2 Co 8:21).
Cierto es que algunas cohabitaciones pueden estar sustentadas por un pacto tácito que las convierte en matrimonios de hecho −aunque no existan papeles civiles o religiosos que den fe de ello−, pero eso sólo lo sabe Dios, que conoce los corazones, y no puede pedirse, por ejemplo, a la iglesia que admita tales matrimonios; y cierto es, también, que muchos de los matrimonios que han pasado «por la vicaría» o por el juzgado, teniendo todos sus documentos en orden, no son matrimonios en absoluto, porque no existe compromiso de por vida ni de fidelidad mutua entre los cónyuges. Si me dan a escoger, prefiero lo primero a lo segundo; y creo que Dios será más tolerante con aquellas parejas sin regularizar que tienen la esencia del matrimonio en su relación que con los casados cuyo compromiso no es más que una enorme farsa.
El carácter público del contrato matrimonial está implícito en la Biblia −si no ésta no diferenciaría entre matrimonio y fornicación−; y que el acto sexual constituye el sello o broche del pacto entre marido y mujer, y no precede al mismo, resulta muy claro en las Escrituras. La idea moderna de «probar si funciona» la relación o de si «somos sexualmente compatibles» antes de casarnos, es una falacia, ya que la relación de pareja no «funcionará» como es debido −es decir, como Dios quiso que lo hiciera (Ro 12:2)− si no existe antes el compromiso de por vida entre la pareja.
El desposorio judío era todavía más vinculante que el antiguo noviazgo en nuestra sociedad española −el cual se daba por hecho que terminaría en boda−: suponía estar casados, pero a falta de vivir juntos y de tener relaciones sexuales. En el pueblo de Israel, si una chica «desposada» se acostaba con un hombre distinto a su prometido, era considerada una adúltera (Dt 22:23, 24). La boda −es decir, la declaración pública del pacto matrimonial− tenía que preceder a la unión sexual de la pareja. Se nos dice, por ejemplo, de María que concibió del Espíritu Santo cuando estaba desposada con José y «antes que se juntasen»; es decir, antes de que tuvieran relaciones sexuales (Mt 1:18). Anteponer la relación sexual al casamiento es cometer un tipo de fornicación.
La sabiduría de la Palabra de Dios resulta evidente para todo el que esté dispuesto a reconocerla. Como también la insensatez de los sucedáneos modernos del matrimonio, vistas las consecuencias que están produciendo. La inestabilidad en las relaciones, los celos y la violencia doméstica, muchos hijos sin un hogar estable o desgarrados entre el amor y la lealtad al padre o a la madre, el sida y otras enfermedades de transmisión sexual, etcétera, dan testimonio del fracaso de los nuevos modelos sexuales. La norma bíblica del matrimonio como un pacto de fidelidad mutua y de por vida entre un hombre y una mujer, anunciado públicamente según las normas vigentes de la comunidad a la que se pertenece, y coronado por la unión sexual, sigue siendo el modelo más efectivo para la felicidad de la pareja, el bien de los hijos y el bienestar de la sociedad. ¡No es lo mismo matrimonio que cohabitación!
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