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Cómo avanzar mientras desandamos

Al habernos instalado en esa especie de negación permanente, somos la generación más frágil de todos los tiempos. 

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 24 DE OCTUBRE DE 2020 09:00 h
Foto de [link]Andrea Bellucci[/link] en Unsplash.

En la vida las cosas nunca vienen fáciles. En el mejor de los casos, experimentamos tiempos de bonanza que duran lo que duran y que suelen traer, a la vuelta de la esquina, reveses que nos descolocan, nos lanzan al suelo y nos obligan a quedarnos allí, en ocasiones durante un buen tiempo, sin saber cuándo podremos incorporarnos del todo. Ese es uno de esos momentos, que desgraciadamente hemos convertido en una especie de compás de espera en el que, parece y valga la repetición, no se espera nada de nosotros. 



La existencia implica ciclos. Por su propio peso cae que, mientras las cosas están bien y van mejorando, estamos en uno de los lados de ese ciclo, pero que en el momento en que aquello no se mantenga estable (que nunca lo hace, porque la vida es cambiante), en el instante en que cambia la tendencia de esa gráfica y pasa de ser ascendente para comenzar a decaer, estamos avanzando, a veces inexorablemente, hacia el otro lado del continuo. En la noria hay tiempo de estar arriba, pero sabemos que todo lo que sube debe también bajar. Es una ley física, pero también, en un sentido psicológico y de comportamiento, una ley de vida. No deberíamos esperar otra cosa, igual que no esperamos al lanzar un objeto al aire que caiga hacia arriba en vez de hacia abajo. 



Así las cosas, resulta increíble que nos cueste tanto entender que ahora estemos donde estamos. Nos hemos hecho expertos en construirnos una especie de universo paralelo en el que las leyes que lo regulan no son las que nos acompañan en realidad cada día. Y al habernos instalado en esa especie de negación permanente, en una expectativa poco realista de la vida, en unos absolutos incapaces para gestionar la frustración que implica encontrarse con la realidad a cada paso, somos la generación más frágil de todos los tiempos. 



Los seres humanos somos seres sujetos a la intemperie, en una cierta forma, que se ven claramente afectados por los vientos que soplan alrededor y que han de establecer, constantemente, cómo ir reaccionando cuando la cosa viene peor dada. Hemos llegado a creernos que controlamos los vientos, las corrientes, las mareas... pero no controlamos nada. Ni siquiera nuestra imaginación, es evidente.



En los tiempos cuando todo va bien, no solemos preguntarnos gran cosa. Cuando las cosas van peor, lo que hacemos es cuestionarlo todo y buscar culpables. Somos víctimas y aspiramos a una solución, como consumidores de vida que somos, con derecho a reclamación y a pataleo. Y el problema es que desde ninguna de esas dos perspectivas que hemos mencionado saldremos adelante, porque no incluyen el gesto de hacernos responsables. En el disfrute nos decimos “¡A vivir, que son dos días!”. En los problemas exclamamos: “¿Por qué me tiene que pasar esto a mí y dónde está el responsable?”. En ambos casos, el sentido de conciencia y de autocuestionamiento está brillando por su ausencia. 



Lo que propongo hoy, desde estas líneas, es lo que creo que debería ser, por otra parte, uno de los ejercicios a los que nos entreguemos con más frecuencia en nuestra vida: el de desandar de vez en cuando el camino recorrido, tanto en las subidas de ciclo como en las bajadas, para observar y observarnos, meditar de cerca y de lejos, con perspectiva, sobre NUESTROS PROPIOS PASOS, sobre las lecciones aprendidas y también sobre las asignaturas pendientes. 



No se llega a la madurez sin responsabilizarse. Me da igual si hablamos de individuos, familias, sociedades o naciones. Como seres humanos tenemos, da igual nuestra nacionalidad, color, etnia o sexo, las mismas tendencias en esto: 




  • o pasar de puntillas sobre lo que nos duele o nos compromete a responsabilizarnos, 

  • o evadir pasarlo mal al tener que reconocernos en el foco, muchas veces, de lo que nos trajo a la situación que aborrecemos y en la que nos encontramos en este momento,

  • o y, sobre todo, escaquearnos de lo que nos empuja a que, si verdaderamente conocemos lo anterior, tengamos que hacer un cambio de fondo.



 



Paradójicamente, para poder avanzar, en muchas ocasiones, necesitaremos desandar. No para rebozarnos en nuestro propio fango, ni para autocompadecernos, pero sí para reconocer que, al analizar las cosas, nos damos y se nos da la oportunidad de rectificar. Eso implica –y es lo que peor llevamos– reconocer errores y que no lo sabemos todo. Y es justo en ese momento cuando nos vemos en el espejo, nos reconocemos en nuestra torpeza, necedad, obstinación y orgullo y tenemos alguna posibilidad de salir del hoyo en el que hemos caído todos desde aquel momento en que tuvimos que dejar el Edén.



Todos queremos volver a casa, queramos reconocerlo o no. Todos buscamos algo y también a Alguien, que nos llene, aunque no lo identificaremos con mayúsculas, porque nos conformamos solamente con las minúsculas en casi todo. Reconocer a Dios implicaría lo que somos al no querer relacionarnos con Él tras lo que ha hecho por nosotros en Cristo. Y eso, hace “pupa”. Queremos el resultado de bien sin el recorrido de andar con la Fuente de todo bien. Esperamos la herencia de lo creado sin querer contar con el Creador. Vivimos histéricos buscando la felicidad porque aceptar que puede existir una cosa que se llama contentamiento nos “abre las carnes” y nos da puro pánico. No queremos incorporar lo sobrenatural en la vida, en al sufrimiento y en la incertidumbre, sino que solo entendemos lo trascendental como obsoleto y lo oculto como entretenimiento, más aún en las fechas que se aproximan.



Somos una sociedad inmadura, compuesta de personas que lo son. Deberíamos haber aprendido ya, tras muchos siglos, que aprender de los errores es de sabios. Y que muchos de esos errores no son tales, sino que se llaman pecado, porque implican haber escogido el bando incorrecto desde el principio. Nosotros no hubiéramos elegido algo diferente que Eva o Adán. Todos somos ellos. Y ninguno de los que le siguieron lo hicieron mejor. Todos tuvieron sus luces y sombras, menos UNO, Jesucristo, al que crucificamos porque Su sola presencia y Su brillo nos ponían la carne de gallina. 



Cuando La Luz se hace patente, entonces la oscuridad ha de retroceder. Pero la nuestra se resiste, hace como que aquella no está, y piensa torpemente que, porque mire hacia otro lado, La Luz no tendrá su efecto. Mirar atrás significa reconocer nuestras sombras, nuestras oscuridades. La cuestión es qué vamos a hacer con ellas, y si preferiremos seguir en el fango que salir hacia la claridad.



No podrás mirar hacia delante con plena convicción, paso firme y decisión, si no te reconcilias con la Luz. Y ese paso hacia el hogar que nuestro corazón anhela siempre implica mirar hacia atrás, reconsiderar nuestros caminos, enmendarnos, reorientar el sentido de nuestra vida. Desde el arrepentimiento como ejercicio cotidiano y solo desde allí es que podemos acceder sin restricciones a la gracia que nos sostiene en el día a día. 



Desandar para avanzar. 



Retroceder para crecer. 



Reconocer a nivel personal nuestra oscuridad para ser reconocidos, como hijos amados, por LA LUZ misma.


 

 


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