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Tanto amó Dios al mundo que descendió y se encarnó en él

Dios se atrevió a visitarnos a pesar de nuestra incredulidad, desconfianza y rebeldía, a pesar de todas las maravillas que vemos a nuestro alrededor, todo puesto para nuestro disfrute, y con toda libertad incluso para destruir como lo estamos haciendo.

MUY PERSONAL AUTOR 8/Jacqueline_Alencar 11 DE OCTUBRE DE 2020 16:00 h
Foto de Jacqueline Alencar.

En aquellos días, cuando el pueblo andaba sigiloso y consciente de la opresión del gobierno romano que se había impuesto, y se encontraban indefensos pues los protectores y padres del pueblo se habían sometido también y no eran capaces de salir en su defensa, Dios, que era el Verbo, y el Verbo que era Dios, se hizo carne autóctona, identificándose de la manera más cercana posible con el ambiente humano (parafraseo a Mackay). Se iniciaba así ese estilo encarnacional desde el amor, que tendría efecto multiplicador, pues desembocaría en torrentes de amor entre los seres humanos.



Dios, el soberano, el que tenía toda la gloria, se dignó a bajar en humildad, en calidad de siervo, sin traerse toda la infraestructura de acuerdo a su grandeza, sino vestido de toda la vulnerabilidad, como la puede tener un indefenso bebé. Así dice la carta a los filipenses: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz...”.



Dios demostraba así que no había que quedarse en la esfera celestial, sino que también había que transitar por la esfera de la realidad del mundo, pues estaba comprometido con la situación del ser humano.



Y Dios bajó como un forastero. Desde el principio había dejado sentado que el ser humano, hecho a su imagen y semejanza, sería administrador de todo lo creado, podía disponer de ello, pero también tenía el compromiso de cuidarlo. Dejando claro que solo estaba de paso. No era mera teoría, Dios mismo se impuso ser uno más. Forastero recién llegado, sin privilegios ni otras regalías. Tenía que poner los papeles en regla, empadronarse como cualquiera en el Ayuntamiento de la época. Hacer cola, que no es poco. Ya lo había establecido allá por Génesis, cuando nuestros primeros padres habían dejado su lugar en calidad de exiliados. Y Abraham tuvo que dejar tierra y parentela para ir a otro país. Y así sucesivamente, Jacob y José… huyendo y de paso, con cárcel a veces, peligros de los de dentro y de los de fuera. Se formaría un pueblo de migrantes que deambulaba por los tiempos de los tiempos. Exilio, regreso, reconstrucción. Exilio, regreso, reconstrucción… Para que no se olvidaran que solo eran administradores, no dueños de la tierra que pisaban.



Y estableció leyes que no debían pasarse por alto: “La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra mía es; pues vosotros forasteros y extranjeros sois para conmigo” (Lev. 25.23).



Y así a lo largo de las leyes que Dios da a su pueblo, para que recordaran que habían sido extranjeros en Egipto, en Persia, en Mesopotamia… Y como lo habían experimentado en sus propias carnes debían ser misericordiosos con los que ostentaban este nombre: Migrante. Se les debía tratar con la misma justicia como a cualquier israelita. Sin embargo, como estamos en un mundo de seres humanos, aun sabiendo que el hecho de llevar la misma imagen de Dios nos da una dignidad que nadie debe obviar, ser forastero conlleva estar en una posición de debilidad, vulnerabilidad, inferioridad, siendo posible blanco de injusticias, y, a veces, ‘chivos expiatorios’ en épocas de crisis económicas, enfrentamientos políticos, etc. Y como Dios es un dios justo, imparcial, constantemente recuerda a su pueblo que ellos habían sido inmigrantes y, por lo tanto, no debían pasar por alto las leyes que Él les había dejado tocante a los extranjeros. “Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que more entre vosotros, y lo amarás como a ti mismo; porque extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto. Yo Jehová vuestro Dios” (Lev. 19.34). Y sabía que se encontraban en una situación de inferioridad, por eso había leyes que también garantizaban sustento a los que no tenían los mínimos ingresos. Les tenían que dejar rebuscar entre las viñas y espigar después de la mies. O recoger la fruta caída y las aceitunas olvidadas en el árbol. “Y no rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás…” (Levítico 19.10).



Los mismos profetas denunciaron la opresión infringida a los residentes de su época, como Ezequiel:



“Al padre y a la madre despreciaron en ti, al extranjero trataron con violencia en medio de ti; al huérfano y a la viuda despojaron en ti” (Ez. 22.7). “El pueblo de la tierra usaba de opresión y cometía robo, al afligido y menesteroso hacía violencia, y al extranjero oprimía sin derecho” (Ez. 22.29). Y culpamos a Dios de nuestra inmisericordia, con una facilidad increíble.



El mismo Jesús fue un migrante desde temprana edad. Como cuenta Lucas, en aquellos días Augusto César había promulgado un edicto que determinaba que todo el mundo fuese empadronado, así que José subió de Galilea a Belén junto con María, su mujer, la cual estaba encinta. Aún en el seno materno, Jesús llegó a Belén, sintiendo la fatiga de ella después de una larga caminata. Con el frío de la noche y sin posibilidad de una cama confortable para descansar. No; Él quiso encarnarse de verdad, dejar no solo enseñanza, sino ejemplo que arrasa. Y con ello no estaba renegando de la prosperidad de los que consiguen ciertas comodidades con el sudor de la frente, del pan ganado con honradez y no saqueando las arcas de una ciudad, de un país. Inauguraba su programa de trabajo que sería de servicio sencillo, reconciliador y amoroso para salvar lo que se había perdido. Se iniciaba una nueva era, conservando lo esencial de lo antiguo, pero esta vez era Dios mismo irrumpiendo en la historia para zanjar los obstáculos entre Dios y el hombre de una vez y para siempre. Descendió a lo más bajo por puro amor dándonos una valía sin precedentes.  Paseándose por aquí, dejando su despacho cómodo y melodioso. Quiso ver de cerca nuestra situación, comiendo y bebiendo con nosotros sin avergonzarse, a pesar de las críticas y desprecio a su forma de actuar. Como leemos en el Evangelio de Mateo: “… Porque tuve hambre, y me disteis de comer… fui forastero, y me recogisteis…”. Desde ya nos dejaba unas pautas para los que dicen seguirle, en un seguimiento que no es fácil. Mas él dio la vida de una manera cruenta y vergonzosa.



Dejaba enseñanza con su trato a los samaritanos, sirofenicios, romanos… a las mujeres y a los niños. ¡Se sentó con los publicanos! Y yo, cuántas veces no me acerco a alguna persona por miedo a perder el saludo de alguno, la palmadita en la espalda. Jesús tocando nuestra lepra, ensuciándose con nuestro flujo de sangre, crónico por el paso de los años. Curando en los prohibidos días de reposo porque entendía lo terrible que era una lista de espera y la tortura a la que se sometía a los que demoran en alcanzar la perfección. Cuando conocemos estos hechos ya no nos extraña que más tarde diga el apóstol Pablo: “… no hay ni judío ni griego, ni hombre, ni mujer…” en Gálatas 2.26.



¿Eran todas estas enseñanzas efímeras, perecederas, superfluas, fugaces? O, por lo contrario, ¿inmarcesibles, perennes, infinitas, sin principio ni fin? No rebusquemos si estoy utilizando las palabras exactas o no, solo quiero preguntarme cómo puedo olvidar todo esto si digo que Dios es mi Dios. Que sigo a Cristo. Cristo bajando para hablar conmigo directamente, sin necesidad de velos ni cortinas, sin necesidad de intermediarios que perdonaran los pecados a cambio de algo.



¿Cómo no creer si veo su ejemplo? No dijo que otros cumplieran con lo que había que cumplir. No tuvo pereza y desamor, vino dejando claro que era uno más, aunque sin mancha, con autoridad moral, para poder quedar como modelo y ejemplo a seguir. Uno más de los que se encuentran las puertas cerradas cuando llaman buscando un sitio de acogida, a pesar de que hay habitaciones vacías.  Él dijo: “En el mundo tendréis aflicción...”, y la padeció, sudó lo suyo como cualquiera para llenarnos de vida, una nueva vida para llegar a ser un nuevo hombre, una nueva humanidad con un corazón donde reine el amor, lo cual redundaría en una nueva relación entre Dios y el hombre nuevo y entre éste y los otros seres humanos. Un hombre nuevo cuyo sentido de la vida está en seguir el ejemplo de Cristo, lo cual implica comprometerse y combatir, y ser la voz de los que no tienen dignidad y están excluidos de todo. Señaló que nos iríamos moldeando a base de lucha; y en lucha se establecería el Reino de Dios aquí.



¡No! Era un rey distinto, que sabía contentarse tanto en la escasez como en la abundancia. Llegó entre la paja y el barro, y más tarde se dice que no tenía dónde recostar la cabeza. Dependió de la generosidad de otros. Podía haber elegido por lo menos un nacimiento de clase media, pero no, quiso ver cómo era eso de nacer entre el barro y la paja, entre el estiércol dejado por la avaricia, la distribución injusta de los recursos, los presupuestos adulterados. Sentir él mismo lo que otros sentían.



Lo más asombroso es que Dios se atrevió a visitarnos a pesar de nuestra incredulidad, desconfianza y rebeldía, a pesar de todas las maravillas que vemos a nuestro alrededor, todo puesto para nuestro disfrute, y con toda libertad incluso para destruir como lo estamos haciendo. Libertad para guerrear, torturarnos y perseguirnos. Pero Dios, en su infinito amor y misericordia, fue valiente y bajó para hablarnos directamente y comunicarnos que tendríamos nuevas oportunidades. Como dice un profeta: “Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios”.



Sea cuando sea el día exacto, Dios llegó destilando luz en una noche de paz y de amor, a pesar de los días convulsos. Porque Él era y es la luz que guía y traza la hoja de ruta a seguir; como una estela para no perdernos en el camino. Él es la Palabra, el logos estampado, escrito en cada página en blanco. Lo vemos en el trinar de los pájaros, en las flores que forman una alfombra en los campos; en el suave o recio viento, en las lluvias torrenciales y en el petricor dejado después de ellas. Lo vemos en la sonrisa de los niños, en el llanto de los enfermos, en los gritos del hambre, de la violencia y del abuso.



Lo veo cuando solo quiero escribir paz y amor y la mano insiste en escribir miseria, injusticia… ¿Pesimismo? ¿Ganas de ser siempre la aguafiestas? No, es que Él mismo en su soberanía lo dejó escrito en la arena, para los que quisieran leer la letra pequeña.



Un fuerte abrazo fraternal. Paz.


 

 


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