Algunos críticos piensan que fue el Papa Julio II quien motivó a Erasmo a escribir esta obra. Seguramente haya sido una motivación sumada a la situación política de Europa en general y al propio pensamiento e inquietudes pacifistas del autor.
En estos días otoñales, a veces de luz, a veces de niebla, rescato y retoco unas líneas que había empezado a garabatear hace tiempo atrás y luego guardado en un cajón, sobre otro de los libros en los que Erasmo de Rotterdam aborda el tema de la paz, y que ha sido traducido por Frayle Delgado. Se trata de Lamento de la Paz (Querela pacis) (Trilce Ediciones. Colección Buenas Letras, Salamanca, 2009). Señalo que ya en otra ocasión, en este mismo medio, reseñé otro de los libros de Erasmo: Dulce Bellum (La dulce guerra), todo un alegato contra la guerra publicado en 1515. En el mismo lustro en que fueron publicados ambos libros, dice Frayle, salieron a la luz las obras más sobresalientes de Erasmo.
Erasmo, señala Frayle en su estudio introductorio, “es un polígrafo que reúne los caracteres propios del escritor y pensador del Renacimiento, que, iniciado en Italia, se extiende por todo el continente”. Nos detalla los dos caracteres de este escritor, el de enamorado de las Letras Clásicas y el de teólogo, “entendiendo este término el exégeta de las Escrituras y renovador y reformador de la teología, que estaba en decadencia incluso en la misma Universidad de París…”. Sin olvidar la vertiente moralista dedicada a la crítica de una sociedad cristiana acuciada por lacras y supersticiones en un momento histórico en el que surge la Reforma protestante promovida por Lutero. Críticas que se revelan en el ‘Enquiridion’ o en los ‘Coloquios’.
Señala el traductor que es interminable la lista de humanistas y reformadores con los que se relaciona Erasmo y con los que mantuvo contacto personal o epistolar; destaca entre ellos a Lutero, quien pretendió atraerlo a la ‘Reforma radical’, pero con quien las relaciones quedan rotas cuando publica su ‘De libero arbitrio’ (1524), contra las teorías de Lutero, y éste responde con su ‘De servo arbitrio’ (1525); a Juan Luis Vives, el humanista valenciano afincado en Brujas, quien primero conoce las obras de Erasmo en París y luego personalmente en Lovaina. Dice que ambos mantuvieron contacto epistolar y coinciden en la temática tratada por ambos en sus escritos, “aunque no en cuanto al tono ni la vehemencia de sus críticas”. Sin embargo, es notable la influencia de Erasmo en Vives, a tal punto que abordan temas comunes especialmente los más candentes de la actualidad política del momento, como son la guerra y la paz. También menciona entre estas amistades a Francisco de Vitoria, lo cual me ha parecido interesante, pues lo desconocía, de quien dice Frayle que la crítica muchas veces lo olvida y debe estar entre los grandes humanistas de la época y reformador de la teología de Salamanca, pero, sobre todo, como fundador y promotor del Derecho internacional moderno. Si bien Vitoria no conoció personalmente a Erasmo cuando llega a París, pues este ya había abandonado su universidad, Erasmo le escribe por recomendación de Vives, justamente para pedirle ayuda contra los antierasmistas españoles; no obstante, hay que señalar que Vitoria apoyó la condena y retirada de algunas proposiciones contenidas en los escritos de Erasmo. En cuanto a sus relaciones con España, comenta el traductor que tiene apoyo por parte de personas relevantes, entre ellos el mismo Emperador Carlos, Juan de Vergara, los hermanos Juan y Alfonso de Valdés, o el Inquisidor General Alonso de Manrique, arzobispo de Sevilla. Además, nos recuerda que Erasmo fue invitado por Cisneros para colaborar en la traducción de la Biblia políglota en la Universidad de Alcalá. Nos habla Frayle de la aceptación que tiene la doctrina de Erasmo en España y que justamente este libro que menciono fue uno de los primeros en ser traducido, por Diego López de Cortesana, canónigo de Sevilla y llega a los lectores españoles con todo su bagaje en 1520, si bien en 1516 ya había sido traducido otro libro suyo; sin embargo fue Querela pacis el que “difundió y vulgarizó su pensamiento”, no solo en el tema fundamental, el pacifismo, sino en la visión de un cristianismo interiorizado”. A este respecto escribe Juan de Vergara a Juan Luis Vives, en 1522: “Es pasmosa la admiración inspirada por Erasmo a todos los españoles, sabios e ignorantes, hombres de iglesia y seglares” (Marcel Bataillon, ‘Erasmo y España’). También señala Frayle que tuvo sus detractores como ya se conoce, lo cual suscita aquella polémica entre erasmistas y antierasmistas, por lo que el Inquisidor General convoca aquellas Juntas de Valladolid de 1527.
Interesantes son los comentarios que rescata Frayle y que señalan que muchas veces se puede ver en sus obras una ‘política cristiana’, con la que con el Evangelio en la mano pretende atajar los males de Europa reformando a los individuos, tanto los príncipes, así como hasta el último cristiano, pero que se puede pensar, tal como lo hacen muchos de los críticos de Erasmo, que eso no es política, sino una moral cristiana”.
Además, señala Frayle Delgado que algunos críticos piensan que fue el Papa Julio II quien motivó a Erasmo a escribir esta obra, cuya entrada triunfal en Bolonia, en 1507, emulando los antiguos triunfos de los generales romanos le había producido gran impacto. Seguramente haya sido una motivación sumada a la situación política de Europa en general y al propio pensamiento e inquietudes pacifistas de Erasmo.
La obra está dedicada a Felipe, Obispo de Utrech, hijo del Duque de Borgoña, por quien, como se percibe en dicha dedicatoria, siente gran aprecio; pero como señala el traductor, fueron las continuas guerras en las que estaban enzarzados los príncipes lo que motiva a Erasmo a escribir Lamento de la Paz, y, en este sentido, invita al Duque a abrazar la paz cuando le escribe: “… abracemos la paz con los franceses, una paz siempre deseable y sobre todo en estos tiempos”. Tanto Erasmo como otros pacifistas citados, propugnaban un ‘rearme moral’, es decir, una auténtica vida cristiana que sirviera de ejemplo para todos y también serviría para la conversión de los musulmanes. La obra sale a la luz en 1517, el mismo año que Lutero clava en las puertas de la iglesia del castillo de Wittenberg sus 95 tesis. Y fue escrita también en medio de una Europa que está sumida en conflictos permanentes de ideas y de guerras entre los estados que se disputan la hegemonía y el poder y los territorios. Es toda una invitación a cumplir los consejos evangélicos que se enmarcan en su ‘filosofía de Cristo’, que condiciona todos sus escritos en orden a una reforma de la Iglesia, comenzando por el mismo papado.
En Querela Pacis, Erasmo pondrá sus propias quejas en boca de la paz, como un alegato en tono declamatorio, según comenta Frayle, dentro de un género muy cultivado por los humanistas del siglo XVI. La paz, humillada, maltratada por todos los hombres, por los cristianos, en especial por los príncipes, tanto seculares como eclesiásticos, grita a gran voz, como uno de los voceros de antaño, pidiendo que la acojan por el mero hecho de ser cristianos. Les advierte de las consecuencias de las guerras promovidas por los gobernantes, por todos los que intervienen, pues incidirán negativamente sobre todo en el pueblo carente de culpa, el cual nada tiene que ver con los asuntos de los príncipes que promueven los conflictos, que solo traen destrucción, saqueos, cosechas quemadas, campos asolados…
Cuando se entra de lleno en la obra empezamos a oír a la paz que en tono de queja advierte cómo los hombres la rechazan, y dice que son dignos de compasión por denostar sus beneficios. Señalando que ni las fieras, que no están dotadas de razón, actúan así:
“… la naturaleza produjo un solo animal dotado de razón y capaz de una mente divina, a uno solo lo engendró para la benevolencia y la concordia, y, sin embargo, entre las fieras tan feroces, entre los animales tan salvajes cuanto puedas imaginarte, se me hace un lugar más rápidamente que entre los hombres…”.
En su búsqueda de refugio, se dirige la paz a cada una de las esferas de la sociedad, pero no encuentra nada:
“… Cuando oigo la palabra hombre corro enseguida como hacia el viviente propiamente nacido para mí, confiando en que aquí podré descansar; cuando escucho el nombre de cristiano, me vuelvo aún más veloz, esperando que también entre estos he de reinar. Pero ahora también me da vergüenza y me lamento de tener que decirlo: los foros, las basílicas, las curias, los templos, han hecho tanto ruido con sus disputas de toda clase que nada igual ha sucedido en ningún lugar entre los paganos… De suerte que, siendo buena parte de la humana desgracia la turba de abogados, esta poquedad y soledad también alcanza a la multitud de los litigantes… Pero dejo de lado la plebe, que es zarandeada como el mar por sus olas, y me retiro a los palacios de los príncipes, como a puerto seguro. Habrá, me digo, entre estos, un lugar para la Paz; estos tienen más sabiduría que el vulgo para ser el espíritu de la plebe y los ojos del pueblo; y entonces hacen las veces de aquel que es el maestro y el Príncipe de la concordia, y por él soy recomendada a todos y sobre todo a estos príncipes... Veo ambles saludos, abrazos de amistad, se bebe en agradable camaradería, y se cumplen los demás deberes de la humana convivencia. Pero, ¡oh cosa indigna!, no ha sido posible ver entre estos ni siquiera una sombra de verdadera concordia…”
La Paz también invita a los cristianos a imitar el modelo por excelencia, Cristo, elogiando la paz que promulgó, rebuscando a profetas como Isaías, para luego pasar por los escritos del apóstol Pablo y los Evangelios:
“Qué otra cosa es contemplar toda su vida, sino la enseñanza de la concordia y del amor mutuo? ¿Qué nos inculcan sus mandamientos, qué las parábolas, sino la paz y la caridad mutua? El egregio poeta Isaías, cuando, inspirado por el espíritu celeste, anunciaba que vendría Cristo, el conciliador de todas las cosas, ¿acaso nos anuncia un sátrapa?, ¿acaso un destructor de ciudades, o un guerrero, o un triunfador? Ni mucho menos. ¿Qué pues? Al Príncipe de la Paz… El príncipe de Paz ama la Paz, no en las tiendas, ni en el campamento. Es príncipe de la Paz, ama la paz, se ofende con la discordia…”.
“Prescribiendo a los suyos la misma fórmula de oración, ¿acaso no aconseja la concordia cristiana en el mismo inicio de la oración? ‘Padre nuestro’, dice. Es la oración de uno solo, la petición única y común de todos, una sola casa, todos a la misma familia, todos dependen de un mismo Padre, ¿por qué entonces enfrentarse en continuas guerras? .... Se llama a sí mismo Pastor, a los suyos los llama ovejas; y yo os pregunto: ¿quién ha visto alguna vez a las ovejas luchando contra las ovejas?, ¿qué falta hacen los lobos, si las ovejas del rebaño se desgarran entre sí?...”
Se desgañita la paz de tal manera que incluso hoy, en este siglo, se escucha su eco todavía, con más fuerza, pues los ruidos ensordecedores del progreso que podrían facilitar su difusión no la dejan. Nos sigue recordando que:
“Todas las escrituras de los cristianos, bien sea que leas el Antiguo Testamento, bien el Nuevo, no repiten otra cosa sin cesar, sino la paz y la concordia; sin embargo, ¿toda la vida de los cristianos no va a estar ocupada en otra cosa que en las guerras? … Mejor que manifiesten la doctrina de Cristo con la concordia, de lo contrario dejen de gloriarse del título de cristianos…”.
Llama a los que gobiernan y quieren el bienestar de su gente a abrazar la paz, recordándoles las consecuencias de su ausencia, tanto las que se ven como las que no se ven:
“Y ruego, Príncipe cristiano, que, si realmente eres cristiano, contemples la imagen de tu Príncipe; mira cómo ha iniciado su reino, cómo ha continuado, cómo se retira de aquí, y enseguida entenderás cómo quiere que te comportes para que tu principal preocupación sea la paz y la concordia. ¿Acaso, después del nacimiento de Cristo, los ángeles hacen sonar las trompetas de guerra? El son de las trompetas de guerra lo escucharon los judíos, a los que les fue permitido guerrear. Los auspicios estaban de acuerdo en las cosas por las que les era lícito odiar a los enemigos. Pero muy distinta canción entonan los ángeles de la paz a una gente pacífica. ¿Acaso hacen sonar el clarín de guerra o prometen victorias, triunfos y trofeos? En absoluto. ¿Qué, pues? Anuncian la paz de acuerdo a los oráculos de los profetas, y la anuncian no a aquellos que anhelan muertes y guerras, que arden en deseos de tomar las armas, sino a los que con buena voluntad se inclinan a la concordia… Bien, el mismo Cristo, ya adulto, ¿qué otra cosa enseñó sino la paz? Con la palabra paz saluda, a menudo, a los suyos: ‘Paz a vosotros’, y les prescribe esa fórmula de saludo, como la única digna de los cristianos”.
Les recuerda que han sido derribados los muros de separación:
“… Tú, británico, quieres mal al galo, ¿por qué tú, hombre, no quieres bien al otro hombre? ¿Tú, cristiano, por qué no quieres bien al otro cristiano? ¿Por qué cualquier frivolidad puede más para esos que todos los lazos de unión de la naturaleza, que todos los vínculos de Cristo? El lugar separa los cuerpos, no los espíritus… El apóstol Pablo se indignaba al oír entre los cristianos estas palabras: ‘Yo soy de Apolo, yo de Cefas, yo de Pablo’, pues los sobrenombres nada piadosos no permiten partir a Cristo, que todo lo une. ¿Y nosotros vamos a considerar la palabra común de patria como un motivo grave para que una nación pretenda el exterminio de otra nación?...”.
Repasando nuevamente el sentir de Erasmo de Rotterdam que pone en boca de la paz, percibo cómo en todas las épocas hay seres humanos que se preocupan por la realidad de su tiempo, les importaba lo que sucedía alrededor. Erasmo vive en una época en la que Europa atravesaba por momentos de grandes conflictos entre los diversos estados y contra el imperio otomano. Y he aquí que algunos a través de su escritura, y a la luz de la Palabra, aun con sus deficiencias, si es que las queremos buscar, se lanzaron en una cruzada para intentar ser una voz profética en medio del caos. Con sus luces y sombras tenemos a Lutero, Erasmo, Vives, Moro y otros que fueron el germen en esto de construir un mundo mejor, dejando de ser meros espectadores desde un balcón, para bajar y ser unos acompañantes en el Camino. Y se influenciaron entre ellos, pues hace unos meses leyendo el libro de Vives titulado Concordia y discordia del género humano, escrito en 1526, muchos pasajes me resultaron familiares, y no es de extrañar, pues Erasmo lo había precedido en sus escritos críticos sobre la guerra. Como pensadores cristianos, ellos proponen un rearme moral de los cristianos, frente a la confrontación de ideas, a las guerras entre los Estados y, sobre todo, las guerras contra el Turco. Era necesaria una renovación de la sociedad necesitada de una profunda reforma ‘in capite et in membris’.
A su manera lo dice Erasmo y lo repite Vives en el libro citado: “Pero también nosotros despreciamos y conculcamos el santo nombre de Dios y por nosotros oyen cosas malas los paganos, quienes, cuando ven que vivimos tan distintamente de lo que tenemos prescrito en la ley, sospechan que es vano todo lo que decimos y que nos hemos inventado una fábula. Así pues, apartándose muy lejos de nuestra religión por causa nuestra se confirman más en su error, en el que ven que ellos viven más humanamente y más congruentemente con la naturaleza y la razón que nosotros entre los divinos oráculos y los preceptos de una filosofía celestial”.
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