Yo también nací en el Mediterráneo

“Mediterráneo” ha sido considerada la mejor canción española de los últimos cincuenta años por diversas encuestas realizadas. Yo recuerdo, en mis años mozos, cuando escuchaba frecuentemente los ensayos de Joan Manuel Serrat en una de las calles próximas al Poble Sec de Barcelona. Esto era en aquellos años donde todavía él era un desconocido, musicalmente hablando, pero su gorgorito de voz siempre me llamaba la atención y, por supuesto, su poética también. 

Yo vivía en lo que actualmente se conoce como avenida del Raval, muy próxima al Moll de la Fusta, en el puerto barcelonés. Allí era el lugar donde, habitualmente, atracaban los buques de la armada norteamericana y yo me acercaba a sus soldados para pedirles chocolate y dinero, cosa que, de vez en cuando, conseguía de ellos como un gesto de generosidad. 

También recuerdo, cómo algunos chavales del barrio y Tom, nuestro perro mascota, subíamos a la barcaza de las Golondrinas para navegar hasta la bocana del Rompeolas y cómo nos sentábamos en la proa del barco para contarnos “ventis”, aventuras imaginarias, a saber cuál más fantasiosa, y así nos divertíamos riéndonos de nosotros mismos, en aquellos años felices de mi adolescencia. 

Otro de mis recuerdos son mis actuaciones como comparsa figurante en el gran teatro del Liceo, en las Ramblas de la ciudad condal, cuando tenía catorce años, junto a las grandes voces internacionales del bel canto; mi salario era de cincuenta y cinco pesetas por actuación. 

El mercado de la Boquería era el lugar de compras preferido por mi madre, a quien acompañaba frecuentemente visitando, entre otras, las ingeniosas paradas que están frente a la Rambla de las Flores. Siempre parábamos en el bareto del señor Esteve que, con su amabilidad y simpatía desbordantes y su enorme bigote, se ganaba la admiración de su fiel clientela. Recuerdo especialmente el llamativo aroma del café de aquel pequeño chiringuito. 

Entre las Ramblas de Santa Mónica y el puerto, transcurría gran parte de mi vida, entre idas y venidas a muchas partes. Recuerdo llegar, con cierta frecuencia, a las escaleras del puerto en estado etílico y preguntarme a mí mismo si eso era una verdadera vida. En mi vacío interior, suspiraba por una respuesta del cielo; hablaba con Dios sin saber nada de nada acerca de él y le suplicaba que me ayudara. 

En varias ocasiones estuve en peligro de muerte por violentas peleas entre pandillas del Barrio Chino y la Barceloneta que eran incontrolables. Dos de mis siete hermanos eran parte del lumpen del barrio y eran respetados entre ese pequeño mundillo de golfos, drogadictos, delincuentes y prostitutas. Éramos el desgraciado resultado del medio ambiente y de una familia desestructurada por complejas razones del destino. 

A principios de los años setenta, un buen amigo que había tenido serios problemas con las drogas me habló de su experiencia personal de conversión y cambio de vida. Realmente quedé gratamente impresionado y al siguiente domingo le acompañé a la iglesia evangélica donde él asistía en el barrio de Horta de Barcelona. Recuerdo la fuerte impresión que me produjo la amabilidad de la gente de esa comunidad cristiana. Yo iba vestido con mi camisa verdiblanca floreada de cuello alto satinada al estilo Elvis, mi pantalón blanco acampanado y mi melena al estilo Beatles. No acababa de entender del todo bien qué era todo aquello que veía y oía acerca de Jesús, la única verdad que nos puede hacer auténticamente libres de la esclavitud moral del pecado en nuestras vidas. Mientras escuchaba al predicador, comencé a darme cuenta de que yo mismo también estaba atrapado en esa malévola telaraña del pecado que había en mi perturbada alma. Esa misma noche fui invitado a cenar a casa de un matrimonio donde me trataron con gran amor y dignidad y, en la sobremesa, proyectaron una película donde aparecía el Dr. Billy Graham predicando en un gran estadio. Sus palabras penetraron en lo más profundo de mi ser: “la paga del pecado es la muerte, la separación de Dios es un abismo humanamente insalvable, pero la dádiva (regalo) de Dios es vida eterna en Cristo Jesús”. Cuando el evangelista hizo la invitación a recibir a Cristo esa noche, yo me sentí totalmente concernido y arrepentido; allí mismo le entregué mi vida a Cristo. Ese mismo día, la vieja naturaleza de Julio Pérez fue sepultada en el comedor de aquella casa del Eixample barcelonés y allí mismo nací de nuevo por el poder del Espíritu Santo. 

Desde entonces, casi cincuenta años después, tengo que decir que he sido el hombre más feliz de la tierra, aunque pruebas no me han faltado, pero Jesús ha sido y sigue siendo mi estrella polar y mi alegría continua, tal como compusiera Johann Sebastián Bach en su gran tema “Jesús, la alegría del mundo”. Por eso, con gran gozo tengo que decirle al mundo entero, que yo también nací y renací en el Mediterráneo

[photo_footer]Emi Gómez y Julio Pérez.[/photo_footer]

Hoy me siento más emocionado que nunca por ser un hijo de Dios que mantiene una preciosa comunión con su Padre celestial y esto ha resultado en una experiencia extraordinariamente gratificante para mi vida. Vivo en la esperanza cierta de la pronta venida de mi Salvador. Desde hace treinta y cinco años, soy pastor evangélico y comunicador social  y he podido disfrutar de innumerables bendiciones y aventuras de fe que, a día de hoy, son una provechosa realidad en más de treinta ciudades de nuestro país con la plantación de nuevas iglesias y la creación de organizaciones solidarias y diversos medios de comunicación social. 

Por todo ello, me siento infinitamente agradecido a Dios por sus bondades hacia mi vida y familia, mi esposa querida y fiel compañera, mis hijos y nietos, que son todo un regalo del Cielo. 

A propósito de todo lo hablado, quiero desafiarte, a ti querido lector, a que descubras los planes de Dios para tu vida, tu familia o quizás tu ministerio. Si Él lo ha hecho conmigo también lo puede hacer contigo y llevarte mucho más allá de lo que tú puedas llegar a imaginar.

Te recuerdo que para el que cree todo es posible. [email protected]