Como sociedad somos egoístas porque como individuos lo somos. Ahí está la base de todo: en el corazón humano.
Los conceptos de inversión y gasto son más que conocidos a poco que uno tenga unas mínimas nociones de economía. Sin embargo, no suelen ser conceptos que de manera natural apliquemos en otras esferas de la vida, aunque sería muy útil hacerlo así. En nuestro comportamiento cotidiano, por ejemplo, tenemos que tomar decisiones constantes que hacemos desde una perspectiva inmediatista, pensando en el aquí y el ahora y perdiendo de vista el medio y largo plazo. Sin embargo, hoy quiero ir incluso más allá. Estas dos ideas de partida me sirven hoy para orientar una reflexión que creo cada vez más necesaria, así que las usaré como metáfora de base para ilustrar lo que quiero comunicar, pero no me detendré en ellas, porque hay mucho más después.
En la vida, las cosas que merecen la pena requieren sacrificio. Poco se consigue sin esfuerzo o por simples “golpes de suerte”, si es que eso existe. Creo en las coincidencias espacio-temporales, porque las tenemos delante y nos sorprenden, pero no confío en que sean explicadas por la casualidad. En cualquier caso, ese es tema para otra reflexión. La cuestión es que, en la tendencia en la que nos movemos de hace unos años a aquí en este lado del mundo, estamos muy poco por la labor de desfondarnos por nada que no seamos nosotros mismos. Como sociedad somos egoístas -a la vista está en estos días especialmente- porque como individuos lo somos. Ahí está la base de todo: en el corazón humano. Y aunque es cierto que hay personas generosas y desprendidas, el individualismo en el que venimos viviendo nos lleva cada vez más hacia nosotros mismos con nuestros intereses, y menos hacia los demás y el bien común.
Darse a otros es considerado, directamente, como un gasto inútil. Como mucho, solemos apostar por inversiones, entendiendo que la diferencia esencial entre lo primero y lo segundo es principalmente el beneficio que se extraerá de ello a medio o largo plazo. Puede ser, simplemente, otra forma de egoísmo, solo que implica más paciencia.
En ambos casos, se busca una contraprestación y se consigue de forma más o menos próxima. En el peor de los casos, algunos gastos sirven para evitar ciertas penalizaciones (luego hay un beneficio, desde el inicio al final, como cuando pagamos un dinero para evitar que nos corten un servicio que hemos venido usando y que pretendemos continuar disfrutando). Así que la línea entre lo uno y lo otro es a veces fina y nuestra mente las confunde.
En bastantes de estas situaciones llamamos “gasto”, entonces, a cosas que siempre fueron una inversión realmente. Devaluamos el término de “inversión” a “gasto” también, cuando nos parece que no ha merecido la pena ese esfuerzo -forma parte de nuestro derecho al pataleo cuando algo no sale bien o como esperábamos, y modificamos el término casi como una forma de venganza- pero suelen ir demasiado parejos como para hacer una diferenciación inequívoca. Es decir, como conceptos a menudo están demasiado cerca. A la inversa, cuando vemos que nos hemos equivocado en una decisión, procuramos verle el lado positivo y así animarnos a que, quizá, aquello no tenga por qué ser un gasto, sino que puede ser una inversión.
[destacate]Este mal, el del egoísmo, nos rodea por todas partes pero nos hemos convencido de que no hay otra manera de vivir.[/destacate]En cualquier caso, aquí es donde me quiero llevar la reflexión bastante más lejos, porque la idea verdaderamente revolucionaria no es solo reconceptualizar en nuestra cabeza que muchas de las cosas que consideramos gastos son en realidad inversiones (que ya sería bastante), o reconocer que podemos engañarnos llamando inversión a lo que solo fue una mala decisión o capricho, gasto inútil en definitiva, sino que, más allá de estas dos ideas, existe otra muy superior a todos los niveles que se llama AUTOSACRIFICIO.
En nuestra vida cotidiana, cuando intentamos llevar la idea de gasto e inversión a otros planos que no sean el estrictamente económico, descubrimos en ello un elemento motivador que nos mueve a hacer cosas que, de no existir un beneficio a medio o largo plazo, no haríamos. Dicho de otra forma, nos animamos a ir adelante con una inversión porque nos convencemos de que no es simplemente un gasto. Y así nos motivamos a estudiar, a proseguir una meta, a mantenernos en ese trabajo que no nos gusta y otros escenarios varios.
Cuando estos mismos principios nos los hemos querido llevar al plano de las relaciones interpersonales, sin embargo, la cosa se ha complicado y con consecuencias terribles. Porque no podemos tratar con las personas como tratamos con las cosas. De todo esto se han venido derivando las relaciones y comportamientos tan a menudo utilitaristas, orientados para conseguir un fin en la vida interpersonal, llegando al punto de que relacionarse sin más sea considerado un gasto y que, como mucho, lo aceptemos como inversión, es decir, con un beneficio para nosotros que, aunque no lo veamos ahora, se hará más o menos patente en breve. Así sí lo aceptamos, pero eso está muy lejos de una relación sana.
¿Dónde quedó, me pregunto, la idea de darse realmente por otros? ¿Es posible que se nos haya pasado por alto algo tan esencial como esto, y que hayamos terminado confundiendo de manera tan ramplona personas y cosas?
Si nos detenemos un poco, nos daremos cuenta de que estas ideas de fondo que traigo hoy explican muchos de los comportamientos que observamos en medio de esta pandemia que vivimos:
y muchas otras en las que no puedo ni quiero detenerme, porque me agoto solo de pensarlo.
Este mal, el del egoísmo, nos rodea por todas partes pero hemos llegado a convencernos de que no existe otra manera de vivir. Nosotros mismos estamos, cada uno a su manera, inmersos en esa misma marea negra que nos tiene atrapados y que Zygmunt Bauman llama “maldad líquida”. La Biblia lo llama “pecado”, que suena mucho peor a nuestros oídos y por eso rechazamos el evangelio. Pero Jesús realmente sí mostraba un camino mucho más excelente, anclado en el autosacrificio encarnado en Él mismo y que llama a cada cristiano a imitar al Maestro si realmente hemos entendido de qué va esto.
Leer su famoso Sermón del Monte a partir del capítulo 5 de Mateo nos hace saltar los plomos porque el autosacrificio está por todas partes y es absolutamente contracultural. No lo entendemos. Nos resistimos. Significaría renunciar a nosotros y eso en nuestra mente es un gasto con cero probabilidades de ser considerado, ni siquiera, inversión. Sería una decisión de tontos para muchos hoy. De ahí que se desprecie el mensaje como se le despreció a Él.
Sin embargo, Jesús mismo sí entendió que su sacrificio era una inversión, que sufriría por un poco de tiempo un dolor extremo, abandonando su estatus como Dios para humillarse hasta lo sumo muriendo por muerte de cruz, siendo justo por los injustos. La gran diferencia es que, en su inversión, el beneficiario no era Él. Éramos tú y yo.
Eso es autosacrificio.
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