Todos desprendemos un perfume en nuestro caminar, dejamos una estela al pasar y sin duda los demás lo perciben.
Siempre se sentaba en la misma mesa en la terraza de aquella cafetería como cada tarde a la misma hora. Llegaba puntual y pedía su café, solo y bien negro. Solo como él y oscuro como sus tinieblas. Paladeaba su sabor escuchando la música que salía atenuada del interior del local. Disfrutaba de la calle bulliciosa a esa hora, cuando los niños salían corriendo de sus clases y las mamás les perseguían en su afán protector. Le fascinaba escuchar el canto de las pequeñas avecillas que se posaban traviesas en las ramas de los árboles que adornaban la acera. Podía percibir el silbido del viento entre las ramas que hacían danzar a las hojas bailarinas. Seguía con interés el ruido de los coches y era capaz de averiguar la marca del vehículo que circulaba a cada momento. Pero el rugido de las motos le gustaba aún más, siempre había soñado con tener una propia, colocarse el casco y volar a la velocidad de la luz. ¡Ay, la luz…!
Pero lo que más amaba era el momento en el que aparecía ella. Los tacones que llevaba anunciaban su llegada, pasos cortitos y sonoros. Eran música a sus oídos. Su voz cantarina le hacía bailar, pero lo disimulaba muy bien. Detenía hasta su respiración para escuchar su saludo vespertino y su pedido a la camarera. Se sentaba en la mesa de al lado y abría su libro, pasaba las páginas rápidamente, ávida por conocer el final de la historia. En el momento que ella aparecía el mundo se detenía para él, los ruidos desaparecían, ya no había niños, ni mamás gritonas, ni coches, ni aun motos por muchas cilindradas que tuvieran. Solo estaba ella, ella y su perfume. Ese olor dulce y embriagador que siempre la acompañaba. La reconocería en cualquier lugar del mundo. Así solamente olía ella. Ese perfume la definía, dulce e intensa, melosa y embriagadora. Se desvanecían otros olores al sentir su fragancia. Ya no le atrapaba el aroma del café, ni le importaba el olor del combustible quemado vomitado por los tubos de escape. Ni tan siquiera le molestaba el tufillo de las criaturillas hormonales que salían sudorosas de la academia de baile. Ella y la estela invisible que dejaba a su paso era todo lo que percibía, se zambullía y recreaba sin poder remediarlo. Tampoco quería hacerlo, eso le hacía feliz y podía volar y podía sentir. ¡Ay, sentir…!
En lo secreto de su corazón la amaba y ahí quedaría escondido su amor. Se conformaba con soñarla, con inventarla y dibujarla en su mente. Revivía cada atardecer al sentir su presencia, cuando su halo lo envolvía sentados tan cerca y tan lejos. Moría cuando ella pagaba su cuenta y marchaba con sus zapatitos cantores y esperaba ansioso el renacer del siguiente encuentro. Pero se llevaba guardado su perfume, nadie se lo podría robar. Cuando escuchaba que sus risas y su caminar se perdían en la distancia, él acariciaba a su perro y le daba orden de volver a casa. El lazarillo miraba a su dueño y como siempre le abriría el camino de vuelta.
Todos desprendemos un perfume en nuestro caminar, dejamos una estela al pasar y sin duda los demás lo perciben. Una buena pregunta sería: ¿Qué aroma desprendo yo? Sería interesante averiguarlo por si ese olor no es tan agradable como debiera. ¿Qué tal si decidimos perfumarnos de vida, de alegría, de verdad, de amor? Bueno, es una sugerencia.
“Amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro” (1 P. 1: 22).
“Todas vuestras cosas sean hechas con amor”. (1 Co. 16: 14).
Para este relato me he inspirado en dos bellísimas personas, Paco y Victoria. Paco es invidente y amigo de las motos. Victoria es “su perfume”. La parejita lleva muchísimos años casados y desprenden un aroma especial.
Mati Sanchiz Rodríguez
Nota: Os dejamos un enlace a “Nueva Luz”, una plataforma con la que podemos colaborar y que ofrece ayuda espiritual a ciegos y disminuidos visuales: http://nuevaluz.org/
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