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Un mar de calmas, olas y tsunamis

No se trata de estar en un pánico constante, ni en una sobrevigilancia obsesiva, pero sí de estar atentos, velar y seguir teniendo presente lo frágiles que somos.

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 11 DE JULIO DE 2020 12:00 h
Foto de [link]Ivana Cajina [/link] en Unsplash.

Compartía algunas consideraciones hace pocos días acerca de todo esto que estamos viviendo, intentando hacer balance en esta mitad del año y procurando sobre todo también un cierto “inventario” que nos ayude a tomar las mejores decisiones para hacer nuevo acopio de provisiones y reponer lo necesario para los tiempos que no se parezcan tanto a esta situación de relajo que ahora estamos viviendo. Evidentemente, no se trata de estar en un pánico constante, ni en una sobrevigilancia obsesiva, pero sí de estar atentos, velar y seguir teniendo presente lo frágiles que somos y cuán dependientes de Dios debemos estar en medio, no solo de esta crisis, sino de cualquier situación en nuestras vidas.



A veces resulta difícil encontrar el equilibrio en ese sentido, probablemente. Porque sabemos que cada día trae su propio afán y que recibimos cada día la porción de maná que necesitamos. Sin embargo, ese principio que aplica de forma tan clara a lo material (porque cuando hablo de “reponer la despensa” no me refiero a la compra en el supermercado, evidentemente), no aplica de la misma forma al considerar nuestro granero espiritual. Ahí es donde creo que haremos más que bien en hacer buena despensa, porque estaremos fortaleciéndonos para el día malo con toda la armadura que se nos ha proporcionado, velando y orando para no caer en tentación, alineándonos lo máximo posible con Dios frente a lo bueno y a lo malo que pueda venir por delante y, en definitiva, siendo responsables, porque eso también es ocuparse en la salvación recibida con temor y temblor.



Este tiempo de verano engaña y lo hace, como suele ser un “buen engaño”, sin que prácticamente nos demos cuenta. Sol, verano, playa y montaña son una verdadera bendición en este tiempo, más después del largo y oscuro invierno que hemos pasado, literal y metafóricamente. Sin embargo, creo que precisamente este tiempo liberador ha de servir también para, aprovechando que la mente puede irnos algo más ligera, reflexionar y pensar en lo vivido, lo que podemos esperar y en qué condiciones nos pilla. Los tiempos de calma, en definitiva, que tanto bien traen, no solo en términos de descanso y recuperar el aliento, por supuesto, sino como un espacio impagable para hacer ese balance del que hablábamos en otras reflexiones estos días.



En estos días exploraba la asociación entre “dificultades” y “mar”, que tantas y tantas veces seguramente hemos escuchado. En estos días, como imagen, es especialmente evocadora y podemos aprender muchas cosas de ello. El mar, como un enorme gigante de aguas misteriosas, solo claras a ratos y a poca profundidad, pero tremendamente oscuro, impenetrable y amenazante en cuanto uno se separa, en sus propias fuerzas, de la orilla. No de balde para los judíos en el tiempo de Jesús el mar encarnaba todos los misterios y la oscuridad que tanto nos aterran. De ahí que fuera doblemente simbólico y relevante que precisamente el Maestro les permitiera vivir momentos como aquel en que le vieron caminar sobre las aguas o calmar la tempestad. Ahí, como finalmente en la cruz, es donde se hacía plenamente patente quién gobernaba realmente y cuál era su verdadero poder frente al mal y las tinieblas.



Las personas somos seres de tierra, aunque hayamos querido conquistar todos los espacios, incluyendo el mar o el aire. Pero seguimos deseosos de que ese mar sea siempre de calma y el aire sin turbulencias. Eso, simplemente, no existe. Incluso cuando estamos frente a lo que consideramos un mar en calma lo que sucede alejado de nuestros ojos es una sucesión interminable de movimientos y corrientes, mareas y cambios que, si bien no vemos, no dejan de existir por ese hecho. 



Desde el sentido común, lo que nos dice la experiencia es que, incluso en la orilla, como pasa con nuestros hijos o con nosotros mismos en un agradable día de playa, hemos de estar con los pies bien apoyados y firmes para no terminar teniendo un susto cuando las olas nos embistan. Ni siquiera cuando nos enfrentamos a ellas como un juego son del todo de fiar. ¡Cuánto menos cuando no estamos en un plácido día de playa y no conocemos las dimensiones de la ola, que se manifiesta en su total fuerza y posibilidades cuando ya la tenemos encima! 



A la ola se la espera porque forma parte de la naturaleza del mar. Solo un tonto pensaría en un mar sin olas. Y porque la naturaleza del mar es esa, además de considerarla se la observa de lejos, en cuanto empieza a apuntar, para poder tener verdadero margen de maniobra cuando se acerque peligrosamente. Prepararse no significa que evitaremos la ola, porque es evidente que nadie puede hacer eso. Pero considéralo de esta forma: si tienes alguna posibilidad de salir victorioso frente a ella, eso suele pasar por el hecho de prepararte y hacer lo que se te ponga al alcance para superarla. 



A esto precisamente me refería antes al apuntar hacia el asunto del granero. ¡Cuántas veces el mal o el sufrimiento nos pillan por sorpresa y no sabemos cómo reaccionar! ¡Cuántas veces en esos momentos de olas y tsunamis lo que hacemos es despotricar de Dios, porque no entendemos nada! Quizá no aprovechamos los tiempos de cierta calma -donde se estaba preparando la nueva ola, por cierto- para renovar nuestro conocimiento de Dios y de su carácter, de su fidelidad y constancia incluso cuando pensamos que ha desaparecido y nos ha dejado solos en la barca. Y por eso, cuando llega la ola, puede destrozarnos, no solo por lo que ella trae de por sí, que ya es bastante, sino porque en ese momento de embestida, cuando más agarrados al salvavidas deberíamos estar, lo dejamos ir y nos soltamos, porque seguimos abrazados a la idea de que para ser un buen salvavidas debería habernos ahorrado la ola. 



Un planteamiento como este último es una completa insensatez y una negación absoluta de cómo funcionan las cosas. Calmas, olas y tsunamis se suceden en nuestras vidas sin que podamos realmente hacer nada por evitarlas, que es lo que nos gustaría, aunque en el Señor podemos hacer todo por prepararnos para su llegada. 



En ocasiones podrá parecer que nos ahogamos, sin duda. Así lo ha vivido mucha gente en medio de lo que llevamos de pandemia. Otros, sin embargo, sabemos que solo hemos tenido que enfrentar alguna pequeña ola, nada parecido a los tsunamis que algunas familias están enfrentando. Y haremos bien, siguiendo con la metáfora, en recordarnos que la lógica del mar es una lógica de réplicas constantes, en la que cada ola es diferente en duración, frecuencia e intensidad, pero que ninguno de esos parámetros nos libera de la realidad aplastante de que alguna de ellas puede hacernos mucho daño.



Librarnos de una primera ola no nos hace inmunes a la acción del mar. Sigue siendo peligroso, inmenso para nuestras fuerzas y capacidades, pero insignificante, recuerda, para Quien ya demostró que ni las olas del mar, ni las oscuridades de la muerte podían retenerle. Prepararse significa acercarse y agarrarse fuerte a esa fuente de poder que es Cristo, a la Roca inconmovible que da sólido cimiento para que tu casa y la mía no se caigan cuando llegue el día malo. 


 

 


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