Porque sé y me recuerdo que Dios es amor y lo muestra hacia mí y hacia el mundo al que quiere reconciliar consigo, es que confío en lo que aún no puedo ver y tengo la certeza de que veremos bendición en medio de todo esto.
Acostumbrados como estamos en los países mejor posicionados económicamente a que se nos haga la pregunta de si realmente necesitamos, no solo todo lo que deseamos, sino todo lo que tenemos, hoy me planteo darle la vuelta al ejercicio y llevarlo un poco más allá. Porque una de las tesis que me ronda la cabeza desde que empezó toda esta crisis por coronavirus es que con esto que vivimos no estamos encontrándonos tanto lo que queríamos, pero sí una buena dosis de lo que necesitábamos y es Dios mismo quien está detrás de esto.
Ya en el artículo Lo que odiamos (y quizá amaremos) de toda esta crisis, mencionaba con mucha cautela que es una tesis que, de no manejarse con la sensibilidad apropiada, puede ser tremendamente malentendida, como una especie de incomprensión hacia el dolor de tantos que están sufriendo de forma tan directa y descarnada la pérdida de salud, familiares, amigos, trabajo o las mínimas condiciones de estabilidad para una vida digna. Nada más lejos de mi intención. Más bien al contrario, mi solidaridad para con todos ellos. Pero no dejo de observar, también en mi propia vida, que esta crisis en la que aún estamos ha venido a traernos orden en áreas que estaban claramente desequilibradas. Pero esos cambios no suelen gustarnos demasiado y la razón es sencilla: no eran lo que queríamos. Nos suele gustar el resultado a medio y a largo plazo de las limpiezas a fondo, pero a nadie le gusta embarrarse y remangarse para trabajar en esa labor. Destino, sí; recorrido, no.
Es a raíz de este pensamiento que meditaba en la paradoja de que, no solo los humanos con cierto nivel de bienestar somos expertos en crear necesidades que nada tienen que ver con la realidad (es simplemente que corresponden con cosas que deseamos), sino que además no solemos querer lo que realmente necesitaríamos. Y lo sorprendente de todo a efectos prácticos es que, muchas veces, ni siquiera lo sabemos. Más bien estamos empezando a aprenderlo, sospecho y, de nuevo, ha de ser en medio de una situación compleja, de sufrimiento e incertidumbre como la que estamos viviendo. Así somos las personas.
Cuando miro a mi vida unas semanas antes de que empezara la pandemia, veo muchas cosas que ahora sé que debían recolocarse. Eso justamente es lo que parece haber venido a hacer esta crisis con la autorización de Dios detrás, tal y como lo veo claramente, aunque me cueste humanamente entrever qué propósito tienen ciertas pérdidas. Ahí es donde la fe entra absolutamente en acción. Porque sé y me recuerdo que Dios es amor y lo muestra hacia mí y hacia el mundo al que quiere reconciliar consigo, es que confío en lo que aún no puedo ver y tengo la certeza de que veremos bendición en medio de todo esto. Reconozco que puedo empezar a verla tímidamente, no solo en mi vida o en la de mi familia, sino en la de muchos otros a quienes acompaño. Es cierto que el envoltorio nos resulta feo, desagradable, que nos pone al límite de nuestras fuerzas. Pero tenemos la oportunidad de ver y abordar esto como un proceso beneficioso en medio de lo trágico que también es a la vez.
Nuestra vida está siendo centrifugada por medio de todo esto alrededor nuestro. Esto nos ha obligado a parar, ha alterado nuestros planes, nos ha obligado a desatascar procesos, a acelerar otros, ha visibilizado problemas que debíamos abordar, nos ha obligado a pensar más en los temas importantes de la vida y también de la eternidad, nos está ayudando a reinventar y emprender de una forma diferente y enriquecedora, aunque sea con desgaste e incertidumbre. Nuestras prioridades están siendo reorganizadas, esperamos que a mejor, a un mayor equilibrio que coloque en los cimientos de nuestra vida realmente todo lo importante, dejando más de lado lo que es más superficial o innecesario. Y justo ahí es donde volvemos a la pregunta de origen: ¿queremos lo que necesitamos? La respuesta es que muchas veces no, porque todo esto no ha venido sin pérdidas. Lo que necesitamos, muy a menudo, requiere un precio a pagar.
El coste personal, familiar y social está siendo muy elevado. Tanto, que nos parece que no habrá retorno en el sentido de recuperación. Siempre tenemos esa convicción, que es más que solo una sensación, cuando atravesamos duelos. Nos decimos que nada volverá a ser normal. Hoy ya sabemos lo que significa una nueva normalidad que, por cierto, es mucho mejor que la normalidad a la que se enfrenta cada día buena parte del mundo. Aún así, a cada persona le está tocando atravesar por varias pérdidas de diferentes tipos, unas más complejas y dolorosas que otras. Algunos de ellas, como las que tienen que ver con la muerte, vienen con una irreversibilidad, contundencia y seguridad sangrantes, no se pueden negar y resquebrajan el alma. Otros, como la pérdida de la salud, del empleo o de la estabilidad familiar vienen, por el contrario, con altas dosis de inseguridad, lo cual a nivel de salud física y mental tiene costes altísimos, porque es donde la incertidumbre y la indefensión, materia prima de la ansiedad y la depresión, se ceban y se asientan.
¿Tenemos alternativa a lo que parece, entonces, un callejón sin salida, uno de esos recorridos imposibles en los que, da igual por dónde vayas, la partida siempre termina en game over? Dios siempre ha sido experto en darnos lo que necesitábamos, aunque no coincidiera con lo que queríamos. El problema es que no vemos como necesario lo que Él sabe que es imprescindible para que nos vaya bien. Ni siquiera siendo parte de su familia, la de la fe, somos demasiado conscientes de que esa es la forma en la que Él nos trata, precisamente por amor: no siempre nos da lo que queremos, sino lo que necesitamos, como hacemos con nuestros propios hijos. Así, dudamos de Dios constantemente, no nos fiamos de su buena voluntad, buena, agradable y perfecta para todos nosotros, porque a nosotros no nos lo parece en este momento. De ahí que rápidamente tendemos a desprestigiar los otros dos calificativos, buena y perfecta, extendiéndolos a Dios de manera personal, diciendo “Si Dios no nos trae una voluntad agradable, entonces no puede ser bueno y mucho menos perfecto”.
Este razonamiento en nuestra mente es rápido y sutil. No es que nos hayamos sentado en un rincón a urdir esta conclusión de manera intencional. De hecho, no solemos sentarnos en ningún rincón para pensar sobre gran cosa. Vamos más bien salvando los muebles en el día a día, no trabajando en nuestro granero pensando en cuando las cosas vuelvan a torcerse, que pasará, desgraciadamente. Si no es por esta crisis será por otra, pero nuestra fragilidad es un hecho y lo estamos comprobando más que nunca y de forma global. Pero esta forma de pensar está bien arraigada en lo profundo de nuestra mente y es como un resorte que se dispara en el ser humano, tanto si cree en Dios como si no. En el primer caso la persona quizá dice “Dios no es como yo pensaba, así que si Dios permite estas cosas, no me interesa”. En el segundo, lo que dice es “¿Dónde está Él en todo esto y por qué no hace lo que yo creo que habría que hacer?” Hay mucho en común en esas dos preguntas, a pesar de partir de un origen tan distinto.
Las personas necesitamos a Dios, pero no es lo que queremos. Muchos, efectivamente, ni siquiera saben cuánto le necesitan, pero también una buena cantidad de ellos, aunque lo supieran, escogerían cualquier otra opción, porque realmente no escogerían amarle. No lo harían ni siquiera aunque se entregara del todo por ellos, como por cierto ya sucedió en una cruz hace más de dos mil años a través de Dios encarnado, Jesús, justo muerto por los injustos. Como explican los primeros versículos del Evangelio de Juan, la luz del mundo vino a este mundo, pero el mundo no la conoció. Venía con una misión de rescate, pero los suyos no le recibieron, porque prefirieron las tinieblas a la luz. Todo el mundo necesita la luz, pero la decisión de mantenerse en oscuridad sigue siendo una de las más extendidas entonces y ahora. Somos así y es evidente cuando miramos alrededor. Esa es la verdadera naturaleza humana y su profunda tragedia. Esa es justamente la que necesita ser cambiada. Pero en el mejor de los casos no lo sabemos y, en el peor, no queremos ese cambio porque no satisface nuestros deseos aquí y ahora, porque quizá implicaría una limpieza de fondo. Porque la luz y la oscuridad, como el agua y el aceite, no pueden juntarse haciéndose uno y limpiar no es una tarea grata para muchos de nosotros. Preferiríamos que nuestros deseos y necesidades fueran lo mismo y pudieran convivir en plena armonía, pero no es así.
Así que la pregunta del principio nos lleva a otra: ¿será que Dios nos ha abandonado, como pensamos y por eso le rechazamos? ¿O será que, quizá, nosotros hemos abandonado a Dios hace mucho tiempo porque no sigue nuestros deseos, pero Él persiste en perseguirnos por el amor que nos tiene, dándonos lo que necesitamos?
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