Desde este espacio nos colocaremos en modo observador para ver pasar las más bellas imágenes, para construirlas, deconstruirlas, admirarlas y si es posible imitarlas.
¡Inauguramos blog! Dicen los sabios de la etimología que caleidoscopio proviene de la unión de tres palabras griegas, kalós (bella), éidos (imagen) y scopéo (observar). Un caleidoscopio es un tubo que, por medio de una sencilla estructura interna de espejos, cristales y trocitos de cristales de colores, permite recrear infinidad de figuras geométricas llenas de luz y color. A medida que enfocas hacia la luz y vas girando el caleidoscopio, las figuras van cambiando, adoptando múltiples formas e increíbles diseños. Desde este espacio nos colocaremos en modo observador para ver pasar las más bellas imágenes, para construirlas, deconstruirlas, admirarlas y si es posible imitarlas. Así, con el permiso de mi amada, dedicaremos este primer artículo a un hombre increíble, inteligente, trabajador, luchador, divertido, un poco loco y un ejemplo en todo, también en el amor a Dios. Hablo de mi padre, Hermenegildo Gálvez Mariscal… alias “Mere”.
Poco antes de declararse el estado de alarma, por aquellas cosas de la casualidad, si es que existe, un día vinieron mis primos Mari Gálvez y Alfonso Cruz a visitar a mis padres. Allí estábamos también nosotros esperándoles. Las conversaciones, a veces solapadas unas con otras, se sucedieron ininterrumpidamente, los recuerdos, las alegrías, el “ponernos al día”, todo iba y venía en todas direcciones. Una de esas conversaciones motivaría a mi primo Alfonso a escribir este pequeño relato que ya ha hecho llorar a mis padres y a nosotros. ¡Gracias Alfonso!
Casi sin notarlo apenas… algo así como un leve sonido melódico que llega imperceptible desde la distancia. Una luz armoniosa tras la lluvia, en un día soleado, elegido por el tiempo para detenerse en una siesta sin final.
Justo así, nos abordan las personas que -sin saber porqué-, acaban instalándose en nuestra vida como ángeles de la guarda, para acompañarnos eternamente, tan solo porque un día nos sonrieron. Y en ese instante se convirtieron en cómplices de nuestra existencia para siempre.
De niño lo veía trabajar en la cristalería, cortando vidrios con una habilidad tal, que me hacía dudar sobre si aquel hombre ejercía su oficio o era un mago, un prestidigitador que sintiéndose observado por las miradas absortas de los niños a través del inmenso ventanal, desplegaba su magia con el único y secreto fin de asombrarlos.
Manejaba las grandes hojas de cristal como si en realidad fueran de papel. No mostraba el mínimo miedo a herirse con ellas. Trazaba unas líneas y con la ayuda de una regla y una herramienta diminuta que deslizaba perfectamente sobre la línea marcada anteriormente, sentenciaba su obra. Después introducía su herramienta bajo la línea rayada por el diamante y se oía un crujido justo antes de dividir en dos partes la luna de vidrio.
Todo ello lo iba realizando rodeado de amigos y clientes, situados alrededor de una gran mesa cuadrada forrada con un paño suave y sin perder en ningún momento el hilo de las interminables conversaciones. Los temas más variopintos se debatían en aquel templo de la ilusión: negocios imposibles que a él se le antojaban fáciles, quinielas sobre la liga de futbol, política, etc. Las voces se elevaban y la atmósfera cálida del taller aumentaba.
[photo_footer]EL TALLER- De derecha a izquierda- Mere, su hermano Miguel y el suegro de ambos, José. (Terrassa, abril de 1971).[/photo_footer]
Aunque para ser fiel a la verdad he de reconocer que la Metafísica se imponía al final del día. Cuando la tarde se teñía de rosa y el crepúsculo calmaba la sed de confrontar las ideas, quizá por agotamiento, la reflexión sobre el origen y la trascendencia del ser humano y su paso por la vida y la esperanza en el más allá, daba fin a la jornada laboral.
Las veces que tuve la suerte de formar parte de ese cónclave, era preguntado como si mi opinión también contara a pesar de ser un niño. Me invitaban a ese banquete dialéctico y yo era feliz cuando eso sucedía.
Transcurrieron los años y la sombra alargada del tiempo mordió mi alma. El Arte compró mi piel a precio de saldo, haciéndome incondicionalmente suyo.
Regresé al taller un día, en esa esquina que parecía el centro del universo, en ese chaflán del barrio donde todo podía suceder. Le expliqué a Hermenegildo Gálvez que necesitaba una cubeta de cristal transparente con la base de espejo, del tamaño suficiente para situar en su interior una silla de enea, pintada de blanco y atravesada por una barra de acero. Añadí: “quiero llenarla de agua para poder introducir carpas rojas que naden entre las patas de la silla, reflejándose al hacerlo en el espejo… será una obra artística que formará parte de una exposición llamada -La Casa Tomada-”.
Él movió la cabeza de un lado a otro mientras mostraba una amplia sonrisa que iluminó la mañana. Dejó sus encargos a un lado y empezó a trabajar en esa idea… nunca me cobró por ello.
Hace unos días, en una mañana soleada de invierno en Salou recordando este hecho singular para mí, su hijo Benjamín, afirmó que esa actitud de su padre no era un caso aislado, ni fortuito, sino que durante mucho tiempo se convirtió en un ritual altruista por su parte.
Infinidad de niños pasaron por la cristalería pidiéndole materiales para confeccionar caleidoscopios.
[photo_footer]Imagen de las vistas interiores de un caleidoscopio. Fotografía de Alfonso Cruz.[/photo_footer]
Mere -como todos le llaman- tan solo les pedía a cambio que le trajeran un tubo donde montar en su interior el mecanismo. A partir de ahí cortaba las tres tiras alargadas de espejo y machacaba los cristales de colores: el rojo selenio, el oro rubí, el vidrio opalino, el ahumado, el vidrio de cobalto, los verdes tradicionales, los amarillos…conjugando así las mil formas que cada uno de los niños observarían después, cuando dirigían hacia la luz sus caleidoscopios mientras los iban girando. Tampoco cobró ninguno de esos trabajos… de esas horas empleadas.
Quizá la explicación a esa actitud desinteresada y amable con los niños radique en lo más profundo e íntimo de su historia personal. Hermenegildo, el menor de seis hermanos, nunca conoció a su padre, pues lo mataron en la guerra cuando él tenía pocos días de vida. Es muy posible que en su infancia jamás tuviera un juguete.
Alfonso Cruz. Febrero 2020.
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