¿La crisis de un sistema moral consiste en el hecho de que sus principios o mandamientos sean violados?
La moral cristiana es la moral del seguimiento de Jesús de Nazaret. Es la moral de quienes han descubierto el reino de Dios en su persona por la fe, experimentando la gracia del perdón y del amor.
Juan. 8: 31. 36 – “Dijo entonces Jesús a los discípulos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres… si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres”.
Dios creó los pájaros, las religiones crearon las jaulas que están hechas de palabras. Tienen el nombre de dogmas. Estos son las jaulas de las palabras que intentan aprisionar al pájaro. La historia del cristianismo está llena de jaulas. Los pájaros muertos son, en realidad, aquellos que sólo aspiran a la libertad dentro de la jaula.[1] El vuelo del águila les fue robado.
El cristianismo no es una moral. Es una experiencia de fe en Jesús el Cristo y de la salvación que en él ha tenido lugar. Pero el cristianismo, no obstante, implica una moral. Esta es distinta de la fe cristiana, pero no es separable de ella. La distinción es legítima a nivel teórico, para no reducir la experiencia de la fe a un simple conjunto de principios, mandamientos y normas.
Ahora bien, ¿la crisis de un sistema moral consiste en el hecho de que sus principios o mandamientos sean violados? ¿O la crisis de un sistema moral consiste en que sus valores, normas y leyes sean contestados y sometidos a un juicio crítico? Porque, claro, puede muy bien suceder que el sistema moral en el que ha sido encerrada la experiencia cristiana, en determinados momentos esté falsificando esa misma experiencia y no sea operativo para construir valores cristianos. Y, en ese caso, lo que habría que poner en crisis no es tanto, ni sólo, la indiscutible dureza de corazón del pueblo, sino la validez del sistema.
En contra de lo que pudiera parecer, no resulta en absoluto descabellado pensar así. Porque, en muchas ocasiones, bajo “una moral de bayoneta” las personas han encontrado condenación allí donde buscaban comprensión y perdón y han terminado replegándose y guardando la intimidad de su conciencia para evitar males mayores. No es fácil practicar la pastoral llegando a la conciencia del pueblo. Son necesarias muchas horas de silencio y diálogo, de cercanía y de comprensión, de humildad y de respeto, de acompañamiento y de fraternidad.[2] Y, al final, se da uno cuenta de que todo el bien cosechado es el resultado de un evangelio de libertad/misericordia más que de ley/moralista. Por eso, cuando se constata el cúmulo de sufrimientos inútiles que ha engendrado una moral cristiana errónea, se comprenden muchas de las protestas.
Vistas así las cosas, no es sólo el pueblo cristiano quien debería someterse a crítica, sino el sistema moral que se ha introyectado en la conciencia popular el que debe ser confrontado con el evangelio de Jesús de Nazaret, para ver si recoge fielmente o no la experiencia cristiana. Y para eso es preciso formularse una pregunta: ¿Cuáles son, con frecuencia, los rasgos distintivos de la moral popular que pasa por ser expresión del evangelio liberador de Jesús de Nazaret?
Es un hecho que el discurso cristiano se ha elaborado mucho más en torno al sufrimiento que a la alegría. Resulta mucho más fácil hablar del dolor que de la felicidad, del llanto que de la risa, de la muerte que de la vida. La pregunta es ¿Por qué? Por qué tantas veces parece el cristianismo la negación de la vida más que una experiencia transformadora radical.[3] Tal vez porque el Dios que surge de un sistema moral represor está muy lejos de los seres humanos y rivaliza con ellos, de tal modo que lo que más dichosos nos hace a nosotros, parece ser lo que más le desagrada a él.
Cuando Jesús, en las bodas de Caná, convirtió el agua en vino mostró la primera de las muchas señales que revelaban su identidad. Pero, más allá de este mensaje, una de las cosas que más llama la atención de este episodio es que convirtió unos seiscientos litros de agua, que estaban destinados a la purificación ritual de los judíos, en el mejor vino que allí se podía beber. O sea, lo que Jesús de Nazaret hizo de verdad fue transformar la obligación religiosa en el gozo y la alegría necesarios en aquel momento.[4] Sustituyó el agua de la religión por el vino para la fiesta. Pero hay que saber que la alegría y la felicidad no se imponen por mandato, ni se enseñan como doctrina, como sucede con la moral rigorista. La felicidad y la alegría se contagian, es decir, la persona que disfruta de la vida, que es feliz y encarna la alegría es capaz de hacer felices a quienes la rodean y conviven con ella.
El evangelio de Jesús habla de culpa y de pecado, claro está, pero también habla de sus correlatos, la libertad y el perdón. Allí donde el reino del ser humano estaba atravesado por el pecado y sus consecuencias, el reino de Dios ha venido como gracia, perdón y restauración. El problema de la moral culpabilizante va por otro camino.[5] La moral culpabilizante consiste en presentar la experiencia cristiana como una denuncia ensordecedora de pecados más que como un anuncio de salvación y de perdón. No estamos, pues, ante una moral transformadora de la vida, sino tan sólo ante una opción de la existencia tiránica y represora: “…Os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques en conformidad a mandamientos y doctrinas de hombres…” (Col. 2:20-22).
Este modo de entender la moral va encerrando la vida en un ambiente obsesivo que ve el pecado en todas partes y agudiza cada vez más los sistemas legalistas de control. En la raíz de muchas psicopatías hay con frecuencia un trauma de tipo religioso culpable, que se ha ido haciendo presente de un modo mucho más fuerte que la misma experiencia de perdón y restauración que brotan del propio evangelio.
El reino de Dios no apela a la justicia condenatoria del pecador, con el fin de hacerle recordar la irreversibilidad de su culpa de modo torturante y patológico. Todo lo contrario. El reino de Dios pone de manifiesto la misericordia y el perdón como pide el amor que es el movimiento dinamizador de toda iniciativa divina. Jesús de Nazaret no ha venido a condenar, sino a salvar (Jn. 3:17).[6] Y esta es la práctica de Jesús con todos los excluidos que poseían una conciencia brutal de pecado porque el sistema moral se lo señalaba continuamente: con el paralítico al que le dice: “Animo, hijo, tus pecados te son perdonados” (Mt. 9:2); con la mujer pecadora: “Tus pecados te son perdonados (Lc. 7:48); con la mujer adúltera a la que la ley mosáica mandaba apedrear: “Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más” (Jn. 8:11). La libertad de la culpa con el ofrecimiento del perdón, es la expresión suprema de la gratuidad del reino de Dios presente en la persona de Jesús.
La vida de Jesús recibe todo su sentido del reino de Dios que anuncia y encarna. Mr. 1:15 – “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos y creed en el evangelio”. Esta irrupción es capaz de generar una experiencia nueva de filiación con respecto a Dios y de fraternidad con respecto a los seres humanos. Pero trasciende la mera interioridad expresándose en unas relaciones históricas nuevas y distintas. Jesús lo anuncia y lo practica como don gratuito que salva y libera en un contexto de división y de opresión. Los milagros y el perdón de los pecados son los grandes signos de la presencia del reino de Dios que irrumpe en la historia como oferta incondicionada.
Pues bien, desde la perspectiva del servicio al reino de Dios, Jesús de Nazaret aparece como el hombre plenamente libre y modelo de libertad. Pero esa libertad cobra pleno sentido en el contexto de su praxis mesiánica. Jesús es el hombre libre para el servicio del reino de Dios; libre para soportar la oposición; libre frente a los lazos familiares (Lc. 2:49); libre frente a las instituciones políticas y religiosas; libre frente a la ley, para devolverle su espíritu original y ponerla al servicio del reino y de la vida (Mt. 5:17-48) Es, en definitiva, una libertad para entregar la propia vida: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita sino que yo de mí mismo la pongo...” Este mandamiento recibí de mi Padre” (Jn. 10:17-18).
Por tanto, la moral cristiana es la moral del seguimiento de Jesús de Nazaret. Es la moral de quienes han descubierto el reino de Dios en su persona por la fe, experimentando la gracia del perdón y del amor. Desde estos presupuestos cobran valor las renuncias que lleva consigo el compromiso de andar con el Maestro: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Lc. 9:23-24). No se trata de un freno a la libertad cristiana, sino del camino de liberación auténtico. No constituye un no a la vida, sino una opción decidida por el itinerario que permite la plenitud de la existencia.
Gálatas 5:1- 13 – “Estad, pues, firmes en la libertad con la que Cristo nos hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud… Porque vosotros, hermanos, a libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne, sino servíos por amor los unos a los otros”.
Notas
[1] Alves R. Dogmatismo y Tolerancia. Mensajero. 2007. 9.
[2] Martínez Díez F. Caminos de Liberación y Vida. DDB. 1989. 8, 9, 11.
[3] Castillo J. M. Espiritualidad para insatisfechos. Trotta. 2007. 59-60.
[4] Ibid 73.
[5] Martínez Díez F. Op. Cit. 22-23
[6] Ibid 88.
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