Para acercarse a Dios ha de creerse que Él existe, y la fe tiene que ver muchas veces con ese primer paso de aproximación a la realidad que se está buscando.
Si hace unos días hablábamos de cómo nuestra espiritualidad como seres humanos queda también alcanzada por la pandemia, sea para bien o para mal, para acercarse a Dios o para rebelarse aún más contra Él, algo parecido pasa también con la oración. Es, como veremos, un asunto como para detenerse y ponerle un extra de cuidado, porque este virus parece contaminarlo todo.
La reflexión que hago hoy aplica, principalmente de forma obvia, a quienes tenemos la oración entre nuestros hábitos de vida. Pero también a quienes se están empezando a acercar a ella, aunque solo sea por si acaso. Ese es uno de los cambios que se está produciendo en la espiritualidad de las personas (aunque me temo que no en tantas) y no es un cambio menor. Como nos recuerda Hebreos 11:6, para acercarse a Dios ha de creerse que Él existe, y la fe tiene que ver muchas veces con ese primer paso de aproximación a la realidad que se está buscando. Sin fe, aunque sea en estado puramente rudimentario, es imposible agradarle, pero Él recompensa a quienes le buscan y es promesa que Él no se esconde de quienes le buscan de corazón.
A veces nos resulta fácil criticar a quien se aproxima a Dios solo porque algo le aprieta lo suficiente. En realidad, así es como las personas se acercaban al Maestro mientras estaba entre nosotros. Tenían una dolencia, una urgencia, una enfermedad... y creyendo y acercándose, eran sanados. El Señor no les pedía más que fe. Su urgencia era legítima, pero en su acercamiento había adoración, gratitud por adelantado y una petición sincera desde el reconocimiento de su debilidad. En muchas de aquellas personas el contenido de Hebreos 11:6 era más que palpable: acercamiento a quien daban por hecho y con convicción que tenía poder para sanar y siendo galardonados por aquel paso audaz de acercarse a Jesús. No le pedían de una forma manipulativa, como a veces hacemos nosotros, para luego seguir su camino sin más, sino que se le entregaban sin reservas. Algo que aún podemos hacer nosotros hoy, pero que no solemos hacer mientras la necesidad que sentimos no se nos hace acuciante.
C.S. Lewis decía en su libro El problema del dolor que “Dios susurra y habla a la conciencia a través del placer, pero le grita mediante el dolor: el dolor es su megáfono para despertar a un mundo adormecido.” Creo sinceramente que esto es lo que está sucediendo en una cierta medida, pero sospecho que no hemos sido zarandeados suficientemente aún en este primer mundo nuestro, como para que nuestra conciencia despierte del letargo. Veo, si me apuran, esos movimientos en personas concretas por situaciones específicas, pero no como un fenómeno colectivo, ni mucho menos universal o tan contagioso como el virus que enfrentamos. Aún nos sentimos demasiado fuertes, permanecemos a la espera de que esto pase pronto y confiando en que no haga falta echar mano de nada más y mucho menos de nadie más que salga a nuestro rescate. De nuevo, “tiramos” de Dios solo si hace falta. La gran pregunta es: ¿y cuándo no hace falta?
Así, desde una conciencia más o menos cauterizada, o más o menos despierta, según se dé el caso, nuestras oraciones son también el reflejo de lo que vivimos y cómo lo vivimos. Ni cristianos, ni no cristianos nos libramos de que la oración quede tocada por este virus y lo que ha traído. Lo notamos especialmente por la carga específicamente relacionada con peticiones que ponemos en nuestras oraciones. A poco que nos descuidamos, apenas hemos “saludado” al Señor cuando ya le estamos sacando nuestra lista de ruegos y urgencias. Y no es que esté mal pedirle, claro, siendo que esto es la consecuencia directa de ser tan frágiles y dependientes. Es una cuestión de orden y peso específico, más que cualquier otra cosa.
La oración, recordemos, no nos pone en contacto con el Creador para hacerle funcionar casi como si fuera un “genio de la lámpara maravillosa”, sino que nos coloca en nuestro verdadero lugar cuando la abordamos correctamente. Nosotros estamos abajo, Él está arriba y esa disposición, lo primero que debe producirnos es un profundo asombro al darnos cuenta de que se nos permite acercarnos a pesar de nuestra condición. Eso sí, no de cualquier forma. Los oídos de Dios están cerrados a ciertos tipos de oración. Son cuestiones a tener en cuenta, más aún cuando ni siquiera a veces tenemos relación asidua y próxima con Él. El virus y sus consecuencias, o cualquier otra crisis en nuestras vidas que implique dolor, nos tienen con frecuencia tan absorbidos que perdemos de vista la maravilla que significa esa comunicación posible y a nuestro alcance. Y convertimos a Dios en una máquina expendedora.
Sin ese asombro de lo que implica orar es que se produce fácilmente la plegaria como manipulación, como un ejercicio que puede resultar incluso, a veces, una pura desfachatez. Damos por hecho demasiadas veces que Dios “tiene” que escucharnos, cuando en realidad lo tiene a bien si nos acercamos en la actitud correcta y a través de los méritos de Jesús, a quien el Padre ve con complacencia. No se trata de protocolos, claro está. Las personas que alcanzaron a Jesús en los caminos y las ciudades, entre las multitudes que se le agolpaban alrededor, no lo hacían desde reverencias vacías. Lo hacían desde la convicción de estar ante un privilegio no merecido. Y ese reconocimiento era galardonado por el Maestro, que mira el corazón que le adora en espíritu y verdad.
La adoración es la actitud que ha de envolver nuestras oraciones. Lo hace en el reconocimiento, en la petición de perdón, en la gratitud y también en la exposición de nuestras necesidades y peticiones. Es el contexto en el que todas ellas tienen sentido. Así que nos acercamos reconociendo nuestra incapacidad, sabiendo además que no somos dignos y que hay tanto por lo que pedir perdón, no dando por hecho que Dios tiene que escucharnos y hacer lo que le pedimos, profundamente agradecidos, no solo por tener esa vía de comunicación abierta con Él, sino por cada gran y pequeña cosa que disfrutamos.
La gratitud es uno de nuestros grandes asuntos pendientes en medio de esta crisis. Porque si bien tendemos a “dar gracias por todo en general” en el mejor de los casos -a veces, ni eso-, nos resulta a menudo complejo “dar gracias por cada cosa”. Si no lo has hecho nunca, te animo a hacer el ejercicio y serás rápidamente consciente de que damos demasiado por supuesto. En este tiempo complejo, cada brizna de aire fresco, cada latido de corazón, cada momento de vida, cada rayo de esperanza, cada minuto de “normalidad” son asuntos mayores. Agradecemos las cosas, pero demasiado rápido y de puntillas. Y eso no solo no responde a la realidad de las riquezas que recibimos de Dios en cada momento, sino que nos deja en una situación persistente y crónica de insatisfacción, desazón y falta de gozo que no desaparece con nada.
No puede vivirse el gozo desde una vida poco agradecida. Quien no agradece lo que tiene es porque cree que merece más. Como siente que no tiene suficiente, entonces no se siente impelido a agradecer. Más bien sigue pensando que se le debe algo. A Dios casi parecen decirle “no te voy a agradecer nada hasta que no me des lo que pido”. Cuando somos verdaderamente agradecidos, por otro lado, descubrimos que somos unos verdaderos privilegiados y eso nos lleva a estar contentos con lo que tenemos. Nos damos cuenta de que las misericordias de Dios son nuevas para con nosotros cada mañana. Si hemos aceptado agradecidos el sacrificio de Cristo, descubrimos que Él nos ve a través de Él y que nuestra vida está escondida en Jesús, para no ser nunca más tratados como extranjeros, sino como hijos del Rey.
En la oración, entonces, todo es cuestión de actitud y de preguntas:
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