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Entre el dolor y el amor

¿Qué hacemos cuando la vulnerabilidad nos da una bofetada, se adueña de nuestras entrañas y nos fuerza a reconocernos insuficientes, desnudos y desarmados?

EN EL CAMINO AUTOR 943/Eduardo_Delas 18 DE ABRIL DE 2020 19:00 h
Imagen de [link]Giulia Bertelli[/link] en Unsplash.

“Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?



“Padre, en tus manos entrego mi Espíritu”



Rom. 8:35 - ¿Quién nos separará del amor de Cristo? 



Mediodía del 21 de octubre de 2018. Nuestra hija Eva entra en el paritorio. Tras varios días de esfuerzo y dolor, nacen sus dos preciosas hijas. Como bebés prematuras la prudencia aconseja que permanezcan en la incubadora. La alegría del milagro de la vida nos llena de alegría y abrazos. Mientras la madre sigue cansada, agotada y sin fuerzas para reaccionar, la felicidad desborda a la familia. Damos gracias a Dios por el regalo. 



Transcurridas unas horas, las constantes vitales de Eva sufren una alteración. Su corazón acusa la fatiga de manera anormal. Ingresa en reanimación con pronóstico grave e incierto. De pronto y de manera inesperada, todo cambia. La fragilidad de la vida hace su aparición y el dolor se apodera de las emociones barriendo de un manotazo lo que antes parecía tan estable ¿Pero esto qué es? ¿Cómo es posible que suceda una cosa así? Como afirmaba C.S. Lewis: ¿Por qué Dios nos parece tan cercano en los momentos de felicidad y parece estar ausente y silencioso en tiempos de prueba y dolor? 



Hablar del sufrimiento es entrar en un terreno en el que siempre existen más preguntas que respuestas. Lo que sucede es que, cuando pasamos por ese valle de sombra y a veces de muerte, tenemos la tendencia de construirnos un discurso espiritual estándar que tenga valor y respuestas para todo lo que nos sucede. El problema es que la realidad no lo permite porque siempre es más difícil de lo imaginado y, en no pocas ocasiones, lo que hacemos es negarla defendiéndonos de ella.  



[destacate]Cuando sentimos que ya es demasiado, entonces comenzamos a experimentar la presencia del Dios invisible.[/destacate]Lo que más necesitamos en medio del dolor es experimentar el poder de los recursos de Dios desde nuestra incapacidad más absoluta. Cuando no podemos aguantarlo más, cuando estamos hartos, cuando sentimos que ya es demasiado, cuando no nos queda nada, cuando estamos vacíos, cuando el sufrimiento aprieta más allá de nuestra capacidad para poderlo afrontar, entonces y solo entonces comenzamos a experimentar la presencia y las fuerzas del Dios invisible. Pero esa espera expectante sólo puede ocurrir cuando cambiamos nuestros débiles tópicos en una fe auténtica que se agarra a Dios con todo el peso de nuestra emoción y dolor. Solo entonces comenzamos a experimentar la liberación. Pero ese cambio requiere coraje. El coraje de una fe que puede descansar en Dios más allá de lo que ven los ojos y capta el entendimiento.  



Este es el testimonio de Eva, escrito con la perspectiva del tiempo, un año y medio después de vivir la experiencia que relato:  



“Hay extremos que una nunca hubiera imaginado experimentar. Menos cuando se trata de un día en el que la vida se abre camino en forma de dos bebés con caras de ángeles. El mismo día que Lluna y July llegaban a este mundo el mío amenazaba con dar un portazo.  



Fueron momentos que dejo desterrados en una esquina de mi mente porque me producen un seísmo interior. Pero hoy recurro a ellos porque, si algún propósito tiene esta vivencia es, sin duda, acompañar a aquel que también se siente tan herido como yo y solo le queda descansar en las manos de su creador, mientras el miedo acecha como un monstruo de garras afiladas. 



Porque sí, lo reconozco, Dios hizo su trabajo en mí, pero la debilidad cobró protagonismo tantas veces como brilló el amor de Dios. Se trató de una lucha interna, esa que todos tenemos, pero que en momentos límite, cómo este, hace tanto ruido en las paredes del corazón. Y hablando del corazón, ese fue el "culpable", una válvula que no aguantó un embarazo gemelar y un parto "eterno" que provocó un ingreso en reanimación. 



Una recién estrenada mamá no podía abrazar a sus pequeñas hijas. Soledad absoluta. Un enfermero pegado durante horas a un monitor que controlaba mis constantes vitales. Una sala llena de personas, y todas y cada una de ellas solas, enfermas. De vez en cuando una mujer agonizando golpeaba la cama en busca de una ayuda que nadie cubría. Encamados, débiles y esperando. La espera que nos aunaba a todos en un mismo sentir. Pero ninguno había aprendido a esperar así. No hay ensayos ni prácticas para eso, nada ni nadie te enseña qué sentir, qué pensar en la antesala de la sanidad o del último adiós. 



La vulnerabilidad te da una bofetada, se adueña de tus entrañas y te fuerza a reconocerte insuficiente, desnudo y desarmado, cuando los minutos se hacen horas y las manecillas del reloj parece que no avanzan. El tiempo, tan generoso a veces, tan retante otras tantas, te invita a reflexionar. 



Entre tanto golpe de realidad una busca el antídoto para saciar el corazón herido. Y es ahí, vacía y despojada de cualquier armadura, donde la verdad de sus promesas se adueña de los pensamientos y se hace presente un Dios amoroso que acompaña y que da sentido pleno a la existencia. Un Dios que se muestra en lo pequeño, en lo más básico. Una presencia que promete descanso en delicados pastos y junto a aguas de reposo.



Ese mismo Dios de las promesas que hago mías y repito en mi mente, me lleva a saciar mi sed de paz. Y buscando los regalos de su amor viajo en el tiempo solo unas horas atrás; les veo a ellos, recordando sus caras, sus abrazos y aunque no los recibo en ese momento los siento como míos ahora. El calor del abrazo a quién amas, un beso, unas palabras sencillas. No hay más. Lo que antes parecían "problemas cotidianos" ahora quedan reducidos a la nada. 



Solo el amor y el dolor en una lucha cara a cara. Ganó el más alimentado: Y esta esperanza no nos defrauda, porque Dios ha llenado con su amor nuestro corazón por medio del Espíritu Santo que nos ha dado (Romanos 5:5). La batalla es difícil. Pero el amor de Dios no nos deja indiferentes. 



Dios mío, Dios mío ¿Porque me has desamparado? Se preguntaba Jesús en la cruz, recordándonos que nuestras emociones nos pueden llevar a sentir la soledad más desgarradora. Pero Jesús tenía algo más que decir: Padre, mi vida está en tus manos. Y es entonces, en la entrega más sincera y absoluta cuando el amor vence en nuestra mente y corazón. Como venció en la cruz”.



Lunes 16 de marzo de 2020. La pandemia del coronavirus sumerge a la humanidad en el sufrimiento más atroz e inesperado y, de pronto, nuestro mundo se convierte en otro mundo en el que reinan la incertidumbre, la inseguridad, el miedo, la enfermedad y la muerte. Todo aquello que parecía firme y sólido, de súbito se desmorona sin remedio. Hay muchas preguntas, pero pocas respuestas ante un caos de proporciones planetarias. Y así, de manera inesperada, todo cambia. 



¿Qué sucede cuando la fragilidad de la vida hace su aparición y el dolor se apodera de las emociones barriendo de un manotazo lo que antes parecía tan estable? ¿Qué hacemos cuando la vulnerabilidad nos da una bofetada, se adueña de nuestras entrañas y nos fuerza a reconocernos insuficientes, desnudos y desarmados?     



Rom. 8:38-39 – “Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús”. 



 



Eva Delás. Eduardo Delás


 

 


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