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¿Cuántos ‘mundos’ tiene el mundo?

Separados, cada uno en su casa, ciegos, sordos y mudos ante el infortunio de los demás universos de prójimos, vivimos, nos movemos y somos.

EN EL CAMINO AUTOR 943/Eduardo_Delas 11 DE ABRIL DE 2020 22:00 h
Foto de [link]Juliana Kozoski [/link] en Unsplash.

La pregunta del enunciado es muy fácil de responder desde la geografía económica que nos enseña la universidad de la Globalización: En el mundo existen cuatro mundos. Nos centraremos en tres de ellos. El primero es el mundo occidental, el de la abundancia, la opulencia, la prosperidad, el empleo, la educación, la sanidad, los servicios sociales, en resumen, el de las naciones que son alguien. Este es el mundo en el que nos encontramos.  El tercer mundo es de las naciones pobres, donde las personas sufren epidemias, desempleo, hambre, exclusión social, enfermedades y muerte prematura. Son los nadies y los invisibles de toda la vida, los que valen menos que aquello que les mata.  El cuarto mundo describe a la población que vive en condiciones de desprotección, indigencia, marginación y riesgo social, y lo hace en el habitat perteneciente al primer mundo. Es toda esa multitud que describimos a menudo como molestos mendigos y sin techo que ensucian con su presencia nuestras ciudades y a quienes nos gustaría ver desaparecer cuanto antes del paisaje urbano. 



Bien, ya sabemos quién es quién. Qué bien vivir en el primer mundo, ¿verdad? Nos sentimos afortunados de haber nacido en él porque, además, la división del mundo en “mundos” nos ayuda a convencernos de que ellos, los otros, se encuentran tan lejos y nos interesan tan poco que en esta jerarquía de cosmos solo merecen estar los últimos de la fila. Así, separados, cada uno en su casa, ciegos, sordos y mudos ante el infortunio de los demás universos de prójimos, vivimos, nos movemos y somos. Pero un día, de pronto y de manera repentina e inexplicable, todo cambia. Nuestro mundo se pone patas arriba de tal modo que todo queda al revés de manera tan inexplicable que aparece de súbito tocado, herido, tendido en el camino y tan vulnerable, abatido y enfermo como los demás mundos. Este drama tan repentino, brutal e inesperado recuerda una conocida parábola que contó Jesús: 



[destacate]El Dios que se muestra en la cruz de Cristo es el que acepta el sufrimiento de los hombres en sí mismo.[/destacate]Lc. 10:30-35 – “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese”.



En esta historia que Jesús relata ¿Cómo se describe al herido del camino? En realidad, se trata del personaje que siempre aparece en primer plano y que, además, resulta ser el protagonista central del relato.  Pero ¿de quién se trata? ¿Es blanco, europeo, clase media, con estudios universitarios, cristiano y ciudadano del primer mundo? ¿Es un refugiado sirio, pobre, analfabeto y musulmán procedente del tercer mundo? ¿Es un indigente latino sin techo de esos que “adornan” el cuarto mundo? ¿A qué mundo pertenece? No se ofrece de él ni un solo dato. No hay nombre, ni edad, ni profesión, ni nacionalidad, ni religión, ni ideas políticas, nada que lo haga reconocible e identificable. Pero ese silencio se encuentra al servicio de un mensaje que hace saltar por los aires la distancia entre todos los mundos: se trata de un ser humano. ¿Es esto suficiente para detenerse en el camino y atender al que sufre? 



¿Lo comprendemos ahora? ¿Lo vemos? ¿Lo sentimos? ¿Lo creemos?¡¡Nosotros somos ellos!! ¡¡Ellos somos nosotros!! ¿No es este relato una denuncia del racismo, la xenofobia, la marginación, el miedo, la incomprensión y la insolidaridad que reinan en nuestro corazón? ¿Necesitamos estar heridos y ser víctimas en los márgenes del camino para reaccionar? ¿Tiene que barrernos una pandemia para que despertemos? ¡No existen mundos en plural! El mundo es de una sola pieza, lo que sucede es que ahora esa parte del mundo que padece, enferma, se empobrece y muere, con todos los acompañantes históricos que lleva incorporados el sufrimiento: incomprensión, soledad, incertidumbre, desencanto, impotencia, miedo, vulnerabilidad, somos nosotros. Y eso lo cambia todo. 



Volvamos un momento a la parábola de Jesús. El sacerdote y el levita de esta parábola pasan de largo dejando al herido en la cuneta porque, en el fondo, la religión está tan necesitada de conversión como el ateísmo. El samaritano, en cambio, ve, siente y actúa ante el ser humano tendido en el camino. Y lo hace porque entiende que el prójimo no es nunca una fórmula teológica sino una situación vital y existe una autoridad última que le impulsa a la acción: la autoridad del que sufre. Y, entonces, importa hacer una precisión importante, porque ese acercamiento ya no consiste en un mero ayudar, sino en un profundo darse desde la más absoluta libertad transformada en gracia compasiva y misericordiosa. La gracia es un regalo que le cuesta todo al que la da, pero nada al que la recibe. 



¿No es éste el mensaje de la vida de Jesús? ¿No fue él quien se acercó a los abandonados, los abatidos, los enfermos, lo excluidos de este mundo en nombre del Dios de la misericordia? ¿No fue Jesús quien puso en crisis todo acercamiento legalista a Dios porque convertía al prójimo en una realidad invisible de manera impresentable? ¿No dio la vida hasta la muerte por revelar a un Dios diferente al ídolo legitimador de las injusticias, el despotismo, la marginación, la violencia y la exclusión social, desde la más absoluta libertad? ¿No enseñó y vivió proclamando la felicidad para los que jamás la habían conocido: Los pobres, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia…? 



El Dios que se muestra en la cruz de Cristo no es un Dios que quiere el sufrimiento de los hombres, sino el Dios que es capaz de aceptarlo en sí mismo para verlo erradicado para siempre de la existencia humana. Porque la cruz rescata nuestra búsqueda de felicidad de toda la distorsión que introduce en la experiencia humana la injusticia que llevamos dentro. Por eso, el Dios samaritano nos invita a dejarnos encontrar, acoger y sanar por él, sin importar en qué margen del camino nos encontremos heridos, perdidos y abatidos. 


 

 


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