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Estado de alarma y la sangre del Cristo

La palabra de Cristo es nueva cada instante. No está sometida a cuarentena.

REFORMA2 AUTOR 7/Emilio_Monjo 09 DE ABRIL DE 2020 12:43 h
Imagen de [link]Mark Fletcher-Brown[/link] en Unsplash.

Como redimidos, vivimos nuestra circunstancia particular: personal y social. Cualquiera que sea, fue llevada con nosotros en la cruz del Redentor. Cada creyente (yo no le puedo poner edad a esta proposición; también nuestros hijos, por muy pequeños que sean) de sí propio sólo es condenación; precisamente Jesús el Cristo tomó lo nuestro, y a nosotros, y se hizo nuestra rebelión y muerte, de su propia voluntad. ¡No hay palabras para decir esto!



Y nuestra circunstancia ahora está infectada del covid y sus consecuencias. Permitid que os ponga alguna mirada sobre esto, para luego irnos a lo que permanece: la palabra de la cruz.



Estado de alarma.



Un pensador relevante, Giorgio Agamben, avisaba hace semanas sobre las consecuencias éticas y de percepción del derecho ante la previsible actuación del Estado para confinar a la población (su discurso, del 26 de febrero, correspondía a Italia antes del aumento de afectados), y esta previsión, ahora totalmente asumida merece que nos cuestionemos. Este autor tiene en su referente la teoría política de Carl Schmitt, para quien el estado de excepción (del ámbito del estado de alarma) es el momento donde la ley se representa; es decir, que en el estado de excepción conocemos el fundamento del Estado y de la ley, donde precisamente la ley normal se suprime temporalmente superada por la “decisión” ante la necesidad, por el gobernante (liderazgo) de turno, y esto como razón para que el Estado y la ley sean preservados. De manera que tendríamos a toda la retórica de la legalidad y derecho quitada su máscara al quedar su esencia al descubierto por una situación de emergencia: la ley es la fuerza (por eso es siempre mejor que la fuerza tenga buena pinta, como diría Juan Donoso Cortés, tan respetado por C. Schmitt, de ahí la preferencia a la dictadura del sable -la derecha- sobre la de la navaja -izquierda-).



¿Y nosotros? Pues aquí, encerrados. (Por cierto, los autores antes citados, y otros de gran interés, tienen sus discursos puestos en una u otra dirección mirando a un personaje, que puede parecer extraño, el apóstol Pablo y, especialmente su carta a los Romanos -como estoy con ella, los he tenido que repasar-, también dialogan con Karl Barth.) Pero que estemos pasivos no significa ciegos. Al menos, para ver alguna cosa.



Una, evidente: la sanidad, tan extraordinaria y alabada por la labor de sus miembros, tiene un portillo notable, pequeño en cuanto a sus ejecutores, pero portillo: se siguen practicando abortos. Unos procurando que vivan, otros pues ya se ve. Y en los que procuran que vivan, asumiendo la ética (esto es estado de excepción, o de alarma, si prefieren) del “juicio clínico”, a eso algunos le han puesto el nombrecito de “triaje”, vaya que eligen según algún criterio quién recibe atención médica adecuada. El modelo, cuando no hay suficientes medios, suele ser la edad. Si tienen los médicos presión por trabajar sin artículos de protección, ¿se imaginan tomando estas decisiones?



Otra, también evidente. Ni los de una bandera ni de otra; los que conducen no tienen mucha idea de qué vehículo llevan al volante. Mucha postura de frases políticas, pero ahora se ha visto que han estado ellos confinados, sin salir a la calle. Y eso lo hemos ido fabricando nosotros todos, elección tras elección. Hemos puesto al volante al que se ha votado con los procedimientos aceptados. Vale que no conozcan el virus, pero es que no conocen a su país (o su nación, o su república independiente, o su lo que sea). En nuestra tierra eso viene de siempre, de siglos, los del poder han asumido que son propietarios del país, o de la nación… Y ha ocurrido como son sus mentores, los eclesiásticos con sus beneficios, que asumen ser propietarios de propiedades que ni saben cómo son o dónde están, pero que piensan incluso que la pueden dar en herencia. Malos tiempos.



Y los profetas vieron visión vana.



Si ya se veía venir, ahora es imposible no verlo. ¿Qué discurso se da por el profetismo evangélico? Pues el mismo que el católico: Tenemos que ser mejores. Obras, obras. Cada uno mostrando su bondad (que el bien que se haga, por supuesto, muy bien hecho). Hay que cambiar, tenemos que volver a los valores de no sé qué. Tenemos que unirnos en oración; ¿con quién?, ¿ante qué Dios? Tenemos que arrepentirnos; vale, y cuando te arrepientas, ¿qué? Ya lo puso Ignacio en sus ejercicios. Se tiene que preparar, con arrepentimiento (y ayuda de la virgen) el espacio del corazón para que luego ¡pueda venir a ese corazón el Señor! ¿No es eso lo que anuncian los profetas evangélicos?



Y el colmo es la esperanza de que todo esto sea preludio de la venida del Señor, para reinar el milenio. Malos tiempos.



No quise saber otra cosa, sino al Cristo crucificado.



Jesús el Cristo nuestro Señor (así lo pone Casiodoro en su traducción, siempre “el Cristo”) no tiene necesidad de tiempo o espacio específico. Su cruz es victoria contra la muerte. No depende de circunstancias o situaciones del corazón humano, pues siempre será el mismo. Cuando él fue hecho pecado por nosotros, ¿pensamos que hubo algo en nosotros por lo que no fuese necesario que se hiciese pecado? ¿Hay algo antes de la obra de Cristo en nosotros que estaba fuera de la condenación; alguna facultad? 



La palabra de la cruz (locura para unos, tropiezo para otros) no tiene necesidad de circunstancias para que produzca su fruto. Cuando la anunciamos no miramos cómo o dónde vive el hombre, sino que anunciamos una obra definitiva, que ya se ha consumado. El que murió ha resucitado, eso anunciamos: al esclavo y al libre, al hombre y la mujer, al judío y al gentil. Ante ella todo es “como si no fuese”. No se trata de escapar de la realidad, sino escapar de esa falsificación del Evangelio que supone que la realidad inmediata es la que condiciona a la cruz. Esas falsificaciones, de todos los colores eclesiásticos, siempre necesitan un mediador para “sacralizar” el espacio, un sacerdote (o pastor). Pero ahora el pastor, el predicador, tiene que anunciar la muerte de esas mediaciones por la cruz, por eso se rebelan contra su mensaje todos los “propietarios” de lo sagrado.



Y en la cruz, por esa palabra que oímos, vemos nuestra condición. Condenados, y salvados. Y no por un tiempo histórico de reloj, sino de toda nuestra vida. El Cristo me salvó desde el principio de mi vida hasta que muera, no a trocitos de ella. Y mi condenación es mía desde el principio hasta la muerte física, pero ahora sólo tengo las reliquias de la misma, que Dios ya no mira, aunque yo las vea (¡miserable de mí!, dijo aquel). Por eso mi “yo”, toda mi existencia está crucificada con el Mesías, y el pecado, la reliquia de la muerte, no es de mi “yo”, sino del pecado que convive conmigo [no “arreglen” el tema, por miedo a usos inadecuados; quien lo dijo no tiene el problema de algunos mediadores de que “su” congregación se va a desmandar. Que el Cristo pagó todos mis pecados, porque mató al pecado, desactivando la Ley, significa que no tengo condenación, que mis pecados específicos hasta que me muera, han sido clavados en la cruz; y eso no hace a ningún creyente falto de temor de Dios, todo lo contrario].



Los que anuncian otro evangelio, con su otro cristo, realmente se ocupan de la mediación, de cómo “preparar” lo consagrado para que “su” cristo venga y se quede. Lo tienen en su sagrario particular. Piensan que son imprescindibles. Si aceptan que las Escrituras sean relevantes, sólo con su modo de presentarlas. (No se debería olvidar que la misma iglesia que durante siglos prohibió su lectura en lengua natural, confesaba como dogma su inspiración y superior autoridad, pues la “tradición” en Roma no es más que el “correcto uso” de esas Escrituras.)



Pero, y éste es el mensaje de esperanza en este tiempo malo, nuestro Señor no necesita mediaciones, ni cambios del corazón (que sólo él mismo produce). Su palabra es nueva cada instante. No está sometida a cuarentena. La han infectado durante siglos, incluso los promotores de su lectura, pero sigue libre y perfecta. Siempre como fuente de agua viva; nuestro Dios siempre nos la da fresca. Otros te ofrecen aguas benditas, sus teologías, sus criterios, pero nuestra Redentor sigue llegando a los suyos con ella. Y por eso somos más que ganadores.



De nosotros mismos no sabemos nada. El futuro nos viene, es adviento. Con él todo lo que Dios nos da con su Espíritu, todo lo preparado desde antes de la fundación del mundo, todo lo que es adecuado para nuestra salvación. Todo en sus manos.


 

 


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