Una persona solo puede luchar por su propia vida si hay alguien a quien le importe, porque hay heridas infinitamente más dolorosas que las físicas.
“Y levantándose vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y corrió y se echó sobre su cuello y le besó”. Lucas 15:20
Fernando Silva dirigía el hospital de niños en Managua. En vísperas de Navidad se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaba escuchando en las calles el sonido de las canciones anunciando la fiesta cuando decidió marcharse a su casa. Hizo un último recorrido por la sala para comprobar que todo seguía en orden y, de pronto, escuchó unos pasos que le seguían. Se volvió y descubrió que uno de los enfermos andaba detrás. En la penumbra lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara marcada por el dolor y esos ojos que pedían disculpas o quizás permiso. El médico se acercó, le cogió las manos y, entonces, oyó que el pequeño le decía susurrando: “Dile a alguien que yo estoy aquí”.[1]
Una persona solo puede luchar por su propia vida si hay alguien a quien le importe, porque hay heridas infinitamente más dolorosas que las físicas: el desamor, el rechazo, la soledad, la indiferencia, el aislamiento, la incomunicación, la tristeza, la impotencia, el desencanto, la ausencia de abrazos.
Vivimos en un desierto de afectos. Somos tan vulnerables como el niño enfermo de este relato, porque su historia es, en cierto modo, un resumen de la macro historia humana. Vivimos en un mundo que no da de amar, por eso andamos con el amor estropeado necesitando sentir que somos personas con valor y dignidad para ser queridas. A menudo, el grito desgarrado del alma colectiva resuena con un eco ensordecedor: ¿Quién hay ahí fuera? ¿Le importa mi vida? ¿Existe alguien que pueda acoger mis lágrimas y comprenda mi dolor? ¿O soy solo un nadie, invisible, ignorado y prescindible?
Estos interrogantes formaron parte, sin duda, de la brutal experiencia vivida por el hijo pródigo de la parábola que narra Lucas en el capítulo 15 de su evangelio. Esta es la historia de un hijo que abandonó libremente la casa de su padre para vivir una vida diferente. Pero es también una historia de soledad, decadencia, pobreza, exclusión social y lágrimas, muchas lágrimas. La pregunta es ¿por qué regresó el hijo pródigo? Lo hizo porque descubrió en lo más hondo de su corazón un navegador con la dirección de la casa del Padre, y decidió dejarse encontrar por su abrazo sanador.
Júlia es el nombre de una de nuestras dos preciosas nietas mellizas. Al nacer tuvo que estar con su hermana Lluna unos días en la incubadora. En ese tiempo difícil sus padres solo podían verlas unas pocas horas al día y durante todo ese tiempo practicaron el contacto “piel con piel”. Es una actividad consistente en que los bebés son abrazados desnudos en el pecho también desnudo de sus padres. Así está demostrado que mejora la frecuencia respiratoria y cardíaca y se alivia el estrés y la ansiedad de los bebés.
Ahora las niñas tienen diecisiete meses. Sin embargo, Júlia ha desarrollado la necesidad de continuar practicando el contacto piel con piel, de modo que está feliz y satisfecha si toca las manos, los brazos o el pecho de sus padres y hasta se duerme fácilmente si puede disfrutar de ese contacto físico. Todavía no sabe hablar ni transmitir todos sus sentimientos, pero en su memoria emocional latirá siempre la experiencia de que estuvo “piel con piel” con unos padres que la amaron y la abrazaron desde que nació. Y eso la hace sentir feliz, segura y querida. No necesita nada más.
“El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y vimos su gloria” (Jn. 1:14). El Dios en el que creemos los cristianos no se encarnó para quedarse clavado en un altar, ni para ser contemplado en un retablo. Jesús se humanó para vivir en el mundo de los sufrientes, de los que lloran, de los abatidos, de todos aquellos que no tienen quien les ame. Y lo hizo para abrazarlos de tal modo que sepan, sin que les quepa la menor duda, que “ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús, Señor nuestro”.
Notas
[1] Galeano, E. El libro de los abrazos. Siglo XXI. 2007. 58
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