Cuando decidimos como seres creados que no nos interesaba encajar al Creador en nuestros planes, establecimos que caminaríamos solos.
Hace mucho, mucho tiempo, en un planeta nada lejano, que es el nuestro, en que vivimos o malvivimos en estos días, había una especie, el ser humano, que decidió en su momento que Dios le sobraba. Así, llanamente y sin complejos, porque nosotros “somos así y lo valemos”. De poco sirvió que la propia existencia del hombre y la mujer hubieran tenido como origen el deseo de Dios de crear criaturas con las que tener una relación personal, cercana, no porque Él lo necesitara, sino porque es un Dios increíble y generoso. Para ellos, la simple noción de deberse a Alguien superior o seguir Sus indicaciones no tardó mucho en mutar hacia un movimiento de autogestión impulsiva, independencia malentendida y profunda necedad. Desde entonces, los que siguieron al primer hombre y la primera mujer no lo hemos hecho mejor, más bien peor y, en estos tiempos, muchos miles de años después, tenemos además el cinismo de preguntarnos dónde está Dios en medio de todo lo que vivimos. Somos increíbles, desde luego, pero no en el mejor sentido.
La esencia de Dios está en nosotros. Nos hizo a Su imagen y semejanza. Si eso es así, entonces de alguna forma muchas de las conductas que desarrollamos como criaturas tienen que ver con el Creador, aunque no lo sepamos o reconozcamos. Nosotros no caminamos el camino de la vida, de la amistad o de las relaciones con cualquiera o de cualquier manera. Compartimos recorrido de vida con quien podemos compartir objetivos, dirección y propósito. Cuando decidimos como seres creados que no nos interesaba encajar al Creador en nuestros planes, establecimos que caminaríamos solos. Un buen amigo, como sabemos, no fuerza, luego Dios, respetando la libre decisión que puso en cada cual de nosotros, hizo exactamente eso: retirarse y dejarnos vivir a nuestro aire. Jesús, en su tiempo aquí, nos recordó, sin embargo, que “somos Sus amigos si hacemos lo que Él nos manda”. Pero eso nos suena tirano y arrogante. “¿Quién diría eso sin ser un déspota?”- nos preguntamos. “Quizá Alguien que sabe verdaderamente lo que nos conviene”, pensaba yo en estos días. Esa es otra opción plausible, pero no nos gusta considerarla, así que la descartamos.
La independencia es lo que tiene: que tienes que buscarte la vida. Si eres maduro realmente y tienes recursos propios, puedes tener cierta preparación para esa independencia a la que aspiras. Pero cuando se es inmaduro, frágil o no estás dispuesto a pagar el precio de ir por libre, independizarte es una estupidez. En otras ocasiones, sin embargo y como bien sabemos, nuestro concepto de independencia consiste en autoproclamarnos suficientes, hacer lo que queramos y, eso sí, seguir yendo a comer a casa de mamá cada vez que se pueda –“que para eso es mamá, luego es su deber”- y volver a casa de papá para que nos acoja cuando nos hemos estrellado o se nos ha acabado la pasta -y “si papá no lo acepta, se retrata lo suficiente y demuestra el tipo de padre que es”. Encantador, ¿verdad? Como la vida misma, porque esto es exactamente lo que venimos haciendo por siglos, cuando nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena (que ni siquiera de Dios, que es lo que correspondería en ese caso).
Hartos de criticar duramente a una generación ni-ni que no sale de su casa para responsabilizarse de su vida ni con agua caliente, nos descubrimos en medio de esta crisis -si tenemos el valor de hacer un análisis honesto y concienzudo- como los mayores “ni-nis” de todos. Ni independientes de verdad, ni con intención de serlo algún día, porque comer en casa de mamá y dormir en casa de papá es demasiado fácil como para desaprovecharlo. El caso es que el Padre celestial que tenemos es bastante más sabio, consistente y coherente que nuestros propios madres y padres y Él ha decidido darnos lo que pedimos en su momento y lo que necesitamos ahora. Dicho en otras palabras y siendo muy visual, nos ha dejado ir por libre como le exigimos, pero nos deja claro que hoy no cocina y nos ha cerrado la puerta para dormir en Su casa. ¡Hala! ¡A vivir la independencia y a disfrutarla!
El inmaduro y sinvergüenza de nuestra especie, da igual la edad que tenga, ante semejante reacción de su padre o madre terrenal, diría que lo son, pero de porquería. Y se quedaría tan ancho porque, como buen irresponsable, la culpa siempre la tienen los demás. Poco miraría hacia dentro para considerar cuánto de la situación que vive y ha generado tiene que ver con su propia tendencia a la elasticidad y el abuso. La ley del embudo es su modus operandi y por ello siempre se queda con la parte ancha. Ser víctima hace del otro el verdugo y así se vive estupendamente, porque suele suceder que la parte “condenada” termina aceptando el chantaje y plegándose, por pena, a lo que el tirano dispone. ¡Ay, cuánto mal hace la pena en nuestra propia forma de relacionarnos! ¡Cuántos chantajes ejecutamos y aceptamos, pensando que son la solución, cuando más bien nos alejan de ella sistemáticamente!
Pero resulta que Dios no tiene ni la más mínima intención -y mucho menos necesidad- de plegarse a las tiranías de nadie. Da igual cuánto chillemos, reneguemos, disparemos al aire, le insultemos, claudiquemos de Él, de Su existencia, de Su cuidado, o cuánto nos volquemos en cualquier otro intento de agredirle. Dios no acepta chantaje, porque no lo necesita. No necesita que le amemos. Lo necesitamos nosotros, aún sin saberlo. Porque la desgracia llegó a nuestra existencia general y particular cuando nos desmarcamos de Él. Su visión de sí mismo como Padre o Dios del Universo no requiere de nuestra adoración. Tenemos, si lo aceptamos, el privilegio de adorarle. Los que vamos flojos de autoestima, aunque la disimulemos de autosuficiencia, somos nosotros.
No pensemos los cristianos, por otra parte, que Él nos debe algo por seguirle y que podemos intentar manipularle enfadándonos con Él porque pensamos que no está atendiendo a Sus promesas, como hacía el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. Esta crisis, probablemente, aleje a muchos creyentes de la fe. Pero Dios no ha cambiado, ni cambiará. Somos nosotros los que lo hacemos e intentamos forzarle a Él a que lo haga. Y si nos alejamos, no le torpedeamos a Él: nos dinamitamos nosotros. Porque no hay cosa más idiota que alejarse de la fuente de calor cuando te estás congelando.
Por eso nos desquicia y nos irrita. Porque como niños de pataleta acostumbrados a que los berrinches suelen funcionar con la mayoría si apretamos lo suficiente, resulta que aquí no valen para nada. Es lo que tiene pelearse con Dios, en vez de con los de nuestro tamaño: que se pega uno con una pared. Repetidamente. A lo largo de los siglos. Y no aprendemos. ¿Quién es el tonto, entonces, o el despreocupado, realmente? Podemos seguir estampándonos con el muro todo lo que queramos, pero a Dios no le manipula nadie y mucho menos desde el grito o el desprecio. Igual es cuestión de cambiar de técnica.
Podemos no entenderle. Perfecto. Si es así, pregúntale. Pero hazlo con la actitud correcta: con una que quiere conocerle, estar dispuesto a escuchar y ver lo que tiene para ofrecerte, que no es ni más ni menos que lo que siempre te ofreció. Eso no va a cambiar porque no te guste. Estamos malacostumbrados a que se nos cambie de plato cuando no nos gusta el menú. Aquí no va a suceder. La demanda de tu parte o de la mía no ayuda, porque Él es Dios y nosotros seres humanos. Así que Él no cocina doble si no te gusta lo que hay de comer. El sacrificio de Jesús, Su salvación para nosotros por medio de Él, fue una vez y para siempre. Y mientras estamos aquí, es el tiempo aceptable. Nosotros elegimos, para bien o mal nuestro, pero a Él ni le suma, ni le resta. Él, que es el amor en esencia y estado puros, desprecia el orgullo y la tiranía, pero se muestra de forma increíble ante un corazón que verdaderamente se reconoce necesitado de ver lo que no ve por sus medios. La cosa es reconocerlo y estar dispuesto a plegarse. Nosotros, como humanos, no nos sentimos invitados a enseñar o acompañar a nadie que nos venga con imposiciones, ¿verdad? De nuevo, la imagen de Dios en nosotros. Pero nos extraña si Él lo hace. ¿Lo ves? Criticamos en Él lo que nosotros mismos hacemos con otros porque, además de incoherentes, somos los inmaduros que antes describíamos. Ni más, ni menos.
Si todo esto te suena a chino y prefieres pasar de largo, nada te lo impide. Yo no lo hago, ni Dios tampoco. Pero si eres del todo coherente y nada consentido o caprichoso, reconocerás que en la independencia que se escoge, uno pierde el derecho de hacer reclamos por lo que suceda a partir de cerrar la puerta de casa y lanzarse a la aventura.
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