Desviamos nuestra atención hacia los que consideramos iguales en muchos aspectos, y no centramos nuestra atención en aquellos que realmente necesitan que les demos testimonio de nuestra fe.
En el mes de enero pasado, también oí una reflexión sobre aquella mujer de Samaria que tiene un encuentro con Jesús.
Leyendo el pasaje que se encuentra en el capítulo 4 del Evangelio de Juan, nos damos cuenta de que Jesús está por encima de los prejuicios y no hace acepción de personas. Lo demuestra al pasar por Samaria, ya que como sabemos existían graves contiendas entre judíos y samaritanos que venían de antaño, y, además, a lo largo de su ministerio lo podemos ver rodeándose de discípulos y gentes de diversa procedencia y estrato social; así lo vemos hablar con un recaudador de impuestos, un joven rico, un centurión romano, una samaritana, un leproso, una prostituta o pescadores; incluso uno de sus discípulos había sido un publicano.
También se puede destacar en el pasaje que, si bien estaba acostumbrado a hablar ante multitudes, Jesús supo detenerse para hablar con una sola persona, una mujer pobre y samaritana y extranjera y de dudosa reputación, en este caso. Hay que destacar el significado de este hecho, pues en aquella época estaba mal visto que un hombre hablase con una mujer en público, y más aún si esta era samaritana, sabemos que con estos existían diferencias religiosas, de raza, lugar de adoración. Los consideraban impuros; más o menos como los que eran llamados herejes por la Inquisición. Por eso, esta mujer, al igual que Zaqueo el publicano, queda sorprendida de que un judío se acercara para hablar con ella, pues sería blanco de las murmuraciones: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy samaritana? Porque judíos y samaritanos no se tratan”. Le estaba advirtiendo, pues conocía muy bien el estado de las relaciones entre los dos pueblos, así como las consecuencias de ello.
Muchas veces solo desviamos nuestra atención hacia los que consideramos iguales en muchos aspectos, y, sobre todo, cuando ya conocemos la Palabra, queremos relacionarnos con quienes han dejado de alimentarse de leche y están en la fase del alimento sólido, o así lo pensamos, y no centramos nuestra atención en aquellos que realmente necesitan que les demos testimonio de nuestra fe y repartamos lo que hemos recibido por pura gracia y misericordia. Esta sería una forma de intentar dar el mensaje a otras personas, aunque sea a una sola.
En la época de Jesús, se habían olvidado lo dicho por el profeta Isaías: ‘Estará la raíz de Isaí y el que se levantará para gobernar a las naciones, las cuales esperarán en él…”. Y ahí estaba él para recordar la validez de lo antiguo. Que no era solo palabrería. Para afirmar estas ideas, podemos ir a Romanos 15, donde dice, recordando lo que estaba escrito: ‘Por tanto, yo te confesaré entre los gentiles y cantaré a tu nombre’. Y otra vez: ‘Alegraos, gentiles, con su pueblo’. Y otra vez: ‘Alabad al señor todos los gentiles y magnificadle todos los pueblos’ (…)”.
Otro asunto a destacar del pasaje de la samaritana es el concerniente a la paciencia demostrada por Jesús ante algunas afirmaciones de ella: “¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo…?”. Jesús no se enfada cuando ella no entiende el sentido espiritual de sus palabras: “El que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de agua que salte para vida eterna”.
Como vemos, no la juzga por su vida pasada; sólo pide que crea y así pueda beneficiarse del agua viva que le ofrece, agua para vida eterna. Convirtiéndose en una nueva persona. Y se ven los resultados de su labor como salvador de vidas… Vemos que en Él todo es restaurado, reconciliado.
¡Porque esa agua era para ella también! Quizá hasta los discípulos considerarían tiempo perdido el dedicado para hablar con esta persona, este ser humano. Quizá se hubieran olvidado de dónde los había sacado a ellos. A cada uno. Cuando de enemigos los había convertido en amigos. Que habían sido como esa ovejita del rebaño de cien, metafóricamente hablando. En este caso, los había dejado a ellos que ya estaban bien resguardados por Él, para dirigirse en esa búsqueda interminable de los que nadie quería ocuparse. Él había estado en el templo, pero también consideró las calles, los recovecos polvorientos, el sol abrasador de la tarde, pues allí estaban muchos deambulando. Esperando a que se les apareciese Dios de alguna manera. Y ahí estaba Él como imagen del Dios invisible. “Porque en Él habían sido creadas todas las cosas -dice Pablo en la carta a los Colosenses-, todas las que están en los cielos y las que están en la tierra… Y todas las cosas subsisten en Él. En Él habita toda la plenitud, por cuanto así agradó a su Padre. Considerando por medio de Él reconciliar consigo todas las cosas, las de arriba y las de abajo".
Y esa mujer era parte de todo ello, había sido creada por Él. Era hechura suya.
Y Pablo dice más en esta carta: “… haciendo la paz mediante la sangre de su cruz”.
Vino para romper todos los esquemas. Rompiendo los límites de raza, status, religiosidad, lengua. Incorpora a todos aquellos que estaban al margen de los privilegios concedidos a un solo pueblo. Se cumplían las promesas hechas en los inicios de los tiempos cuando Dios habló con Abraham. Esas promesas se abren a los griegos, samaritanos, romanos, y a otros también que estaban aún más allá, tornándose un mandato irrevocable. Todos se alinean en plano de igualdad, porque todos antes habían estado envueltos en delitos y pecados, siendo extranjeros y advenedizos, como se nos dice en Efesios 2. Todos ahora tenían derecho a una nueva vida en Cristo. Todos pueden ser merecedores de una nueva vida, y mostrar abundante y buen fruto, no por sí mismos, sino porque por su gracia y misericordia Dios la da. Por eso podemos leer que Pablo también dice en Colosenses: “Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha…”.
Porque “Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades, la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, para crear en sí mismo de los dos un solo hombre, haciendo la paz, y mediante la cruz reconciliar con Dios a ambos, en un solo cuerpo, matando en ella las enemistades. Y vino y anunció las buenas nuevas de paz a vosotros que estabais lejos, y a los que estaban cerca; porque por medio de él los unos y los otros tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre” (Efesios 2.14-18).
En ese año agradable Dios también llama a los que antes estaban separados por un muro, por una barrera de separación; eran no beneficiarios de todo lo que Dios había prometido a su pueblo que les daría. Ahora Dios recuerda que en ellos las demás naciones serían bendecidas. Es decir, los unos y los otros. Todos tendrían su oportunidad a través del Hijo, por medio de la Cruz. Y lo mostró en su andar diario mientras realizaba su ministerio: entrando en territorio samaritano, tocando un leproso, entrando en casa de un publicano, llamado a Leví (Mateo) para formar parte de su equipo… No sigo, pues no terminaría nunca, ya que su mano extendida continúa en acción. Cristo visita a aquellos desencantados por los muros y las puertas cerradas. Porque Él es la paz, Él hizo y hace la paz, esa paz que permite que todo se ponga en su lugar. Él reconcilia todas las cosas, en Él. Y si es que Él mora en cada uno que le ha aceptado como Señor de su vida, debería de mostrarse esa paz, la de Él, que no es como la nuestra, de un día sí y otro no. Esa paz proclamada en esos nuevos seres con nueva vida, y vidas transformadas. O por lo menos que se note un atisbo de esa paz. Como se nota en esa mujer sedienta por beber no ya el agua del pozo de Jacob sino de esa que le ofrecía Jesús; lo había estado esperando: “Sé que ha de venir el Mesías, llamado el Cristo; cuando él venga, nos declarará todas las cosas”. Y él le dice: “Yo soy, el que habla contigo”. Y ella lo deja todo, suelta el cántaro, que bien podría haber sido unas redes, o el arado; sale corriendo a difundir todo lo que había oído. Quería compartir con los demás. Hacer su voluntad. Y te imaginas el gozo de Jesús, mirando los campos, blancos y listos para la siega; haciendo la voluntad de su Padre una vez más.
¿Ven los otros esa paz en nosotros? Si somos realistas, a veces mucho, otras algo y en otras muy poco o nada. Lo digo por mí, pues de los demás no puedo dar cuenta ya que es algo personal de ellos con Dios. Pero sí debo preocuparme de que algo de Jesús se vea en mí. Atisbos esperanzadores. Un proceso que va a más, con mayor o menor intensidad, pero que va. Y ser consciente de que eso va a afectar a otros, y, por tanto, es algo que debe preocuparme. Hoy, humildemente reflexiono sobre un tema que para mí es relevante, como todo lo que nos es revelado por la Palabra que es viva y certera, eficaz, penetrante, y que nunca vuelve vacía. Escuché en enero y todavía sigo reflexionando personalmente; quizás con fallos, pues continuamente estoy aprendiendo, pero sin desperdiciar ni un poquito de esa agua que es tan refrescante en medio de tanta aridez. Que Dios me ayude a ponerla en práctica en mi diario vivir.
Leyendo las Escrituras vemos que, en ese momento de Jesús, eran muchos los requisitos exigidos para formar parte de la sociedad imperante o del círculo religioso. Había que venir de una familia importante, tener la ciudadanía x, el poder o los recursos, etc. Pero Jesús lo trastoca todo como lo hemos visto. Esa nueva comunidad que él quiere formar tiene otras vías de entrada, en un plano de igualdad. Pero ¡ojo!, para tener una nueva vida. Dice en Efesios que Dios nos dio vida juntamente con Cristo, nos resucitó a nueva vida, nos hizo sentarnos en lugares celestiales con Él. Para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia… Y que tengamos claro que todo ello no es por nosotros mismos, sino de Él. Él nos ha hecho primorosamente para que hagamos buenas obras. Buenas obras que hacen aquellos que tienen esa nueva vida en Cristo, no solo de palabra sino de ejemplo. Estas son hechas por los que son nuevos hombres y mujeres que oyen ese llamado de Jesús para hacer la paz que él dejó y nos dio. Esos que persiguen la justicia, la verdad, la paz, en todas las esferas de la vida, que intentan reconciliarse con Dios y con todos los seres humanos y con toda la creación.
Y otra vez, digo: Que Dios nos ayude a mostrar más y más esa nueva vida. Solos no podemos.
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