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Cuando la morriña o la saudade brotan del corazón de los migrantes

Dicen que no hay familia en la que no se haya vivido el fenómeno de la migración.

MUY PERSONAL AUTOR 8/Jacqueline_Alencar 18 DE ENERO DE 2020 22:00 h
Homenaje a los emigrantes gallegos en el puerto de Vigo). / Mausdearaña

En estos especiales días en los que celebrábamos la llegada de Dios a este mundo, un día navideño, pudimos conmovernos y derramar y degustar el ‘orvalho’ que moja los ojos, al ver un documental sobre la emigración que salió de un municipio gallego llamado Avión, donde este fenómeno ha sido vital para su desarrollo. Conmovedores testimonios de los que salieron en el último cuarto del siglo XIX y principios del XX, y más tarde también; en su mayor parte por motivos económicos, por hambre, incipiente industria, gravosos impuestos, etc. Casi me parecían las expresiones de los que a España llegaron hace algunos años. Con algunas diferencias, claro, pues cada época y cada cultura tiene sus características propias.



Pero el sentir que explota del corazón del migrante, es el mismo, se los aseguro.



Anoté algunas frases como: “Había que hacerlo. Era una pura hambre”. “Uno que llegaba de América era como que llegara del cielo”. “Había que salir a flote. Éramos ocho hermanos. Todos salieron. Nacimos de familias emigrantes”. Al llegar allá había buena comida, buena dormida. Diez en casa, el hermano más viejo tenía que irse a Venezuela… “Salí a la aventura”. “Fuimos sin saber a dónde”. “Para ganar la vida salimos a luchar por esos mundos”. México, Estados Unidos, Venezuela, Brasil, Uruguay, Argentina, Alemania, Francia, Holanda… Pero sobre todo Avión tiene que agradecerle a México.



Algunas apenas destetaron a sus hijos y ya marcharon, dejándolos con los abuelos que eran padre y madre; o a con una tía. Pero como dice, no les faltaba para comer y vestir. Algunos acogieron hasta siete nietos. Una mujer comentaba que su madre la vino a recoger cuando ya tenía 14 años. Otras se quedaron en los internados. Similar situación a las de las bolivianas, colombianas ecuatorianas, que dejaron a sus hijos para buscar el sustento en España, hace no pocos años. No es ni fue por placer ni por hacer turismo.



Salieron niños que en el país de destino aprendieron a leer y a escribir firmando letras de cambio. Niños que viajaban en los barcos con la responsabilidad de los hermanos más pequeños, pues eran parte de esa reagrupación familiar, digo yo, que se da entre los migrantes.



“Avión no es nada sin los aviones”, dicen. Hoy los hijos o nietos de los que emigraron regresan en las vacaciones de verano, o en Navidad, y la población de 2.600 habitantes pasa a los 5.000.



El sentir es el mismo de los migrantes actuales. Ver estos testimonios te ayudan a entender más los motivos de los que llegan a tu país. Me imagino que no hay ningún gallego, especialmente los de Avión, que tenga una palabra en contra de las migraciones. Dicen que no hay familia en la que no se haya vivido este fenómeno. Con todas las variantes.



A veces “la suerte no fue para todos”. Pero a los más sí. Se nota en las casas que han podido construir con las remesas, como aquellas que llegaron a otras latitudes desde aquí… Con un aire de reciprocidad armoniosa y generosa, misericordiosa. 



Hay que entender las dos partes. Llegar a otro país, con otras formas de ser, de resolver las cosas cuesta. Fue interesante oír que contaban que trabajaban siempre pensando en ahorrar para volver, no para quedarse. Morir en su tierra. Que solo querían que los suyos se casaran con gallegos, y tuvieran amistades gallegas. Nada diferentes de los chinos o de otras culturas. Ahora lo entiendo mejor. A veces se casaban con otro u otra gallega/o por poderes. Se inculcaban las costumbres gallegas, para no olvidar las tradiciones, casarse solo con oriundos de Galicia. Y volver. Y todo eso te hace entender… Por ejemplo, también los latinoamericanos se reúnen para comer juntos, o jugar al fútbol, celebrar algo, pues así también mitigan la morriña. Mas también les gusta integrarse en el lugar donde llegan, si les dejan.



Los que emigraban solo habían trabajado y no habían podido estudiar. Por eso alguien dice en el documental que algo importante que aprendieron es que sin un mínimo de instrucción no se consigue nada.  Y que ellos apenas sabían firmar y escribir una carta. “Lo poco que sé lo aprendí en México”.



Las mujeres quedaban, esperando una remesa que a veces no llegaba. O quedaban como “viudas de hombres vivos”. Se vestían de negro porque tenían un duelo, aunque no fuera un luto”. Comentaban que era más duro para los que se quedaban, la familia quedaba incompleta. Algunos regresaban para estar con sus hijos, pero estos decidían emigrar. Y así seguía la cadena migratoria…



Duro: llegar sin conocer el lugar, el marido… Algunos dicen que en Perú vendían ropa puerta por puerta. Y eso me suena familiar, como aquellos que venden alfombras por aquí. Otros empezaron trabajando en hoteles o en baños públicos; otros establecieron grandes negocios y les fue re-bien.



Mezclando tortillas mejicanas con tacos de pulpo. Amestizándose para sobrevivir. Otros, que marchaban a países de Europa como Suiza o Alemania, entre otros, cuentan sobre los barracones, el juntarse en los parques los días de descanso; la soledad que los embargaba…



La morriña era soportable poniéndoles nombres de la tierra natal a sus negocios. Creando los centros gallegos donde podían danzar, escuchar los sonidos de las gaitas, saborear las berzas, los cachelos, las empanadas… Dicen que tocar su música o escuchar esas melodías era mejor que ir al psicólogo. Incluso en Salamanca tenemos un Centro gallego con aquellos sabores de esa tierra. No los he probado allí, pero al pasar puedo sentir el aroma, con cierta nostalgia oliendo a queimada…



Ahora entiendo por qué en la casa familiar de mi abuela y bisabuela, allá en Bolivia, cada día entre las comidas había la feijoada brasileña, o se vendían dulces llamados broas, pé de moleque, entre dulces bolivianos como tablillas, suspiros, pan dulce… No faltaba la fariña de mandioca (yuca) para mezclar con el frejol. Y nos acostumbramos a cruzar el río que divide Brasil de Bolivia para tomar el tacacá, una especie de sopa que solo la saben preparar algunas mujeres de la fronteriza ciudad de Brasiléia, las que se pasan la receta de madres a hijas.  Recuerdo que llegaba en las vacaciones y, después de saludar a mis familiares, iba corriendo a tomarme un tacacá. Quizá para no olvidar que estaba dividida en dos. No obstante, con los recuerdos me conformo, porque cuando hay me aloca, pero si no hay no me hace falta, pues saboreo unas patatas revolconas, que pareciera las he degustado toda la vida. Pero no puedo pedirle a todos que piensen así. Agradezco haber vivido entre tantos sabores, pues además en esa tierra boliviana se podían probar los sabores dejados por los sirios-libaneses que llegaron en aquella época del caucho. Ahí están el kibeh, los charutos, el dulce de sésamo (gergelim), el tabuleh... Que también me encantan.



Los abuelos transmitiendo las historias familiares para que no olvidemos. Mientras meditaba en ello, he aquí, que, con el paso del tiempo, retrocedí años y más años, cuando mi familia paterna salió, a principios de 1900, del nordeste de Brasil, llegando al Estado del Acre fronterizo con Pando, en Bolivia, algo que ya he mencionado en otros artículos.  Bullía el caucho por esa época, con gentes de todas partes del mundo que dejaron sazones para el delirio. Y quien sabe alguna vez aspiré el sabor del ajiaco o de los huevos pericos preparados por un abuelo que llegó de Cartago (Valle del Cauca-Colombia), pasando por el Canal de Panamá, donde, según me contó durante unas vacaciones, cuando yo tenía unos 10 años, que había trabajado allí durante algún tiempo. He tenido el privilegio de ser escogida por los abuelos que pude conocer, para oír sus historias de vida. Yo iba grabándolo todo en la memoria para que no se perdiera con el tiempo. También hasta allí llegaron los japoneses y chinos que siempre me parecieron oriundos de la zona, tan normales como los descendientes de españoles y los propios nativos del lugar. Todo para dar lugar a un rico mestizaje. Gentes de todas partes y lenguas, que convivían, como los portugueses que allí se establecieron, entre ellos mi abuelo José, lisboeta que arribó allá por el año 1926 o 1927, por motivos que algunos lo cuentan de una manera, otros de otra. Solo sé que era muy generoso y tan gentil, preocupado por todos. Lo creo porque me lo repetía cada noche mi bisabuela Sinhá, su suegra, cuando le pedía la bendición antes de ir a la cama, durante unas vacaciones que pasé en su compañía: ‘la bendición abuelita’; siempre en portugués, ella respondía: ‘Dios te bendiga y te dé un marido como fue Costa (su yerno) para Querubina’. Querubina era su hija, mi abuela, quien también ya había muerto hacía tiempo cuando las trompetas habían empezado a sonar, una mujer de fe inquebrantable. Mi abuelo ya había muerto hacía muchísimo tiempo, mucho antes que yo naciera, durante un viaje hacia unas tierras donde realizaba sus asuntos de trabajo, pero su recuerdo había quedado para siempre; en el sabor del caldo verde o de los atardeceres de melancólicos fados. Nos dejó su nostalgia, de Leonor y de Manoel, allá en la Rua do Limoeiro. Ellas se habían quedado solas otra vez. En mi último viaje a Bolivia, pude reencontrarme con una de las hermanas de mi abuela, de las menores, ya que ella vive en el Paraguay. Recordamos a mi abuelo y contó mucho sobre él, se notaba el gran aprecio que le tenía, a pesar de que era muy pequeña cuando lo conoció, y el poco tiempo que pudieron compartir. Esta tía me aficionó a las historias de José y de Rut, y de Ester. Las contaba tan bien y con tanta pasión en la Escuela Dominical, que querías volver el domingo siguiente. En una iglesia donde los misioneros también habían llegado desde el otro confín del mundo, Australia, oyendo los ecos de servicio con que los había llamado el Señor.



Mis tías abuelas, además de trabajar incansablemente, sabían contar las historias de tal manera que siempre querías más… Yo me aficioné a ellas, pues nos transportaban a lejanos y misteriosos parajes donde se sucedían maravillosas historias. Siempre iban acompañadas de canciones. Ya me anunciaban una vida de continuas mudanzas, que empezaron en mi primer viaje internacional nada más nacer. Me han contado, y ¡ojo! siempre hay que ser consciente de que quien cuenta puede aderezar un poquito el mensaje con su propio condimento (por eso siempre es mejor ir a las fuentes y no dejarse llevar por suposiciones), que en épocas de inestabilidad política mi padre, muy joven, tuvo que salir huyendo por motivos de esta índole. Acertados o no, no me cabe a mí juzgarlo. Fui llevada hasta el vecino país, Perú, donde mi padre, José, se había refugiado en casa del hijo de un inmigrante italiano, casado con una tía mía. El viaje parece ser que fue a caballo o mula, y así pudimos tener un primer encuentro. Ni siquiera había tenido tiempo para serenarme después del primer encontronazo con el mundo y ya estaba cruzando fronteras. Ese viaje fue como para inaugurar un ir y venir constante hasta llegar a Salamanca. Pero sigo admirada y sorprendida ante el hecho de que pareciera que seguimos la hoja de ruta de nuestros antepasados, así no los hayamos conocido. Y es que pareciera que Rut es una de ellas. O Abraham. O Pablo. O mis bisabuelos y tatarabuelos que caminaron soñando con la tierra prometida. A cualquiera le puede parecer gracioso, pero es algo que se siente en lo más profundo de nuestro ser. Con sus luces y sus sombras, pero ahí está. Nada sucede por casualidad. Y no es puro cuento. Y no es para ponerse triste, o ser el mejor, sino para ver que en medio de las circunstancias Dios nos acompaña y nos prepara para que lo que viene sea más llevadero y tengamos una raíz firme a pesar de los vientos huracanados.



Pero la huida de mi padre generó animadversión y represalia contra sus familiares que quedaban en el país, y que eran extranjeros, lo cual dio pie a que por este motivo fuesen expulsados y tuvieran que salir huyendo de noche, sin nada, cruzando un arroyo llamado Bahía, a través del tronco de un árbol colocado de orilla a orilla, para que no los vieran. Otra vez migrando, esta vez a su propio país de origen: Brasil, aunque lejos del Nordeste de donde habían salido. Allí, tuvieron que empezar de nuevo, casi de la nada, pues lo habían dejado todo en Bolivia. Al final, por increíble que parezca, regresaron a tierras bolivianas y se quedaron allí hasta el día de hoy, amando ese país que no era el suyo, y jamás oí una palabra de reproche por parte de mis abuelas. Recién, hace algunos años, debido a situaciones similares, escuché que alguien mencionaba estos hechos. Porque el país no tenía la culpa de nada, a veces son las personas las que no damos la talla. Mi bisabuela, abuela y tías continuaron trabajando en el comercio. Entraban y salían productos. Y todos podían entrar a tomar café gratuitamente, allá en la cocina. O comer. Siempre había gente. Los soldaditos venían a comprar en cantidades mayores para sus comidas diarias, uno de ellos se quedó para siempre y no regresó a su lugar de origen y se convirtió en nuestro tío, que fue de los mejores. Yo todavía pude sentir esos aromas fruto del mestizaje. Y pude compartir con mi bisabuela, añorando sus días de actividad, sentada y envuelta en nostalgia, pero siempre recitando versos, aquellos que había aparcado por el trabajo. “Allá en la casa de piedra...”, empezaba, recordando las reuniones familiares anuales, donde según ella, cada uno de los parientes escribía un poema al llegar a la casa. ¿O quizá lo había soñado a causa de tanta saudade/morriña? Me contó de un escritor llamado José Martiniano de Alencar, también periodista y político; y de sus libros entre ellos ‘Iracema’, dándome su propia versión del libro, con ese estilo maravilloso para narrar las historias. Quizá lo habría leído durante su adolescencia allá por la Sierra do Araripe. Me contó sobre Bárbara de Alencar, otra de nuestras parientes, dijo, quien junto a sus hijos había participado en la revolución pernambucana de 1817. Y de una Biblioteca que estaba en Exú (Pernambuco). Quizá al estar ya llevando una vida sedentaria se le desbordaron los recuerdos que habían estado aparcados por 40 años, como a mí ahora. Y quería que alguien se hiciera cargo de ellos. Quizá aderezándolo todo con algunos sueños, como una gran contadora de historias. Una de mis tías me envió una carta suya dirigida a un hermano de mi padre que vivía en Curitiba, Brasil, en la que le cuenta cómo se siente ya al final de su vida. Todo en verso, que no sé si eran de ella o los aprendió en su tierra natal, por su juventud o adolescencia en aquella casa de piedra. Al final, no les importó el hecho de morir en tierras donde no habían nacido; pienso que nunca expresaron nada al respecto. A pesar de que estábamos al lado de Brasil, separados apenas por el río Acre. Agradezco esa apertura propiciando la integración; quizá por ello me adapto a todo y no me importa ser de este o del otro; pero no puedo pedirles a los demás que piensen igual.   



Así también pasó con los ascendientes gallegos de mi esposo Alfredo, aparte de los asturianos y brasileños, quienes, desde un lugar llamado Mondariz, en Galicia, llegaron a Puerto Maldonado, en Perú, otros a Chile y México, multiplicándose y enraizándose en esas tierras americanas.



Dicen los gallegos de Avión en el documental: “Lo más difícil de la emigración es que tienes un hueco en el corazón”. Otro dijo que la morriña es estar y no estar. Es querer estar y no salir, es querer volver. Es que cuando estás aquí quieres volver allá. Que no eres de aquí ni de allá.



Lo que sí tienen cierto es que para poder vivir hay que irse. Y que dejas mucha gente querida y cuando vuelves ya no están. Pero mejor vivir de pie allá, sea donde sea, y no aquí arrodillada.



Además, remató uno de los entrevistados: “La emigración me ha dado todo y me ha enseñado mucho”. Que así sea para los que salen desesperados buscando un arcoíris de esperanza, digo yo. 



Allí pude oír mencionar unos versos de Rosalía de Castro que está en As viudas d’os vivos e as viudas d’os mortos, que es una parte de su libro Folhas Novas (1880):



Iste vaise i aquel vaise



e todos, todos se van;



Galicia sin homes quedas



que te poidan traballar.



Tés, en cambio, orfos e orfas,



tés campos de soledad,



e nais que non teñen fillos,



e fillos que non tén pais.



E tés corazóns que sufren



longas ausencias mortás,



viúdas de vivos e mortos



que ninguén consolará.



Todo esto es el común denominador de nosotros los migrantes. Para los que vamos encontrando en el camino se convierten en nuestros parientes sin que ellos, muchas veces, lo sepan. Pero nosotros, secretamente, sí lo sabemos.



Plugo a Dios por los que están en el exilio. O los que vuelven y tienen que empezar de nuevo. Conozco de cerca a algunos. Pido por las caravanas de hondureños, o sirios, o rohingyas que vuelven a deambular sin destino cierto. Por los que salen de aquí o de más allá buscando trabajo.



Sé que no puedo ponerme al mismo nivel que los migrantes que lo tienen difícil y sufren tantas penalidades, pues dentro de lo que cabe, somos unos privilegiados. Pero con mucha modestia podemos decir mi esposo y yo que, desde finales de los 80 y hasta hace algunos años, hemos compartido lo poco con los que llegaban de fuera y con algunos de nuestras respectivas familias y gentes de aquí mismo y de allá, que llegaban por diversos motivos. Son etapas, luego viene otra cosa. Lo sabe el que mueve los hilos de nuestras vidas. Solo lo comento por si alguien piensa que todo ha sido palabra y más palabra.



Y tenemos que agradecer que hemos llegado a una ciudad, con sus luces y sus sombras, pero que ha sido acogedora, pues es como un imán para ciudadanos de todo el mundo. Y aquí llegan, y ella se reacomoda e intenta ser hospitalaria en la medida de sus posibilidades. Lo confirman Miguel de Unamuno, Fray Luis de León, Francisco de Vitoria, Nebrija, Dorado Montero, y tantos nombres que alcanzan hasta nuestros días y que aman esta ciudad y sus piedras doradas.



Cada uno tiene su momento para oír: No te olvides que fuiste forastero… Y te acogí. Así es. 



He elegido este poema Adios ríos; adios fontes (Cantares Gallegos, 1863) de Rosalía de Castro, quien desde su Galicia supo entender y transmitir, a través de sus versos, este sentir indescifrable, que es el de los migrantes, los suyos y los de todas partes.



Adios, ríos; adios, fontes;



adios, regatos pequenos;



adios, vista dos meus ollos:



non sei cando nos veremos.



 



Miña terra, miña terra,



terra donde me eu criei,



hortiña que quero tanto,



figueiriñas que prantei,



 



prados, ríos, arboredas,



pinares que move o vento,



paxariños piadores,



casiña do meu contento,



 



muíño dos castañares,



noites craras de luar,



campaniñas trimbadoras



da igrexiña do lugar,



 



amoriñas das silveiras



que eu lle daba ó meu amor,



camiñiños antre o millo,



¡adios, para sempre adios!



 



¡Adios groria! ¡Adios contento!



¡Deixo a casa onde nacín,



deixo a aldea que conozo



por un mundo que non vin!



 



Deixo amigos por estraños,



deixo a veiga polo mar,



deixo, en fin, canto ben quero...



¡Quen pudera non deixar!...



 



Mais son probe e, ¡mal pecado!,



a miña terra n'é miña,



que hastra lle dan de prestado



a beira por que camiña



ó que naceu desdichado.



 



Téñovos, pois, que deixar,



hortiña que tanto amei,



fogueiriña do meu lar,



arboriños que prantei,



fontiña do cabañar.



 



Adios, adios, que me vou,



herbiñas do camposanto,



donde meu pai se enterrou,



herbiñas que biquei tanto,



terriña que nos criou.



 



Adios Virxe da Asunción,



branca como un serafín;



lévovos no corazón:



Pedídelle a Dios por min,



miña Virxe da Asunción.



 



Xa se oien lonxe, moi lonxe,



as campanas do Pomar;



para min, ¡ai!, coitadiño,



nunca máis han de tocar.



 



Xa se oien lonxe, máis lonxe



Cada balada é un dolor;



voume soio, sin arrimo...



Miña terra, ¡adios!, ¡adios!



 



¡Adios tamén, queridiña!...



¡Adios por sempre quizais!...



Dígoche este adios chorando



desde a beiriña do mar.



 



Non me olvides, queridiña,



si morro de soidás...



tantas légoas mar adentro...



¡Miña casiña!, ¡meu lar!


 

 


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