La tercera edad nos ha quedado chica.
No existen documentos fidedignos que permitan conocer las razones para que, de pronto, las “grandes edades” de los hombres se redujeran de un promedio de 1000 (Matusalén vivió 996 años) a uno de 80 (Einstein murió a los 76) o menos. Y si las predicciones actuales de los que se adelantan al futuro en materia de salud resultan ciertas, en unas cuantas décadas quizás se siga retrocediendo hasta llegar a un promedio de -50. (Véase mi artículo “La longevidad amenazada”.)
Los estudiosos de los hechos de la Historia, acostumbrados a trabajar con pruebas fidedignas, han tenido que conformarse con supuestos. Uno de estos supuestos es que el fin de las “grandes edades” lo habría determinado el Gran Diluvio Universal. El capítulo 6 de Génesis parece ofrecer base para establecer una relación entre la maldad de la raza humana que movió a Dios a programar el exterminio, por agua, de todo ser viviente a excepción de Noé, su familia y una selección de animales, y aquella conflagración universal: «Al ver el Señor que la maldad del ser humano en la tierra era muy grande, y que todos sus pensamientos tendían siempre hacia el mal, se arrepintió de haber hecho al ser humano en la tierra, y le dolió en el corazón. Entonces dijo: “Voy a borrar de la tierra al ser humano que he creado. Y haré lo mismo con los animales, los reptiles y las aves del cielo. ¡Me arrepiento de haberlos creado! Pero Noé contaba con el favor del Señor”». “ Y dijo Jehová: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; mas serán sus días ciento veinte años”.
Sin embargo, la duda persiste. ¿Por qué habría de ser precisamente el diluvio el que incidiera en este “cambio de planes” respecto de la edad del hombre? En aquellos tiempos, el ser humano desarrollaba su vida apegado a la naturaleza, lo que parecía ser garantía de una larga vida. Su alimentación procedía de lo que sembraba y cosechaba y de lo que cazaba. No había aditivos ni hormonas de crecimiento como las que abundan hoy en los famosos pollos. Toda lo que se comía se cocinaba en casa. Las enfermedades se curaban con hierbas, no había contaminación ambiental ni habían aparecido las Monsanto con sus productos cancerígenos, las madres amamantaban a sus hijos y no se habían descubierto las drogas adictivas que matan a quienes las consumen. No había televisión ni redes sociales. Tampoco había “fake news”. Había tiempo para que los hombres se sentaran a platicar, o a “sesionar” a las puertas de la ciudad mientas la tarde caía y la noche extendía su manto de oscuridad sobre la faz de la tierra. De lo único que podemos “agarrarnos” para entender este fenómeno de las edades es de Génesis 6.3.
Cuando llegué a la tercera edad y la sobrepasé con la misma naturalidad de quien sale a dar un paseo en horas del fresco de la mañana, me di cuenta de que la división que tradicionalmente se ha hecho de las edades del hombre: infancia, madurez y vejez ya no sirve en el siglo XXI. Y me propuse iniciar una campaña para dejar la tercera allí donde está y añadirle una cuarta. De esta forma, las cuatro edades del hombre quedarían así: Inmadurez, de 0 a 25; adultez, de 25 a 50; vejez, de 50 a 75 y ancianidad, de 75 hasta el final del camino.
Dos razones fundamentales sustentan esta propuesta. La primera es que la idea de las tres edades data, según registros históricos, de los años de 1500; es decir, desde hace más de 500 años. Y todo surgió, no de un estudio científico de los sabios de aquella época, sino de un cuadro que pintó un señor de nombre Ticiano Vecellio entre los años 1511 y 1516 donde deja expuestas, con seres reales y uno mitológico las tres edades del hombre: niños jugueteando con Cupido, una pareja de jóvenes platicando aparentemente enamorados y, en el fondo, un anciano observando un cráneo humano que sostiene en su mano derecha. Con todo lo famoso que era, Ticiano no podía cambiar la realidad, ni tampoco se lo propuso sino que simplemente, inspirado en el tema del desarrollo de la vida, hizo lo que sabía hacer: pintó esa obra de arte que hoy se encuentra expuesta en la Galería Nacional de Edimburgo, Escocia.
Con el correr del tiempo, a alguien se le ocurrió “sacralizar” su idea y de esta manera llegó a ser un principio aceptado sin mayor reflexión por la humanidad. ¿Hasta ahora?
Y la segunda razón es que por aquellos años, la gente moría joven. No se habían hecho los descubrimientos de nuevas medicinas que hoy día prolongan la vida. La anestesia habría de empezar a utilizarse en seres humanos más de 200 años después. Hay una leyenda –no confirmada como un hecho real-- que dice que el presidente George Washington usaba una prótesis dental hecha de madera. Las pestes mataban pueblos enteros; no se habían inventado las vacunas de modo que a los 40, la gente ya era anciana. Mozart murió a los 35. Frédéric Chopin a los 39. La madre de la novela “La madre” de Máximo Gorki era anciana a los 40. Mi amigo Emilio Carabantes, en cambio, acaba de cumplir 91. Juanita se acerca a los 90 y sigue preocupada de Fernando, su marido, al que le falta poco para llegar a los 100. Mi madre murió a los 96 y su hermana ya va llegando a los 98.
Acogiéndonos pues a lo que registra la historia, es justo pensar que a los 1500 años se hablara de tres edades; sin embargo, para ser ecuánimes con la realidad de hoy cuando nos acercamos al primer cuarto del siglo XXI también es justo que hablemos de cuatro. Porque la verdad es que la tercera edad nos ha quedado chica.
Y para dar el ejemplo, yo mismo me traslado motu proprio con la bandera del cambio flameando alto, de la tercera a la cuarta. El que sea valiente…
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