Y, con los mismos aparejos de siempre pero con una determinación renovada, se hizo a la mar.
“El viejo y el mar”, novela de Ernest Hemingway escrita en 1951, publicada en 1952 y traducida a 41 idiomas, fue llevada al cine en 1958 con Spencer Tracy como actor principal. Para hacer de ella una película se usaron escenarios en Cuba, Perú, Panamá, Nassau y Hawái. Por “El viejo y el mar” Hemingway obtuvo en 1953 el Premio Pulitzer; y por su obra completa, el Nobel de Literatura un año después. Nacido en Oak Park, Illinois el 21 de julio de 1899, Ernest Miller Hemingway falleció por auto eliminación en Ketchum, Idaho, el 2 de julio de 1961. Tenía 62 años.
Aunque lo creían ya acabado, el viejo sabía de lo que aún era capaz.
El bote y él eran compañeros inseparables; de tanto andar juntos, el dúo se había convertido en un trío: él, su bote y el mar.
A lo largo de los años, su buen olfato de pescador le había provisto de una fama envidiable. Todos lo reconocían como un amo y señor de las aguas profundas. Con el producto de su trabajo logró construir su casita cerca de la playa. Desde allí acostumbraba a platicar con las olas y preguntarle al viento por sus correrías. Tirado en su camastro o sentado ante la mesa de su modesto comedor mantenía largos monólogos y leía todo lo que le venía a la mano. Para él, su amigo el mar no tenía misterios. Lo que sí le resultaba un enigma que lo mortificaba era darse cuenta de que, últimamente, salir a pescar le estaba resultando una experiencia desalentadora. Iba con la expectación rebosando y volvía con el bote vacío. Quien más reclamos le hacía no era tanto su auto estima como su orgullo aunque aquélla, poco a poco, se volvía mustia y perdía su apresto; por eso, cuando los demás pescadores de la caleta –que habían aprendido a quererlo y a respetarlo-- empezaron a expresarle con una que otra sonrisita burlona sus sospechas de que ya como pescador estaba acabado, algo dentro de él se revolvió como animal herido. “Saldré”, se dijo, “y volveré con el pez más grande que jamás nadie aquí haya logrado pescar”.
Y, con los mismos aparejos de siempre pero con una determinación renovada, se hizo a la mar.
Después de días y noches buscando lo que le devolviera el respeto de la caleta, logró dar con lo que quería. Un pez espada de dimensiones colosales y de fuerza descomunal mordió el anzuelo transformándose en la presa que reivindicaría su buen nombre. Trató de subirlo al bote pero la fuerza del pez y sus intentos desesperados por recuperar su libertad no se lo permitieron, así es que se dispuso a “arrastrarlo” hasta la orilla.
En este punto bien pudo empezar a tomar forma la moraleja que quizás nació y creció en la mente de Hemingway mientras escribía la novela; moraleja que no deja de enseñarnos que el mérito no está tanto en conseguir el premio –por más justo que sea ir tras él-- sino en el empeño y en la persistencia que se puso para alcanzarlo. Trabajar duro en la vida produce sus beneficios, sea grande o pequeño lo que quedó al final como recompensa. En el caso del viejo, la larga y azarosa jornada de regreso significó que la suya fuera desapareciendo poco a poco. Los depredadores insaciables --atraídos por la sangre del pez cautivo que iba tiñendo las aguas—dieron cuenta de ella tras sucesivas embestidas y furiosas dentelladas.
Cansado de tanto luchar por defender lo que ya era suyo pero satisfecho, el viejo llegó a tierra. Aun dentro del bote, se volvió para mirar lo que había quedado del pez. Su única reacción fue una sonrisa y un pensamiento que no transformó en palabras: “¡Vaya! ¡No estuvo tan mal después de todo!” Alzó la mirada y la dirigió a la inmensidad del océano. Volvió a sonreír y a decir, con voz sin voz: “¡Te portaste bien, amigo mío! ¡Sabía que no me podías fallar!” Cuando se aprestaba a sacar del agua ese enorme esqueleto y llevárselo para colgarlo como trofeo en algún lugar de su cabaña, lo sorprendió el estallido de una bomba de risas, palabras amables, gritos de júbilo y aplausos. La caleta en pleno se había reunido para presenciar su llegada. No fueron necesarias palabras ni explicaciones para que todos comprendieran que en la disputa por defender su honor, el viejo había ganado. Mirando a todos y a nadie en específico, esbozó su sonrisa, alzó la mano como diciendo “¡Gracias! ¡No es nada!” y a pasito lento se dirigió a su cabaña.
A nadie le había quedado duda que el viejo tenía aún lienza para rato.
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