Los pechos son órganos para dar fruto a aquellos que han sido gestados en el seno materno.
Analizaremos el versículo tres del capítulo siete de Cantares: “Tus dos pechos, como gemelos de gacela”.
Lo primero es definir la función fundamental de los pechos de una mujer, que es amamantar a sus hijos. La leche materna es el alimento más completo que el niño/a necesita para satisfacer sus necesidades biológicas y nutricionales.
En la base del cerebro existe una glándula llamada hipófisis que regula todo el funcionamiento hormonal del organismo.
Esta glándula estimula la producción de prolactina, una hormona que durante el embarazo actúa sobre las glándulas mamarias y las modifica, para que puedan cumplir de manera satisfactoria sus funciones fisiológicas con la finalidad de aportar al nuevo ser todos los elementos biológicos para su desarrollo normal, desde el punto de vista somático y nutricional.
En otra descripción de su amada, el esposo describe esta parte tan importante del cuerpo de su esposa de la siguiente manera: “Tus dos pechos, como gemelos de gacela, que se apacientan entre lirios (o violetas)”
En el capítulo anterior hablábamos del vientre de la esposa como “montón de trigo cercado de lirios”; la idea es la de una mujer embarazada en la que el vientre aumenta de volumen, de manera armoniosa, y las vetas azules que se aprecian en el mismo –de muchas mujeres embarazadas– corresponderían a los lirios o azucenas que aquí se describen.
Todas estas transformaciones –de forma y de color– se deben a las alteraciones circulatorias que se producen en el vientre de una mujer grávida.
En el embarazo los ovarios dejan de funcionar y desde la base del cerebro actúa una sustancia que estimula los pechos y favorece su transformación, aumento de tamaño y multiplicación de los conductos galactóforos, que conducirán la leche secretada por la gestante al exterior, para alimentar al recién nacido.
Volviendo a la exégesis y a la interpretación alegórica, diríamos que los pechos de la esposa-iglesia, sirven para alimentar a los que están dentro del vientre materno en periodo de gestación y un día saldrán fuera, al ser alumbrados a una nueva vida.
Así, pues, los pechos dan un fruto que servirá de alimento a los recién nacidos para su crecimiento, a fin de ir creándose una infraestructura sólida que favorezca un desarrollo idóneo en los diversos estadios por los que pasa su personalidad.
A este propósito escribía el apóstol Pedro: “Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones, desead, como niños (griego-lit- bebés) recién nacidos la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para salvación, si es que habéis gustado la benignidad del Señor”.
La frase: “la leche espiritual no adulterada”, literalmente del griego se traduce por “la leche de la Palabra sin dolo”.
Por consiguiente, se trata de saber alimentar a los recién nacidos, no sólo con el alimento esencial de la Revelación de Dios, sino también extrayendo de la Revelación bíblica todos los elementos necesarios para que el bebé, al ir necesitando alimentos más sólidos, pueda ir alcanzando los diversos estadios en su crecimiento, hasta conseguir una personalidad completa desde el punto de vista antropológico.
Si todo el proceso se realiza de manera adecuada, el esposo podrá contemplar a su amada con la percepción que se especifica en los versos seis a ocho de este mismo capítulo:
“Qué hermosa eres, y cuan suave, oh amor deleitoso. Tu estatura es semejante a la palmera, y tus pechos a los racimos. Yo dije: Subiré a la palmera, asiré sus ramas. Deja que tus pechos sean como racimos de vid”.
Los pechos son órganos para dar fruto a aquellos que han sido gestados en el seno materno.
Cuando los pechos no han sido trasformados durante la gestación no dispondrán de los recursos necesarios para aportar al fruto de la concepción el alimento idóneo que pueda ser digerido por el organismo virgen del nuevo ser.
¿Qué ocurre si no existe ese alimento lácteo indispensable para alimentar a los recién nacidos? Que la leche materna tiene que ser sustituida por otros elementos lácteos sucedáneos, pero por buenos que éstos sean nunca serán tan saludables y eficientes para la alimentación del niño/a como el alimento natural que brota de los senos de su propia madre.
En el supuesto de que la esposa fuera una figura de la Iglesia, ésta, dejándose dirigir por su cabeza (Cristo), tendría que aportar los recursos de sus propios pechos para satisfacer los deseos de su esposo:
“Evangelizad, haced discípulos a todas las naciones (gr: a todas las etnias), bautizándolos y enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo(o hasta la consumación del siglo )” Mateo 28:19-20.
El desarrollo del “hombre nuevo en Cristo”, pasa por estos tres estadios soteriológicos: conversión, bautismo y conocimiento de todo el Consejo de Dios para la edificación del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.
A este respecto hay que tener en cuenta la función de los pechos de la madre, no sólo para darle al recién nacido el alimento más idóneo, que es el propio fruto de sus pechos, sino también el soporte afectivo emocional que la madre aporta a su hijo/a, mediante el contacto del mismo/a con las glándulas mamarias de su progenitora.
Entre el neonato y su madre se establecen unos lazos afectivos, psicológicos y emocionales que son indispensables para que el bebé vaya, no sólo creciendo en estatura y desarrollo somático, sino también, y necesariamente, en la formación y en la tectónica de su personalidad desde el punto de vista psico-emocional.
Esta profunda relación materno-filial se realiza a nivel subliminal e inconsciente, sobre todo por parte del hijo/a.
El nuevo ser recibe de su madre alimento biológico, psicológico y emocional, necesario para el buen desarrollo homeostático de su persona.
Las demandas del niño/a sólo pueden ser satisfechas por la madre. El neonato ha estado durante nueve meses alimentado física y psicológicamente por su madre a través del cordón umbilical que los unía.
La madre no sólo le trasmite al embrión y al feto –especialmente a este último– los elementos orgánicos y biológicos imprescindibles para su desarrollo físico, sino que además le transmite sus vivencias intra-psíquicas más profundas.
El recién nacido tiene necesidades materiales y también anímicas. Necesidades que son satisfechas por la madre. ç
Madre e hijo/a viven una relación simbólica durante nueve meses, relación que se continua después del nacimiento y que se extiende durante todo el periodo de lactancia.
Esta relación puede sufrir cambios cuando el hijo/a alcance la edad de tres años. Si esta relación madre-hijo/a no discurre por caminos adecuados pueden llegar a producirse trastornos psico-emocionales serios tanto en los hijos como en sus progenitoras.
Esta relación es única y empieza a establecerse desde el principio de la gestación. La conciencia que la madre tiene del hijo/a durante el periodo gestante no tiene nada que ver con la que puede ir desarrollando el padre, al que le cuesta mucho más integrar e introyectar en la esfera de su intimidad la persona del hijo/a que va a nacer.
Una vez que el nuevo ser nace, el padre necesita bastante tiempo para interiorizar al hijo/a, mientras que la madre lo tiene ya integrado en lo más íntimo de su ser desde antes de su nacimiento; fundamentalmente porque ha vivido dentro de ella durante todo el periodo de la gestación y han compartido la misma alimentación, la misma respiración, las mismas emociones…lo que ha permitido a la madre desarrollar una conciencia profunda y trascendental de la realidad del fruto de su concepción.
La ruptura del cordón umbilical es necesaria para establecer que el hijo/a es una persona única y diferenciada de su madre. La estrecha relación simbiótica entre madre–hijo/a tiene que ir evolucionando progresivamente.
Desde su nacimiento la profunda relación afectiva-emocional del hijo/a con su madre se va modificando de manera notable. Esta modificación está en función de la propia evolución sexual del nuevo ser.
El hijo/a recibe de los pechos de su madre el alimento biológico y psicológico que necesita para el desarrollo adecuado a sus necesidades físicas y psico-emocionales.
Dentro de estas últimas se encuentran las demandas psico-sexuales del nuevo ser. El instinto sexual (uno de los más importantes del ser humano) no aparece en la pubertad, como en general se cree, sino que la psico-sexualidad empieza a formarse durante el embarazo en el mismo claustro materno.
Según los aportes psicoanalíticos al conocimiento de la sexualidad humana, ésta pasa por tres fases fundamentales: fase oral, fase sádico-anal y fase genital.
El instinto sexual va desarrollándose y proyectándose en diferentes partes del cuerpo del niño/a: primero en la boca: fase oral; segundo en la región anal: fase sádico-anal; y en tercer y último lugar, en los órganos sexuales propiamente dichos: fase genital.
La fase oral (que corresponde al primer periodo del desarrollo extrauterino del recién nacido) se satisface por la boca (la lactancia materna no sólo facilita alimento para el desarrollo físico del recién nacido, sino que también satisface las demandas inconscientes del instinto sexual en este primer desarrollo de la sexualidad).
De hecho, en los adultos, la boca ocupa un lugar muy importante como componente del comportamiento sexual en su encuentro íntimo con el ser amado.
Si el instinto sexual no se ubica en los órganos adecuados, en los diferentes momentos de su desarrollo, pueden surgir patologías que se manifestarán a lo largo de la vida del nuevo ser humano.
Retomando la interpretación alegórica de Orígenes, la esposa se convierte en la Iglesia y el esposo, en Dios o Cristo. De la relación del alma-espíritu de los diferentes entes individuales con el “Ser Transcendente” se gesta una “persona colectiva” denominada “Cuerpo de Cristo”.
A la Iglesia le corresponde cumplir con todas las funciones que hemos determinado para la esposa: gestar, dar a luz y alimentar a todos aquellos seres que nazcan y tengan que devenir una nueva realidad pneumática y existencial.
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