En ‘Imperiofilia y el populismo nacional-católico’, Villacañas muestra una y otra vez la condición populista de la obra de Roca Barea, con todos sus aspectos accesorios.
Ha tenido el profesor José Luis Villacañas el coraje cívico de confrontar y dejar en su sitio las pretensiones de Roca Barea. En su libro que aquí referenciamos: Imperiofilia y el populismo nacional-católico, muestra una y otra vez la condición populista de la obra de Roca Barea, con todos sus aspectos accesorios.
Se trata de un populismo “histórico”, donde puede usar cualquier afirmación o cita como ladrillo que sirve para levantar el pedestal donde luego colocar “su” España. Eso es lo importante, y cualquiera que la niegue en base a criticar alguna de sus declaraciones, será un renegado, si es español, contra su patria, o un hispanófobo, si es extranjero. Es más, puede afirmar sin pestañear, que naciones notables de Europa solo son en tanto que contra España.
Sin embargo, algunos han recibido como bálsamo esa “altura” de España, y más si aparece en un supuesto pedestal “histórico”. Tanta necesidad había de ver España en algún sitio alto, que nadie se para en ver el soportal de su elevación. Roca Barea les ha proporcionado una imagen de España que les sirve para contrastar con las “propagandas” infames del independentismo catalán.
Qué importa si en el pedestal ha colocado un ladrillo como este: “Torquemada, comparado con Calvino, parece una mascota” (ese Calvino que controlaba la economía de Ginebra, sus ejércitos, y liquidaba a sus enemigos, matando a unos 500). Lo que importa a los elevadores de la elevadora de España es que “ante una frase así, podemos quedarnos satisfechos. No conocemos mejor a Calvino ni a Torquemada, ni a España ni a la Ginebra moderna, pero tenemos una expresión con la que nos sentimos reconfortados y a gusto en nuestro sentimiento de superioridad”. (p. 105) Ese ladrillo lo ha formado Roca Barea con todo su bagaje “populista intelectual”. Con Calvino, según “su” historia, nos asegura que “los destierros y la hoguera se convirtieron en un paisaje semanal”. Esta, nos dice el profesor Villacañas, “es una afirmación absolutamente monstruosa, escrita con la finalidad de apabullar al lector ingenuo” (p. 104). Así, ladrillo tras ladrillo, documento que “descubre” la verdad histórica de España, tras documento que descubre tal verdad (así lo afirman algunos elevadores de la elevadora). Documentos tan falsificados como la falsa donación de Constantino, pero ¿a quién le importa?, si con ellos se eleva la santa iglesia católica y España, ambas verdaderas por naturaleza.
Otro ladrillo, muy querido y recurrente en la autora, es presentar a Lutero como un antiespañol esencial, promotor de la leyenda negra contra nuestra dorada nación. Vaya, que el bueno de Lutero, sumergido en las simas de su alma delante de Dios, realmente solo era alguien que tenía como objetivo único acabar con la idea gloriosa de Carlos V, y que sus señores alemanes, de los que era lacayo (por supuesto nadie es “lacayo” de Carlos V), pudieran robar la propiedad del emperador, que era lo mismo que robarle a España. Anacronismo puro, pero como ladrillo le vale. Que Carlos fuera emperador sobre el Sacro Imperio Germánico, con sus territorios, no hace que “España” sea la dueña de esos territorios, (tampoco lo era el emperador) y que si los pierde Carlos los pierde “España”. Eso es evidente, pero no se lo propongan a Roca Barea. Que incluso pondrá sonrisa populista y nos dirá que cómo se va a negar un hecho tan evidente: que Lutero era hispanófobo padre de la propaganda contra España, si están ahí las cifras de negocios de las imprentas que hicieron su agosto con ese afán de Lutero. ¿Cómo se puede afirmar algo así? Nos previene Villacañas, si de las más de tres mil obras de Lutero, “¿cuántos de esos libros fueron contra España? ¿Triunfaron las imprentas porque todos esos panfletos se dirigían a la lucha contra España?” (p. 95)
“Obviamente no”. Pero el ladrillo ya está puesto, y no se puede quitar que todo se viene abajo, y se abaja España al suelo de la realidad. Sigue nuestro autor: “Así que Lutero no parece haber sido particularmente antiespañol. Pero lo más gracioso es que cuando analizamos de cerca la contribución de la propaganda reformada a la leyenda negra contra España, y recorremos las fuentes que cita Roca Barea, tenemos que son colecciones de grabados y panfletos gráficos todos los cuales se dirigen… ¡contra el papa! A no ser que la propaganda antipapal sea parte de la leyenda negra española, no entiendo el argumento. A no ser que España y el papa sean sustancialmente la misma cosa y el imperio español y el papado sean uña y carne, no podemos decir que Lutero, con sus miles de panfletos contra la curia, sea el principal forjador de la leyenda negra contra España”. (p. 96)
Efectivamente, aunque Roca Barea dice una y otra vez que no es creyente, sí cree que la iglesia católica es santa de naturaleza. Las otras, protestantes, nacen para quedarse con los bienes de la romana, y para fastidiar a las naciones (o imperios) que la defienden. De ahí proceden todos los males de España, también en la actualidad. Y ante este modelo de “historia” mundial, si pones alguna pega, eres enemigo del progreso, del bien, y, por supuesto, de España.
De su natural no es previsible que Roca Barea lea el libro del profesor Villacañas. De todos modos, si alguien le resume el final, donde nuestro autor explica las razones de su trabajo, lo previsible es que coja un berrinche, y si se lo exponen correctamente, puede que el berrinche torne soponcio. Pues precisamente lo que se afirma es que tanto populismo e infamia se da en el independentismo catalán (la gran excusa para elevar a la autora), como en el nacionalismo que defienden los que la usan como bandera. Vaya, que son una misma cosa; que, al quitarse el capirote, resulta que han hecho la misma procesión, con la misma cruz de guía. ¡Y ambos bandos nacen con identidad católica!
“Desde luego, estas notas precipitadas sobre la relación saludable entre pasado, presente y futuro deberían haber llegado de algún modo a la conciencia de los historiadores y políticos catalanes, que han sumido a su país en una crisis sin precedentes que compromete su destino como nunca antes. Su visión falseada e idealizada del pasado ha producido la expectativa de una falsa idea de libertad como desvinculación absoluta de España y de su historia. Ahí todo brota también, como en Roca Barea, de una identificación absoluta con un pasado considerado eterno y esencial. Esa representación responde al deseo, no a la verdad de la realidad. Así que este libro de Roca Barea parece ciertamente la respuesta simétrica igual de fundamentalista, igual de ilusa e igual de falsa a esa comprensión y uso de la historia de muchos independentistas catalanes. En el ámbito de la historia, como se ve, lo contrario de una falsedad es una falsedad contraria, no la verdad. Aquí el libro de Roca Barea es sintomático de lo que en otro sitio he llamado el síndrome de la nación tardía [España habría comenzado como nación en la guerra contra Napoleón; antes es estado y corona “imperial”, pero no nación], que también padecen los independentistas catalanes, desde luego. Una nación tardía no tiene la seguridad de sí misma salvo si se eleva a absoluta. Aquí Torra y Roca Barea mantienen la misma actitud. Pero constituye un destino especial de la nación tardía española el tener que mimetizar las inseguridades de la nación tardía catalana y así verse obligada a responder a sus distorsiones con otras exageraciones. Hay mucho de síndrome de dualismo apocalíptico en esta disposición mental, pero poco sentido de las libertades concretas. En este contexto podemos ver la funcionalidad sintomática de Imperiofobia. Escandalizada porque no hubiera respuesta nacionalista española a los excesos del nacionalismo catalán, ha compensado esa ausencia con una obra que calma muchas inseguridades, genera fidelidades absolutas y atiende la conciencia desdichada de muchos de los que se veían peligrar como pueblo. De ahí su apelación a los estratos acomodados de la sociedad española, que han respondido con fervor. El libro les dice que su posición social no es gratuita, que su bienestar es el propio de una gran nación imperial, y de que ninguna elite de escritores funcionarios o pagados por la oligarquía catalana puede impugnar su lugar histórico bien conquistado. Pero yo me permito ver en todos esos espíritus la inquietud de la debilidad y la falta de seguridad y autoestima de quien en el fondo ignora su propia historia y está inseguro acerca de su legitimidad.
Porque en lugar de mostrar con firmeza el carácter históricamente insano del independentismo catalán, Roca Barea se ha lanzado a una burda imitación, hasta configurar su propio absoluto. En lugar de denunciar con sobriedad su populismo intelectual, se ha entregado a producir otro populismo antipático, supremacista, prepotente, desconsiderado, incapaz de tomar distancia respecto de lo que es España, lo que es Cataluña y lo que es Europa”. (p. 256-257)
Con este modelo en una parte y en la otra, lo “primero que sepultamos es la democracia, pues, como vimos, lo que buscan las visiones como la de Roca Barea es diferenciar amigo y enemigo, lo que es contrario al espíritu democrático. El coraje cívico implica valor para reconocer nuestras imperfecciones como comunidad política y, al mismo tiempo, el valor y la sobriedad para no sentirnos deprimidos por ellas y tener que generar entusiasmos postizos para ignorarlas, compensarlas y darnos ánimos. En realidad, el libro de Roca Barea carece de coraje en todas estas dimensiones y no es sino una autoexcitación desesperada. Se diría que temiera nuestra muerte como pueblo si dejara de golpearnos con su martillo. Esta agitación es completamente estéril y nos aleja de los retos reales que tiene nuestro país como comunidad social y política. Pues en efecto, toda esta falta de coraje testimonia la carencia más decisiva: el coraje de conocer.” (p. 258)
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