Sí, es más fácil pasar de largo. Un coche nos esperaba, pero yo me detuve porque el amor pudo más. No es difícil llorar ante tanto abandono.
En medio de la cotidianidad de las noticias sobre los migrantes del mundo y sus peripecias, recordé aquella época posterior al ‘boom de la construcción’, cuando, en medio de la crisis que afectó a España, muchos migrantes tuvieron que regresar a sus países de origen. Corría el año 2011, y yo, como migrante privilegiada, y lo digo con sencillez y casi con cierta tristeza al compararme con los menos favorecidos, fui, entre otros, testigo de las dificultades de algunas personas oriundas de América Latina o de otros países de la antigua Europa del Este, y quizá de algún lugar más. Fue en medio de esos momentos que viajamos a Ecuador, y coincidimos con muchos de esos migrantes que volvían a casa, con ese sentir agridulce, pues el corazón ya lo tienes partido por una raya que difícilmente puede ser borrada. La tristeza, la autoestima por los suelos, la decepción, la nostalgia anticipada se podían vislumbrar en la mirada perdida en el horizonte de los seres humanos del éxodo de todos los tiempos. Pero lo que más me impactó fue el sentir de un niño que a su tierna edad ya experimentaba los azotes del desarraigo.
Llegando a mi destino, escribí estas líneas que rescato hoy porque, lamentablemente, los peregrinajes en busca de mejores horizontes no pasan de moda.
Estoy en Quito (Ecuador). Asisto a un encuentro literario con mi esposo, pero también con la intención de conocer en 10 días algo más de este país andino del que sólo tenía pocas referencias y algún conocido. Así como un hermano de Otavalo que asiste a mi iglesia.
Mis planes eran descansar y leer en el avión. Pero resulta que no eran los Suyos. Ya desde la fila, al entrar en la aeronave, nos encontramos con muchos ecuatorianos. Casi sin pensarlo empezamos a hablar con personas de todas las regiones de Ecuador que son tres: Sierra, Costa y Oriente. Más Galápagos. Quedamos para hablar más tarde con uno de ellos. Saber de su vida en España, etc. Sentí una cercanía intensa hacia esta gente, algo me conectó con ellos y ya no pude parar. Al buscar nuestros asientos, una chica ecuatoriana se sentó a mi lado. Me contó que iba a su país por un mes. Trabaja esporádicamente, ahorra todo lo que puede porque necesita ayudar a sus padres, así como ellos la habían ayudado toda su vida. Esto en América Latina es casi un deber, una cuestión de honra, honrar a tus mayores. Busco al de la fila, tiene ganas de hablar, de contar que va a su país “para ver”, pero que ha dejado a su novia en España y “ella no quiere saber de ir para Ecuador”. “No me quedaré en mi país”. Hoy por hoy no tiene trabajo. Se siente partido entre dos amores, como lo estamos tantos otros que ya no somos ni de aquí ni de allá. Descubro que hay millones que se sienten así. ¿A alguien le importa? Él es de Santo Domingo. Los hago recordar su música: el pasillo, la salsa, la cumbia. Las comidas: la cocada, el ceviche, el encocado. El coco es uno de los ingredientes estrella en la costa, me cuentan. Los que están a su lado comentan cosas; todos tienen una historia que contar.
A mi lado se sientan Carmen Hernández y su primo Miguel Ángel, de 10 años. Son ecuatorianos. Le hago una breve entrevista que consintió sin dudarlo:
¿A qué vas a tu país?
Volvemos definitivamente. Mis tíos con sus dos niños, Miguel Ángel es uno de ellos. Yo ya estaba cansada; ellos por falta de trabajo. La crisis ha cambiado la situación.
¿Cuánto tiempo viviste en España?
Nueve años en Valencia. Pensé regresar antes, pero me quedé. Tenía que mantener a mis padres. Él está enfermo y mi madre apenas trabaja.
¿Crees que en España hay racismo?
Dicen que hay algo, pero a mí me han tratado muy bien. Nunca tuve problemas.
¿Es fácil dejar este país que te acogió?
No. Ni siquiera me despedí de mis amigos. En mi trabajo dije que volvería dentro de dos meses. No he podido decirles adiós, es muy doloroso. Te acostumbras. En Ecuador están mis padres, mas parte de mi vida está en España. Peor lo va a tener mi primo. Llegó a España con sólo dos años de edad. Ahora tiene diez. ÉL piensa que se va de vacaciones y está contento, pero dice que dentro de seis meses regresa, que sólo va de paseo. (Yo le pregunto a Miguel Ángel si está contento de volver a Ecuador y si le gusta. Dice que sí, sonriendo, pero que vuelve a España dentro de seis meses, confirmando lo que dice su prima. Habla el valenciano y le gusta la paella; y su cole, sus amigos. ¡Qué duro para un niño esto de las migraciones!).
¿Cómo ves el futuro en tu país; sabes qué te espera allí?
No. Tengo que empezar de nuevo. He cambiado, habrá cosas a las que me va a ser difícil acostumbrarme. Tengo algunos ahorros; sin embargo, si no encuentro trabajo… Mis padres dependen de mí. No lo sé. El futuro es incierto.
Aprovecho y le digo que yo también tengo problemas y tristezas, pero, aunque me afectan, Dios me da la fortaleza para seguir adelante. Le hablo de Su amor, de su Hijo y su Obra en la cruz. De abandonar lo viejo para empezar algo nuevo. “Yo no practico ninguna religión”, dice. “Pero en Valencia tenía una amiga evangélica que trabajaba con niños y jóvenes (lo dice con admiración). También conocí a una señora española, evangélica, que ayudaba mucho a los extranjeros. Siempre me visitaba. La llamábamos ‘mamá Trini’. Y he oído que mis parientes en Ecuador, que eran católicos, ahora son evangélicos”. Yo pensaba para mí: ojalá ellos continúen la siembra en este corazón.
Sigo caminando por los pasillos del avión, buscando… Me he enganchado a ellos. Veo a un señor mayor, o tal vez no lo es tanto, pero pesan los años de preocupaciones, los problemas, la nostalgia. ¿Vuelve?, le pregunto sin ambages. “Sí –dice-, después de trece años en España. Hace seis que no trabajo y no queda otra”. Se lleva a tres nietos. Sus hijas se quedan en San Sebastián. ¿Cómo lo trataron los vascos?, le pregunto. “Muy bien”, dice entusiasmado, “la pena es que se acabó el trabajo. No podía aguantar más”. Noto que vuelve tal como salió de su país. Sólo con la carga de tener que empezar de nuevo.
Sigo caminando y escucho las conversaciones: “En España puedes caminar seguro por las calles hasta las tantas, no te pasa nada”. Una chica española va a ver a su pareja, un ecuatoriano que fue deportado cuando ella estaba embarazada. “Le llevo a la niña para que la conozca”, dice. Pero no quiere quedarse en Quito. “Mi madre y mi hermana me ayudan porque estoy en paro, pero en España mi hija estará más segura. En Ecuador si te enfermas y no tienes dinero te mueres”.
Esto es muy fuerte para mí, tengo el corazón hecho pedazos. Estoy triste. Ni siquiera habíamos pisado suelo ecuatoriano y ya nos enfrentábamos con sus realidades cotidianas.
Llegamos al aeropuerto de Quito. Me voy despidiendo de los amigos ecuatorianos. Unos iban a Baños, otros para Manaví, y otros, en el mismo avión, seguirían hasta Guayaquil.
Antes de salir alguien nos esperaba para llevarnos al hotel Amaranta. Lo seguimos, y la primera impresión que tuve fue la de unos niños, entre tres y siete años, que se lanzaban a ofrecernos chicles. Alguno también tenía su cajita con lo necesario para lustrar zapatos. Recordé a los niños de la calle de Huaraz, en Perú, donde, como muchos saben, trabaja la ONG cristiana Turmanyé (apoyada por Alianza Solidaria). Estas escenas son muy dolorosas. Nadie se detenía, todos pasaban de largo. Recordé la parábola del Buen Samaritano de la que tanto nos habla Juan Simarro. Sí, es más fácil pasar de largo. Un coche nos esperaba, pero yo me detuve porque el amor pudo más. No es difícil llorar ante tanto abandono. Son unos niños, dije, me los quiero llevar. No sabéis la impotencia que se siente. Les dimos algún dinerito y no les aceptamos los chicles. Por lo menos hoy comerán algo mejor, pensé. Pero sé que mañana será más de lo mismo. Debemos sentir carga por los más necesitados de pan y de Palabra. Pregunto: ¿Si soy cristiano podría darme el lujo de no conmoverme y hacer algo? Mi manual de instrucciones: la Biblia, me dice que no.
Quiero darme un poco de tregua y nos dirigimos al centro histórico de Quito. Empezamos por la plaza de la Independencia. Nos rodean niños lustrabotas de la calle. Y recuerdo el trabajo de Eli Stunt con los chicos de la calle de Huaraz. Estos están solos. Hablo con David de 13 años quien trabaja desde los 12. Para ayudar en casa, dice. Gana unos 35 dólares al mes trabajando los fines de semana. Estudia. Lo acompañan Iván, Cristian, Fredy y Wilson. Alrededor de 28 se reúnen en la plaza. De allí visitamos la iglesia de la Compañía, cuyo interior resplandece por estar revestida de oro. Fuera se ganan la vida mujeres y hombres que por la calle venden cepillos de dientes, helados artesanales, mandarinas, aguacates; son hileras de vendedores ambulantes que engruesan la economía sumergida. Madres acompañadas de sus pequeños hijos. Su oficina es la calle y su mesa de trabajo un taburete donde coloca 6 manzanas, o unos rollos de papel higiénico. Poco le darán por ello.
La zona antigua es bonita. Colonial. Está bien conservada. También te puedes tomar un buen café con pasteles a precios europeos. Todos se buscan la vida en este país de algo más de catorce millones de habitantes, donde el salario mínimo es de 260 dólares americanos. El dólar es la moneda oficial, que, en el año 2000, sustituyó al Sucre. Pregunto a una mujer que vende cordones para zapatos si ha mejorado la situación del país desde la llegada del presidente Rafael Correa. “Yo sigo vendiendo cordones, no sé más”, me dice. Un escritor comenta que ha mejorado la salud y la educación, pero que se recortan ciertas libertades... Este es el panorama que encontrarán los que vuelven.
Quedan muchos días y lugares por delante. Estaremos en Otavalo, Esmeraldas y Atacames. Y quiero saber qué opinan los evangélicos.
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