Nuestros protestantes, eran nuestros protestantes, y creían en doctrinas bíblicas, certeras y sanas como la Palabra en la que se basan.
La abundante correspondencia y documentación inquisitorial que ha llegado a nuestros días, aunque no todo lo abundante que deseáramos, si es suficiente para trazar una línea más o menos certera acerca del pensamiento de nuestros reformados del siglo XVI.
El tremendo celo procesal de la Inquisición facilitó sin duda el estudio de quienes se dedicaron a escudriñar en testificales y cargos, aquellas expresiones que provocaron la condena por luteranos de los nuestros. Y entiéndase nuestros aquí en un doble sentido: nuestros por hermanos de fe, y nuestros por compatriotas. A veces una expresión en mal momento, otras veces una elaborada disertación acerca de profundas doctrinas.
Decía Schäfer, con su excelente capacidad sintética, y hablando del grupo protestante de Valladolid: “En total puede decirse que las opiniones de fe de los protestantes de Valladolid comportan más la impronta del calvinismo que la del luteranismo”. No hay más preguntas, señoría.
Visto desde el prisma de cinco siglos después, no podemos encasillar en ningún apellido denominacional a nuestros hermanos reformados del XVI, al menos no con la puridad doctrinal con la que lamentablemente diseccionamos nuestras congregaciones en el día de hoy. Ni Cefas ni Apolos. De Cristo.
Nuestros protestantes, eran nuestros protestantes, y creían en doctrinas bíblicas, certeras y sanas como la Palabra en la que se basan. Basadas en sus propias disertaciones y pensamientos, pero arrastrando sus llagas y miserias. Acordes a su fe otorgada, y no en la influencia externa como habitualmente se nos hace creer. Como si aquí el Espíritu Santo no pudiera levantar honrosos creyentes. Como si fuera una tierra maldita y llena de gente de miras cortas. Nada más lejos de la realidad. No busquen contaminaciones externas como se empeñó la Inquisición y el ideario popular y el entorno académico.
Entre sus pensamientos, la negación de la existencia del Purgatorio parecía ser algo común y extendido. Ya sabemos que sin purgatorio, Roma se cae y con ella otra cascada de dogmas inverosímiles que pueblan su ideario.
Sin purgatorio, las bulas carecían de sentido alguno para nuestros protestantes, y tras ellas, el poder papal, cuestionado hasta la saciedad.
Existía una claridad meridiana en cuanto a la carencia de propiedades salvíficas de las obras, descansando plenamente la salvación en la fe.
Despreciaban la confesión auricular, que tantos beneficios estratégicos trajo a la romana, y también negaban efectividad alguna a la confesión general antes de la Santa Cena.
En cuanto a ésta, las teorías acerca de la Santa Cena mantenía en animado debate a nuestros hermanos, para los que sin embargo, el gran punto común era la crítica al error de la transubstanción católica. Unos decantándose por opciones espiritualistas del acto, otros como un hecho absolutamente informal, carente de solemnidad. Otros como un ágape conmemorativo, y algunos contando con una presencia real de Cristo en los símbolos, pero sin alteración sustancial.
En definitiva, unas comunidades bíblicas ilusionadas, fervientes en su fe, que no pudieron encontrar encaje en una sociedad que los veía como el enemigo religioso y político a batir, y cuyo precio a pagar por la osadía de creer fue la muerte.
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