Los agujeros negros, al igual que los terremotos o los volcanes, no son malvados, son simplemente parte de la creación de Dios, sobrecogedora, misteriosa.
Se acaba de confirmar una de las más espectaculares predicciones de la Relatividad General de Einstein, los agujeros negros existen, como explica el físico Antoine Bret. Pero aunque no los habíamos ‘visto’ hasta ahora, hace décadas que forman parte de la imaginación popular en la ciencia ficción. Objetos misteriosos en los que todo entra y nada sale, ni siquiera la luz, son las imágenes ideales para representar el terror a lo desconocido y la fuerza brutal de la naturaleza, indomable, incontrolable.
No han faltado quienes, entre bromas, lo hayan relacionado con el ojo de Sauron por el parecido de la imagen. Pero aquí estamos ya ante otra cosa, porque Sauron representa el mal, un poder de destrucción intencionada y malévola. Y los agujeros negros, al igual que los terremotos o los volcanes, no son malvados, son simplemente parte de la creación de Dios, sobrecogedora, misteriosa.
Se me ocurren dos reflexiones ante este logro científico-técnico. Por un lado la admiración ante la confirmación de otra de las predicciones de la asombrosa teoría física de Einstein, que más de un siglo después sigue confirmándose incluso en sus aspectos más exóticos. La Relatividad General (aunque siga denominándose ‘teoría’) es la construcción científica más potente que se ha elaborado nunca en la historia de la ciencia. Ninguna otra ha podido confirmarse de manera tan aplastante como ésta.
Como escribí cuando se detectaron las ondas gravitacionales (otra predicción de esa teoría), “creo que los cristianos debemos celebrar el avance científico y felicitarnos por la capacidad de la mente humana para entender más a fondo la obra de la creación.”
Y ahí enlazo con una segunda reflexión. Para un cristiano, la existencia de estos ‘objetos’ debe llenarnos no tanto de miedo como de admiración por la creación de Dios. Los Salmos alaban al creador de todo la creación que se podía conocer hace tres milenios, y según los conocimientos cosmológicos de entonces: cielos, tierra, océanos, pilares de la tierra, columnas el firmamento, Sol, luna, estrellas. Ahora sabemos que el universo es mucho más extraordinario que lo que los poetas hebreos pudieron concebir. ¿Debería eso disminuir nuestra alabanza?
Nada de eso. Haber sido capaces de avanzar más allá de las antiguas cosmologías bíblicas y ser conscientes desde la esfericidad y movimiento de la Tierra hasta la existencia de galaxias y agujeros negros debería servir para multiplicar nuestra admiración y alabanza al Creador. Esa debería ser nuestra respuesta ante estos nuevos conocimientos. Y si algún día se confirmase una de las teoría más especulativas de la cosmología actual, la existencia de multiversos, esa también debería ser nuestra respuesta: nada de resquemor: ¡el Creador que adoramos es todavía más grande de lo que podíamos sospechar!
Y al mismo tiempo esto debería reducir nuestro orgullo, por nuestra pequeñez, y asombrarnos del amor de un Creador así al que, sin embargo, podemos llamar ‘padre’. Reflexiones apropiadas según nos encaminamos hacia la Pascua.
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