Texto escrito y publicado por primera vez el 18 de marzo de 2012.
Dijo Virginia Wolf que no son las catástrofes, los asesinatos, las muertes, lo que nos envejece y lo que nos agota; es el aspecto de la gente, la manera en que se ríe o no se ríe, la manera en que sube a un autobús, la manera en que convivimos. Y es verdad. Todos sabemos que existen en nuestro País crisis muy tristes, muy reales y sonoras, pero sin duda una de las que a todos nos produce un efecto continuo y cotidiano es: la crisis de desamor por aquello que se hace.
Uno de mis estudiantes me preguntaba hace unos días a quién admiro yo, aparte de los personajes bíblicos. Yo admiro a las personas que trabajan –cualquiera que sea su trabajo‑ con amor, independientemente de los resultados.
Desde el Corazón yo amo mi oficio. Me hubiera gustado ser un excelente médico o cirujano, pero Dios me trajo a este mundo para comunicar Su mensaje, para escribir acerca de Su mensaje, no para estar orgulloso ni jactancioso de predicar o escribir. Y he vivido momentos en que la creación no es eufórica; en el que todo me parece un trabajo pesado. Son los malos momentos del amor ¿quién no los tiene?. Pero, me siento, oro, tomo la pluma y escribo las primeras palabras. Y lo demás suele brotar después, a esa humilde llamada del hombre que hace su oficio sin alharacas, lo mejor que puede. El éxito ‑¿qué es el éxito?‑ no está en nuestras manos. Es algo no esencial, inconcreto, posterior, de quita y pon. La satisfacción interior no nos la da él: nos la da el haber consumado, con devoción, fidelidad y entrega, una tarea.
No estoy poniéndome de modelo ni muchísimo menos. Pero es que conozco muy pocas personas que amen lo que hacen, que amen su oficio por ser suyo, por ser su vocación. Pocas personas que lo que busquen sea vivir en lo que realizan, cumplirse en lo que cumplen, desdoblarse, verterse. Tristemente muchas que no sirven ni sienten la vocación. Quiero pensar que existen muchos que sí sienten amor por lo que hacen, pero por desgracia no conozco tantos. Vemos fontaneros que mal acaban una reparación sin mirarla siquiera; albañiles que levantan tapias cincuenta centímetros más allá de donde debían y las demuelen, sin importarles un pimiento el día siguiente; camareros que, por no molestarse en ir hacia adentro, dicen no hay fruta natural; estudiantes que cualquier asignatura les es un vomitivo; amas de casa que odian la cocina y el bienestar ruidoso de los niños; empleados de banca o de centros comerciales que sólo están pendientes de la hora del cierre; pastores que no se esfuerzan por alimentar a sus feligreses. Aquí ya todo se hace por dinero. Y aun así, siempre nos sentimos estafados. Y es que se nos paga sin amor lo que previamente sin amor hemos hecho o vendido. Hasta el amor se hace ya sin amor. Ninguna crisis puede ser tan perniciosa, porque ésa es la que se encuentra en la base de otras.
Qué pocos son los que se atienen a ir engrandeciendo poco a poco sus propios límites, los que acometen un ejercicio diario que fortifique su personalidad y ser interior como el footing fortifica los músculos. Todos queremos alcanzar la proeza y despreciamos el duradero impulso, la disciplina constante. Todos queremos ser ingenieros magníficos, médicos de renombre, cantantes famosos, futbolistas prestigiosos, ministros, millonarios. Pero sin esforzarnos, ni entrenarnos, sin sacrificios, sin amar la meta ni a los que ayudan. Queremos todo y ya, sin esperar.
El egoísmo ha invadido todas las esferas de la convivencia. Y nos cocemos en nuestro propio caldo de asco y aspiraciones imposibles segregando amargura, intemperancia, malos modales y descartando cualquier forma de sencillo servicio. ¿Quién sonríe ya aquí cuando te sirven un café, cuando pides que te muestren una prenda que está en el escaparate, cuando te pican un billete en el autobús, cuando vienen a controlar el contador del agua, cuando bajan la bandera de un taxi?
Cada vez recibimos menos mensajes manuscritos con la estimulante cortesía del lector copartícipe. Las cartas afectuosas suelen venir anónimas, con la letra de “Times Roman”, como si a los autores les diera vergüenza poner, bajo el amor su nombre. Ya somos como esos monumentos humanos de Ramblas y Boulevares, que sólo se mueven cuando suena el ruido del dinero. Ya sólo damos risa. Y ojalá demos risa, por lo menos. Porque este país necesita como sea, esperanza y alegría. Y pasar de la alegría a la ilusión, no ilusiones utópicas, sino personales, íntimas, caseras, espirituales. Y pasar de la ilusión a la realidad, a la modesta, amable y perfectible realidad de cada uno. Si no es así, si no es el amor lo que nos domina, qué poco cristianos somos, qué mal vemos las cosas.
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