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¿Cómo llegan las naves al puerto?

Dice una canción popular: “No se trata de llegar primero, sino que hay que saber llegar”.

EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 24 DE MARZO DE 2019 09:13 h

 Cuando el 10 de abril de 1912 el Titanic zarpó desde el puerto de Southampton, Inglaterra, una multitud en los muelles lo despedía alborozada. Los que iban a bordo, respondían al saludo con grandes muestras de alegría.



El transatlántico, a todo lujo por dentro e impecable por fuera, llevaba a bordo 2223 personas. Su destino final era el puerto de Nueva York. Pero jamás llegó. Se hundió en el camino, llevando a la muerte a 1514 personas.



Una cosa es salir y otra es llegar.



En la vida cristiana se sale de un punto equis y el puerto de llegada podría decirse que es el momento cuando cerramos los ojos para siempre… para volverlos a abrir en la ribera opuesta.



Hay quienes inician la travesía en medio de vítores, alentados por una santa euforia; otros, lo hacen sin que muchos se percaten de ello. Los unos, como los otros, ponen proa al norte con la mirada en el final, en la meta. El mar por el que navegan puede parecer tranquilo un día pero al siguiente, se puede tornar amenazador. Y en medio de este océano impredecible, avanzan metro a metro. Algunos, como el Titanic, se hunden en el camino llevando hasta el fondo del mar esperanzas, buenos deseos, sueños no realizados; otros, siguen adelante, luchando contra las fuerzas adversas que amenazan con despedazarlos.



En este mar, hay zonas y regiones más apacibles que otras. Hay quienes optan por aquellas. Poco oleaje, pocos vientos huracanados, pocas amenazas frontales, corrientes aceptables. Suave brisa. Se puede avanzar sin grandes problemas día tras día, año tras año. Y llegar a puerto casi como salieron. Otros, navegan por aguas difíciles; aquellas que constituyen una amenaza constante. Aquí, la batalla es feroz y sin tregua. Hay corrientes traicioneras; luchas furiosas  contra fuerzas malignas que tratan de mandarlos al fondo del mar de la desesperanza desbaratando los mejores planes y propósitos.



En las profundidades, restos de naufragios constituyen un testimonio triste de que quienes pretendían llegar a la meta, no lo consiguieron. Otros, cuando parecían a punto de zozobrar, lograron izar las velas e impulsados por fuerzas renovadas, siguieron adelante.



¿Cómo llegan a puerto —los que llegan― al final de la travesía?



 Hay los que, por haber navegado por las zonas más escabrosas, llegan con las marcas de los ataques recibidos. El casco con golpes, las velas rasgadas, la pintura descolorida, el mástil perdido en algún punto del pasado. Pero llegan. El Titanic se hundió sin haber recibido un rasguño. Solo una brecha en el casco bastó para hacerlo zozobrar. Si hubiese terminado su travesía,  de haberse encontrado con las furias del mar, quizás habría perdido algo, o mucho, de la prestancia y la gallardía que ostentaba al iniciar el viaje.



Los que navegaron por las aguas mansas, impulsados por vientos gentiles, quizás se sientan mejores que los que llegan arrastrándose, con las cicatrices de las luchas en el cuerpo y en el alma. ¿Cómo estamos llegando nosotros? ¿Nos sentimos mejores que aquéllos?



Quién sabe si esas palabras maravillosas dichas en la agonía de la cruz de las que fue beneficiario un individuo llenas sus alforjas de pecado siguen resonando en la voz del Capitán de Puerto a la llegada de sus valerosos seguidores: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”.



Una canción popular mexicana pareciera tener la respuesta a todo este dilema: “No se trata de llegar primero, sino que hay que saber llegar”. Sabe llegar el que si se cayó cien veces, se puso de pie ciento una y siguió adelante, y alcanzó la meta y cerró los ojos aquí para abrirlos allá.



Hebreos 12.1--3: “Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien, por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios. Así, pues, consideren a aquel que perseveró frente a tanta oposición por parte de los pecadores, para que no se cansen ni pierdan el ánimo”.


 

 


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