Sólo nos pide eso: creer, tener fe; es una donación que ofrece sin esperar nada a cambio; sin embargo, ese amor es perenne, tal como dice la palabra, ya existía antes de la creación del mundo.
Rebuscando algunos escritos, me encontré con uno muy especial, que correspondía a un texto que escribí para una pequeña reunión allá por el año 2004. Ciertamente acepté con temor y temblor por el gran respeto a la Palabra y porque poco me gusta hablar en público, aunque a veces las causas nos animan. He ahí las humildes líneas que tejí en ese momento, momentos que a veces son para el interior, y luego se convertirán en momentos de irradiación hacia todo lo que nos rodea, sin exclusiones.
“La palabra GRACIAS la utilizamos continuamente para demostrar gratitud ante nuestras familias, amigos, hermanos, etc. Sin embargo, precediendo a todos ellos existe un responsable máximo de todas esas dádivas ofrecidas: DIOS; más aún teniendo en cuenta ese gran regalo que nos hizo: ofrecer a su único hijo en nuestro lugar, fruto del amor infinito e ilimitado hacia nosotros, a pesar de nuestra condición, tal como se puede comprobar en Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito para que todo aquel que en Él cree no se pierda, más tenga vida eterna”.
Destaco ese de tal manera, porque señala la magnitud del amor de Dios, recordando que el mismo Juan escribe (en I Juan 3:1): “Mirad qué amor tan sublime nos ha dado el Padre”. Es evidente la importancia del desprendimiento de Dios, el entregar a su único hijo, Dios como él, no para tener una vida llena de comodidades y prosperidad, sino para servir y morir de una manera tan lacerante. Y, lo que me causa mayor admiración aún, es que lo entrega a un mundo caótico, lleno de conflictos, sin hacer distingos y procurando que la salvación obtenida tras la muerte de su hijo alcance a toda la humanidad, aunque sólo se beneficiarán de ella aquellos que creen en él.
Sólo nos pide eso: creer, tener fe; es una donación que ofrece sin esperar nada a cambio; sin embargo, ese amor es perenne, tal como dice la palabra, ya existía antes de la creación del mundo: Dios nos amaba desde el principio. Como podemos observar, no existen palabras que permitan medir todo ese contingente de amor con el que cubre nuestras vidas y cuyo acceso resulta complejo si Dios no toma las riendas de nuestro existir.
Puede parecerles que este tema no requiere ser mencionado, teniendo en cuenta que ya hemos recibido a Cristo como nuestro salvador, pero recordarán, quienes estuvieron en el retiro de iglesia de Toral, que Esteban Rodemann señaló que el crecimiento espiritual es un proceso que no tiene límites y que, por lo tanto, es necesario avivar el fuego del espíritu, que muchas veces pierde intensidad debido a la rutina, y a las rutinas cotidianas que pueden ir alejándote de tu senda. Por lo tanto, tengamos esa reserva de leña suficiente para ir alimentando la fuerza espiritual que nos permita compaginar las actividades del día a día con todo aquello que nos rodea, única forma de estar bien con aquello que Dios ha creado.
En este sentido, creo que esto debe llevarnos a reflexionar acerca de cómo podemos ser gratos ante sus ojos, cómo podemos devolver los beneficios que Dios nos proporciona. Desde mi entendimiento, estimo que lo podemos hacer imitándolo, teniendo su mismo sentir, sin olvidarnos de nuestra naturaleza humana, que podemos fallar, pero él está allí para ayudarnos una y otra vez.
Vemos cómo Pablo se dirige a los Filipenses: “Completad mi gozo, sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa”. (2:2). Y luego, en el mismo capítulo, versículo 5: “Haya pues en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no escatimó el ser igual a Dios como cosa a qué aferrarse, sino que se despojó a sí mismo tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”. Qué demostración de amor, teniendo todo el poder para liberarse de las penalidades a las que tenía que someterse, eligió el sacrificio sin dudarlo. En cambio, a nosotros muchas veces nos cuesta hacer pequeños sacrificios y eso que no se nos pide dar la vida para salvar a otros.
Así que presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo por amor a él y transformémonos, que se produzca una reacción generadora del principal combustible de nuestra fe: el amor. En esta línea, quisiera citar las palabras de un autor que acabo de leer: “Sólo el amor puede producir una respuesta de amor, que es lo que Dios desea de nosotros y la razón por la que nos ha creado”.
Existe una cadena evidente, Dios nos ama, nosotros amamos a Dios y hacemos extensivo este amor a nuestro prójimo, cumpliendo ese gran mandamiento que dice: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo”.
Podemos citar otros versículos que complementan esta idea (I Juan 3:10): “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es Dios”. Y luego, Juan 3:16: “Y como dice la palabra, en esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestra vida por los hermanos”.
Otros ejemplos inspiradores son los que reflejan la intensidad de los sentimientos del apóstol Pablo, como cuando escribe a los tesalonicenses: “Tan grande es nuestro afecto por vosotros que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos tan queridos”. Intensa entrega la del apóstol: por esa senda debemos transitar y llevar a la práctica las consecuencias del amor tan indispensable, tal como lo podemos corroborar en Corintios 13: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso… no hace nada indebido, no busca lo suyo...”.
¿Cómo llevar a la práctica estas enseñanzas que giran en torno al amor? Utilizaré un pasaje bíblico conocido, el de la mujer samaritana, que pienso contiene un abanico de valores que debe poseer aquel que busca alcanzar la fe y materializarla.
Lo primero que extraigo es que Jesús no hizo distingo alguno, porque leyendo el pasaje nos damos cuenta que Él está por encima de los prejuicios al pasar por Samaria, ya que como sabemos existían graves contiendas entre judíos y samaritanos, y a lo largo de su obra evangélica lo demuestra rodeándose de discípulos y gentes de diversa procedencia y estrato social; así lo vemos hablar con un recaudador de impuestos, un joven rico, un centurión romano, una samaritana, un leproso, una prostituta o pescadores; incluso uno de sus discípulos era un publicano.
También se puede destacar en el pasaje que, a pesar de haber hablado ante multitudes, Jesús supo detenerse para hablar con una sola persona, una mujer pobre y samaritana y extranjera. Hay que destacar el significado de este hecho, pues en aquella época estaba mal visto que un hombre hablase con una mujer en público, y más aún si esta era samaritana. En cambio, nosotros, muchas veces, sólo dedicamos nuestra atención a aquellos que consideramos iguales en muchos aspectos, y, sobre todo, cuando ya conocemos la Palabra queremos relacionarnos con aquellos que ya han dejado de alimentarse de leche y están en la fase del alimento sólido, y no centramos nuestra atención en aquellos que realmente necesitan que le demos testimonio de nuestra fe. Esta sería una forma de intentar dar el mensaje a otras personas, aunque sea una sola.
Para afirmar estas ideas, podemos ir a Romanos 15:1, que dice: Los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los más débiles y no agradarnos a nosotros mismos”. Y en el mismo capítulo de Romanos se refuerza: “(…) ‘Por tanto, yo te confesaré entre los gentiles y cantaré a tu nombre’. Y otra vez: ‘Alabad al señor todos los gentiles y exaltadlo todos los pueblos’ (…) Y otra vez dice Isaías: ‘Estará la raíz de Isaí y el que se levantará para gobernar a las naciones, las cuales esperarán en él…”.
Otro asunto a destacar del pasaje de la samaritana es el concerniente a la paciencia demostrada por Jesús ante los errores que ella comete, por ejemplo, llama Jacob su padre, y también cuando lo considera menos que el patriarca Abraham. Él no se enfada cuando ella no entiende el sentido espiritual de sus palabras, como cuando dice: “El que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de agua que salte para vida eterna”.
Como vemos, él no la juzga por su vida pasada; sólo pide que crea y así pueda beneficiarse del agua viva que le ofrece, agua para vida eterna. Es así que nos sentimos interpelados por lo que leemos en Romanos 14.10: “Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano?”. O tú también, ¿por qué menosprecias a tu hermano? Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo”. Y en Gálatas 6.1: “Hermanos, si alguno fuera sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”.
A todo lo anterior debemos agregar otro ingrediente esencial: el perdón: “Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo” (Efesios 4:32).
Por lo tanto, la gratitud hacia Él y, por ende, a todo lo que nos rodea, debe ser una constante en nuestras vidas, tal como expresa el salmista: “Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía y redentor mío” (Salmos 19:4)”.
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