Todos los viajes tienen sus enseñanzas. Sea que viajar me lleve a un País mejor que el propio, o si me hace descubrir peores lugares.
La idea de viajar fuera de nuestro planeta, si recurrimos a la historia de la ingente fuente de información de las redes sociales, que se remonta ya a tiempos romanos, pues el filósofo griego Plutarco (46 - 120 d.C.) relataba en De Facie in Orbe Lunae la leyenda de un pueblo que conocía un camino hacia la Luna, y desde esta fuente, podríamos realizar una impresionante mención de autores que presentan al hombre como un viajero empedernido. Y es curioso, que se olvidan –y es casi rutinario, el desconocimiento bíblico cultural de la historia‑ pues ya el cacique Nemrod, quiso construir una torre de Babel que se alzase sobre las nubes como para tener un asentamiento en el espacio, que liberase a los humanos de otro imprevisible diluvio. Como se olvida fácilmente, que el Creador ordenó a Abraham a viajar a tierras que ni él sabía dónde estaban. Sí, el “viajar” es tan viejo como la misma humanidad.
Y como somos testigos de los avances en la investigación y las ofertas de los vuelos interplanetarios, un vuelo a Marte podrá emprenderse dentro de unos cuantos años. Las sondas especiales, con sus mediciones de gases, plasmas y sustancias interestelares, hace décadas que ya los preparan. No hay más que recordar que en 1988, el señor Alfonso Guerra, tras la finalización de sus vacaciones de Semana Santa en al Algarve, para no perder tiempo en la impresionante caravana de coches, usando de su poder vicepresidencial, pidió un avión Mystère para regresar raudo a España, y en pocos minutos estar en casa. Y en recientes días, el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con su esposa Begoña viajaron en el avión oficial a Castellón y de allí a Benicasim para asistir al concierto de The Killers y la vicepresidenta del Gobierno trató de hacer ver a los ciudadanos que era un viaje de la “Agenda Cultural del Presidente”; no me sorprendería que en otra ocasión, algún que otro ministro viaje en otro avión o helicóptero para ir de tapas en una “Agenda Gastronómica” y es que aquí, y ahora, el que no corre vuela; excepto cuando algunas Compañías se encargan de amargar los viajes y las vacaciones de miles de viajeros.
A todo esto, más la invitación publicitaria ‑o manipulación‑ de viajar a paradisiacos lugares, se le llama “VIAJAR” yo, Desde el Corazón, no lo considero así; y que conste que no es porque este verano no viaje a parte alguna. El ir a los sitios se podría definir como “salir-llegar y regresar”; para mí viajar es desplazarse contemplando la ruta, no ignorándola. Entre el lugar de donde partimos y el lugar que alcanzamos, existen muchos otros y todos pueden interesarnos.
En mi juventud ya de memoria, me gustaba viajar en coche, que nos transportaba y nos detenía ante la mancha dorada de un valle poblado de girasoles, o ante un silencioso campanario, o cuando percibías que en un pueblo se celebraba una boda. Me gustaba viajar cuando el riesgo de la velocidad (y culpablemente reconozco las multas) que nos da escalofriantes cifras de muertos en los viajes y amenazas a los viajeros de huelgas y robos no había crecido tanto.
Desde el Corazón recuerdo el viajar en mi adolescencia, es decir, antes de mi ya desmemoriada juventud, en aquellos trenes que aún tenían primera, segunda y tercera clase, y pese a la brevedad de las distancias, de Valencia a Yátova, disfrutar del paisaje que se apreciaba desde las ventanas abiertas, pese a la entrada de los humos: el olor de azahar de los naranjales, el aroma de las almendras, la enorme largueza de las tortillas y los bocadillos de “blanco y negro” de los compañeros temporales, la pregunta de los niños “¿cuándo llegamos?”, las curiosas confidencias de conversación con personas a las que difícilmente se volverían a ver, la solidaridad en ayudarse con las maletas, y en ocasiones las rifas que se hacían durante el trayecto, para recibir un regalo, si no tenías que bajar en tu estación antes del sorteo. Y presenciar al llegar a la estación de destino, cómo en las comisuras de muchos párpados, podían apreciarse motitas del carboncillo de los humos de aquellas viejas máquinas de vapor.
Ahora me gusta viajar en tren, en el AVE (Alta Velocidad Española) aunque su gran velocidad no me permita mantener los recuerdos del viajar de antaño, pero me permite abrir un libro para abandonarlo mientras dura el viaje, adormecerme un poco, volver a abrir la página, mirar las casas que a velocidad se nos van, pensar qué pasa en ellas, volver al libro, disfrutarlo sin prisas. Disfruto del viaje con el regalo de ese tiempo de más que hoy me da la velocidad.
Desde el Corazón también el viajar me produce momentos de un agradable aburrimiento, nada molesto, pues lo miro como un momento de privada libertad, no como un principio, sino como un paso que compagino con un consejo bíblico “estate quieto y reconoce que yo soy Dios” y cuando vienen esos momentos, los encuentro casi como un placer. De modo que todos los viajes tienen sus enseñanzas. Si el viajar me lleva a un País que está mejor que el propio, puedo aprender a mejorar el mío. Y si la experiencia me hace descubrir peores lugares, quizás aprenda a disfrutar más de lo que tenga en casa, y además ser agradecido. Y finalmente, la manera que yo lo veo, la recompensa y el lujo más grande de viajar es, cada día poder experimentar cosas como si fuera la primera vez, estar en una posición en la que casi nada nos es tan familiar como para darlo por sentado, pero sobre todo, saber que estamos en el viaje de la vida, y en el camino que nos conduce al destino glorioso y eterno.
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