Me asombra la valentía y aplomo de Ana para seguir sirviendo donde Dios le había señalado.
Hace largos días, un amigo de una ciudad vecina se acordó de Ana, la madre del profeta Samuel. Sí, aquel que se quedó para servir al Señor al cuidado del sacerdote Elí.
Como una Penélope empecé a tejer estas líneas…
Ana, la estéril, pidió a Dios un hijo y él se lo concedió. La que antes tenía hambre de hijos pudo ser saciada. Se da cuenta que no había nadie como Él. Pero ella sabía que nada era suyo y que debía ser agradecida, aunque para ello tuviera que desprenderse de lo más preciado para sí. Me imagino el desgarro de esa madre. Quitarse las entrañas para glorificar al Santo, al Todopoderoso. Para ser fiel a la promesa: “Se lo dedicaré al Señor”. Después de destetarlo lo entrega. Te imaginas la despedida. Las manos que luchan por no desprenderse para no tener que soportar las noches frías. A lo lejos podemos oír aún el llanto del niño, como si fuese el de esos niños que claman actualmente en Estados Unidos al ser separados de sus padres. Unos 2322, desde el 5 de mayo al 9 de junio, según las autoridades de inmigración estadounidenses.
Pero Ana sabía que en Él radicaba su poder y el gozo era posible. Y vio el futuro promisor. Y quién sabe si también vislumbró que su historia podría ser como un bálsamo para la tolerancia cero, presagiando el dolor de tantas que ven cómo se desliza una mano de entre las suyas, para quedar hundida para siempre en las aguas del mar.
Me cuentan que Ana elaboraba cada año una túnica y se la llevaba a su hijo Samuel. Y nos podemos imaginar a esta madre elaborando con tanto amor, dedicación y entrega esta prenda; añadiendo en cada puntada y detalle un toque de sus sentimientos más profundos. Dejando huellas dactilares para que el niño no la perdiera. En la túnica quedaba estampada cada año la textura de su piel, los surcos trillados por el arado del tiempo. La túnica era portadora de la tibieza necesaria para que el niño no se enfriara con el pasar de los días, de los meses y de las estaciones.
¿Podemos juzgar a Ana como madre desnaturalizada que entrega a su hijo a una temprana edad? No. Como muchas veces no podemos hacerlo con algunas mujeres que ayer y hoy tienen que dar sus hijos en adopción cuando se encuentran en situaciones límite y quieren ofrecerles un mejor horizonte. O mujeres que se ven obligadas a dejar a sus hijos al cuidado de otras mujeres para poder ganar el pan de cada día. Que cruzan océanos para alcanzar puertos más seguros. El dolor debe ser inconmensurable, Tal vez como si le arrancaran las entrañas…
Como migrante con muchos años de travesía, y privilegiada, he podido sentir el dolor y desgarro de muchas madres que han dejado su país natal para ir en pos de una vida más digna para sus hijos y familia. No es fácil dejar la tierra natal. ¿Acaso lo fue para Rut, la moabita? ¿Para Jesús, Abraham, Noemí, Elimelec, José…? Pues como escuché ayer mismo en una sala del edificio histórico de la Universidad de Salamanca, donde se habían reunido diversas asociaciones que trabajan en favor de los refugiados para contar sus experiencias, “nadie sale por amor al arte”, ni para escuchar “quieren robar lo que es nuestro”, o para pasar dificultades de trabajo, idioma, soledad, papeles...
Recuerdo a una de estas mujeres de forma especial, pues había dejado a sus pequeños hijos durante un largo tiempo, y así poder prepararles una morada mejor; lloraba un día sí y el otro también. La arroparon como sintiendo su dolor. No estaba sola; Dios siempre fue fiel. Hoy puede sonreír junto a los suyos.
Me asombra la valentía y aplomo de Ana para seguir sirviendo donde Dios le había señalado. Y lo hacía primorosamente, desplegando en ello su don de Madre. Elí la bendecía cada año.
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