A las madres no sólo hay que dedicarles un día, sino respetar, honrar y amar, todos los días de nuestra vida.
Hoy recordamos en nuestra Iglesia el “Día de la Madre”, una festividad que se celebra en honor de las madres prácticamente en todo el mundo, en diferentes fechas del año según el país. Una celebración, que los que siempre procuran desvirtuar eventos que tienen matices de raíces cristianas, tratan de darle origen en tiempos de los romanos, que la definían como la celebración de Hilaria, y que la adquirieron de los griegos, quienes cual si fueran un equipo de fútbol blanco, la celebraban en el templo de Cibeles. Y no.
Sus comienzos fueron promocionados allá por el 1865 por mujeres como Anna María REVES JARVIS, vida de ejemplar servicio cristiano, y que junto a muchas otras mujeres, quería reconocer y vindicar el valor de las madres. Entre ellas, otra firme y creyente poetisa y activista, Julia WARD HOWE, quien escribió en 1870 la “Proclamación del Día de la Madre” y autora de uno de los himnos muy cantado en las Iglesias Protestantes “el Himno de la república” (es el Dios de los Ejércitos -en versión española- en Quien confiaré). Proclamación que se hizo oficial por decreto del presidente Woodrow WILSON en el año 1914, el Día de la Madre, como el segundo domingo de mayo, en Estados Unidos. En España, los católicos transformaron estas celebraciones para honrar a la Virgen María, la madre de Jesús. En el santoral católico el 8 de diciembre se celebra la fiesta del increíble dogma Inmaculada Concepción, fecha que los católicos adoptaron para la celebración del Día de la Madre, pero el marketing actuó y la celebración se trasladó, en 1965, del 8 de diciembre al primer domingo de Mayo. Pero con todos aquellos buenos comienzos, y pese a los desnortados objetivos de GALEHI, Asociación de Familias de la infumable LGTB, que trabaja por erradicar tal celebración y con intenciones subliminales, hacer que sea de los de padres y madres, el día de la tía o el tío, el de la niña o el primo, muchos seguiremos pensando que a las madres no sólo hay que dedicarles un día, sino respetar, honrar y amar, todos los días de nuestra vida.
Por otra parte, “Desde el Corazón” pienso que la maternidad humana es dúplice en su esencia e infinitamente más sublime que la opinión que a la misma dan, tanto los que no defienden la vida de los bebés como los que abogan por desvalorizar el matrimonio “padre y madre”: varón y varona.
En primer lugar está el hecho de dar a luz, que el Evangelio lo proclama con la exaltación de ser madre: “bendito el fruto de tu vientre”. Más aún, la maternidad humana tiene un segundo y excelente aspecto: el del espíritu. El alma de un niño no emana del alma de su madre ni de su cuerpo, sino que es creada nueva y entera, por Dios, Quien la infunde en el cuerpo del recién nacido.
La maternidad fisiológica queda santificada por esa colaboración con Dios mismo, que presta su paternidad a la criatura que ha dejado crecer en la carne de su madre. Pues la madre humana no concibe un mero apéndice del que puede desprenderse como si de cortarse el cabello se tratara, ni una simple liposucción de grasa molesta, sino un hombre o mujer hecho a la imagen y semejanza de Dios, que le creó. Todo nacido de mujer tiene, según este razonamiento, dos padres. Uno es el terrenal, sin el que no viviría, y otro el celestial, sin el que no poseería personalidad, alma y un carácter propio.
La madre es elemento merced al cual operan ambos padres. Por tanto, su relación con el niño tiene dos aspectos. Uno, el de la madre del bebé que por algún tiempo depende absolutamente, en el sentido físico, de su progenitora. Todo nacimiento requiere una sumisión y una disciplina. Esta genial sumisión es voluntaria en la mujer y no es meramente pasiva sino de sacrificio y conscientemente creadora. El conjunto y la esencia de su naturaleza ha sido formado para este acto de abnegación y amor. Por lo que realza la superioridad de las mujeres y su capacidad de hacer sacrificios más sostenidos que los hombres. Éstos pueden ser héroes en momentos críticos, pero luego recaen en la monotonía cuando no en la parsimonia, lo que disminuye la fortaleza del espíritu. No sólo los días de la mujer, sino también sus noches; no sólo su ánimo, sino también su cuerpo, tienen que compartir la maravillosa aventura de la maternidad. Por eso pienso “Desde el Corazón”, que ellas entienden con comprensión más segura que los hombres, la doctrina de la redención, porque asocian el riesgo de la muerte con el hecho de dar la vida a los hombres en el acto del nacimiento, tras haber sacrificado su ser personal a otro durante los muchos meses que preceden a esa hora.
En la madre se conjugan dos de las más grandes leyes espirituales: amor al prójimo y cooperación con la gracia de Dios. Esta cooperación con la gracia, aunque pueda ser inconsciente en la madre, en la madre cristiana nunca lo es, ya que el ser madre la convierte en socia de la divinidad. Colabora con Dios, le sirve consintiendo en servir de instrumento, para que otra creatura de Dios nazca en el mundo. Mirar la maternidad con la ligereza, o con la mediocridad de nuestra sociedad actual, es estar robándole el honor que se merece.
Comprender el significado real de la maternidad requiere medir el elemento espiritual que contribuye a crear un niño y examinar a la mujer en cooperación con su marido, para crear el vástago hombre, y con Dios, Padre de un alma eterna, indestructible y diferente de cualquier otra que se haya formado a través de la historia del mundo. Así, toda maternidad humana equivale a una asociación con lo divino ¿no es esto maravilloso?
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