Cuando en una Iglesia la buena música se adueña del espacio Dios está placenteramente a gusto.
En diferentes ocasiones he dicho y repetido que entre los grandes enemigos que tiene la Iglesia, hay dos muy singulares, de impresionante toxicidad el primero y muy sibilinamente introducido, el segundo. El Diablo y las guitarras mecánicas parroquiales. Esos coros de jóvenes con voz de pito acompañados por guitarras maltratadas electrónicamente y entonando canciones más que himnos, absolutamente ñoñas y reprobables, han contribuido al éxodo de las iglesias de decenas de veteranos fieles, abrumados por el alipori o vergüenza ajena.
Todo lo contrario “Desde mi Corazón” que el buen coro, el sonido del órgano, del piano, de la guitarra bien tocada, instrumentos bíblicos, címbalos con ritmo, o la maravilla del violín, por decir algunos. Cuando en una Iglesia la buena música se adueña del espacio Dios está placenteramente a gusto. Pues si nuestra música no le agrada a Dios, ni la música de unos ni de otros producirá adoración siendo esa la intención que debe producir.
La fe necesita de las emociones y las profundidades, y entre Bach, Händel, Mendelssohn, Pachelbel, Brahms y Lutero (¡cómo no!) y muy escogidos compositores y músicos contemporáneos, Marcos Vidal, Steve Green, Hillsong, Marcela Gándara, Bill Gaither, Michael W. Smith, por citar unos pocos, han traído más veces a Dios al entendimiento de los hombres que muchos Pastores y Obispos juntos.
La música que se canta hoy por hoy, mayoritariamente en las Iglesias Evangélicas, la popular y congregacional tiene cientos de himnos que están rociados de buen gusto, los que se enfocan en Dios. Ninguna preferencia personal ni ninguna tendencia cultural debe ser la guía, y en el área de la música y Dios, la Escritura debe ser la autoridad. Estas composiciones y letras promocionan una alta perspectiva de Dios. Y como el Dios que se adora es un Dios de orden y belleza, la música para él debe caracterizarse por su orden y esfuerzo en interpretarla con arte y melodía.
“Desde el Corazón” y también desde el oído y las emociones, la música en la Iglesia debe sonar al contenido bíblico. La calidad de la instrumentalización, apropiadísima para la adoración, debe estar acompañada por letras inteligentes y bíblicamente correctas.
La música selecta promociona unidad en la Iglesia, edificación, motivación al servicio hacia otros. Y del mismo modo que muchos himnos nacionales consiguen entusiasmo, acicate para marchar hacia adelante, alegría, la música en la Iglesia debe preparar los corazones, mentes y espíritus de la gente para el anhelo de la Palabra de Dios y compromiso. Y bueno es preguntarse, si la música que hoy usamos, promociona una adoración apasionada o meramente rítmica y emocionalista.
Y el Diablo que sabe del valor de la música que adorna el Evangelio de Jesucristo, ha influido en grupos para que canten bobadas, cursilerías con voces de beaterismo y miramelindas.
Recuerdo, y doy gracias a Dios, que en las Iglesias que he pastoreado, se ha cantado con vehemente adoración, y en alguna se poseía una coral que cantaba como los ángeles y cito con gratitud la “Coral Bona Nova”, y hago memoria, de preciosos himnos que nos llevaban -y aún nos llevan- a todos a emociones profundas, con toda la sencillez del mundo, con esa emoción que sólo concede el donaire a las cosas pequeñas y que ayudan a subir un poco de lo que nuestra estatura nos permitía. Y claro, desde el clásico “¡Cuán Grande es Él!” hasta de los más contemporáneos “¡Agnus Dei!” la emoción de cantar se hacía visible. Y escuchados estos mismos himnos en tierras Andaluzas donde cala el estilo rociero, que es alma del pueblo, el sentimiento se percibe y conmueve. Porque la belleza, la solemnidad, la emoción son indispensables para alcanzar las primeras nubes de la fe.
Me está costando asumir -evidencia de vejez- el mal gusto que predomina en muchas Iglesias y no digamos en parroquias de España. Cantan cosas que parece que se las están inventando mientras cantan letras que tampoco se entienden, con plataformas donde los micros, los atriles y los cables, han reemplazado los púlpitos, y claro, no llegan, no convencen, no emocionan y además de provocar la huida de la feligresía, cada vez están más anoréxicos bíblicamente hablando.
La verdad es que de esos llamados “grupos de alabanza” que nada más alaban cuando ellos “cantan” y el resto del culto desaparecen, y si quedan no oran, ni tienen versículos en el corazón, los predicadores sin llamamiento y de mensajes de todo a cien, ya cansan. Uno necesita de la solemnidad y la armonía. Con la buena música, no es que Dios se acerque más, que siempre está en su sitio, sino que nos empuja la emoción para establecernos más cerca de Él. En veintiún siglos, el Diablo no ha podido con los cristianos. Muchos seguimos cantando en espíritu y en verdad. El Diablo no es, pues, el mayor enemigo, sino tantos grupos temporales de guitarras sin afinar, que cantan pero no adoran, y todo lo que consiguen es lanzar como flechas de hielo que congelan el corazón, como creo que se presenta la Bruja de las “Crónicas de Narnia”.
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