No soy yo el originador de mi fe, yo soy el que cree, en un hecho objetivo, porque la intervención del Espíritu de Dios obra en mí la capacidad de creer.
El cuarto principio de la Reforma consiste en la sola fide, solo la fe. La salvación del hombre solo es accesible únicamente por la fe en Jesucristo.
Esta fe no tiene nada que ver con esa idea generalizada de creencia en la existencia de un ser superior, y que parte del supuesto de que algo o alguien tiene que haber. La fe reformada es siempre fe en el Jesús de la Escritura. Esta fe mira siempre al Jesús que subió por nosotros a la cruz, que resucitó y ascendió a los cielos, y que desde allí gobierna en gloria sobre cielo y tierra.
Todos los que confían en la palabra de Dios, están unidos por la fe a este glorioso Cristo celestial. Fe, en sentido bíblico, es relación. Cuando digo: “Creo”, tengo que mostrar seguidamente en qué o en quién creo. Con esto establecemos unas limitaciones que indican que fe no tiene nada que ver con “suposición” o con un “no saber”.
La fe es un movimiento que va primeramente desde aquel en quien se cree al que cree, es decir, de Jesús al creyente, para volver de nuevo a Jesús. Así, la fe no es una abstracción, sino una concreción que afecta más y más a toda la vida.
En un sentido bíblico reformado, la fe tiene dos lados: uno objetivo y otro personal existencial. El lado objetivo es una realidad maravillosa obrada por Dios en Jesucristo. De este lado se desprende que la fe no es una obra del hombre, algo que éste pueda hacer de sí mismo. Incluso de la fe como acto humano, que no obra, tenemos que decir, lo mismo que de los demás principios reformados: que es Dios quien obra en el hombre la fe por la acción del Espíritu Santo.
No soy yo el originador de mi fe, yo soy el que cree, en un hecho objetivo, porque la intervención del Espíritu de Dios obra en mí la capacidad de creer. Este es el mayor milagro que puede experimentar una persona. Y al decir “experimentar”, nos encontramos con el otro lado de la fe, el lado existencial personal. Cuando una persona dice: “¡Creo!”, gusta lo personal existencial como su decisión propia. Y es cierto. Cuando una persona es interpelada de parte de Dios, cuando a un hombre o mujer les son abiertos de repente los ojos y oídos para que considere lo que Dios ha hecho por medio de su Hijo, es que esa persona puede llegar, y tiene que llegar, a decir: “¡Creo!” Y diciendo esto, habla de la relación que tiene con aquel que le ha dado el don de la fe.
La palabra griega que nuestras versiones bíblicas traducen generalmente por “fe”, tiene también el significado de “fidelidad”. De manera que cuando digo: “Creo”, estoy diciendo: “Soy fiel”. Así que, si digo: “Soy fiel”, tengo que decir a quién soy fiel. Nos damos cuenta, pues, de que articulando nuestra fe, es decir, viviendo nuestra fe, se revela en ella la relación con aquel en quien creemos, y a quien somos fiel.
Pero al hacer nuestra confesión personal existencial, al creer con todo el corazón y con toda el alma, con todo lo que somos, nos confiamos con toda nuestra persona en las manos de aquel que es fiel a nosotros, que cree en nosotros, a pesar de que nosotros somos por naturaleza del todo incrédulos e infieles. Dios cree en nosotros. Pero no cree en nosotros por razón de nuestro mérito o capacidad de creer, sino que cree en nosotros solo por causa de su Hijo Jesucristo.
El grito confesante de la reforma reza: ¡Solo la fe! Y de lo expuesto concluimos que fe para nosotros significa, desde el punto de vista de Dios: Deja que solo tenga valor para ti lo que Jesucristo hizo por su muerte y resurrección para todo el mundo.
Esa parte del protestantismo que ha dicho “sí” al racionalismo y, después, al liberalismo teológico, ha querido captar y explicar con la razón todo lo que en la Biblia se puede comprender únicamente desde la sola fe. La consecuencia de todo esto ha sido la sujeción de la fe a la razón. ¡Otra vez el hombre por encima de Dios!
De ahí la lucha que grandes sectores del protestantismo académico mantienen con la historia bíblica de la creación, con la idea bíblica de la imagen de Dios y de la imagen del hombre.
El liberalismo teológico no puede creer en los textos bíblicos que tratan de la objetividad de la salvación o condenación, no sabe qué hacer con la sangre de Jesús derramada en la cruz, ni tampoco con su resurrección, ni tampoco puede creer en la soberanía de la gracia divina porque, lo cierto es que, todas estas verdades solo pueden ser percibidas y recibidas por la fe. Esta es la única fe que salva y sostiene en la vida y en la hora de la muerte.
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