Comparto un relato de la escritora valenciana Pilar Dobles.
(Nota del Escribidor: He venido compartiendo con mi lista de amigos algunas historias que caen dentro de la categoría “Cuentos del tío”. Una de mis lectoras, la escritora valenciana Pilar Dobles, me ha enviado este relato que -según me dice- le ocurrió a un primo de su esposo. Si bien no se trata de un típico “cuento del tío” por lo simpático de la historia y por la belleza del estilo con que se relata, he pensado compartirla con mis amigos de P+D.)
A la salida de Teruel en dirección a Zaragoza hay una recta en la carretera que resulta inusual en nuestra montañosa España. Allí, los que, en los últimos años sesenta conducíamos, teníamos el placer de poder poner el coche a más de cien kilómetros por hora, si el pobre daba para tanto. Háganse cargo Vds. que las autovías no existían -salvo un pequeño tramo en la provincia de Madrid- y de las carreteras nacionales, solo las que fueron reparadas en el famoso plan REDIA de los años sesenta eran medianamente transitables.
Por lo tanto, cuando salías de Teruel y veías aquella inmensa recta que avanzaba hasta llegar a unos cinco kilómetros del desvío de Albarracín, el pie sobre el acelerador se convertía en plomo y el motor del seiscientos, el dos caballos, el gogomóbil, el biscúter… iba perdiendo el resuello para que, al llegar al final, hubiéramos podido alcanzar los ansiados cien kilómetros por hora como máximo.
Había ido a Zaragoza a recoger un coche Mercedes. Mi jefe lo adquirió de segunda mano y me pidió que fuera a buscárselo. Al salir de la ciudad llené el depósito de combustible. En la propia gasolinera, un señor de mediana edad, bien vestido -en aquella época se entiende con traje y corbata- y con buenos modales, afablemente, me dijo, mientras señalaba otro coche de alta gama aparcado en un rincón de la gasolinera, que se le había estropeado su automóvil y que precisaba urgentemente llegar a Valencia. Iba solo, así que le invité a que tomara asiento a mi lado.
Los viajes se hacían largos por el mal estado de las vías y la poca potencia de los coches, y, si alguien te acompañaba, era más llevadero. Por el camino se portó amablemente y me explicó que se dirigía a Valencia porque iba a cerrar un negocio importante y tenía que estar, como muy tarde, al día siguiente.
Al llegar a la recta mencionada al principio, quise poner a prueba aquella máquina, cuya categoría nunca había catado y, casi seguramente, no volvería a catar. Así que aceleré a fondo y el coche, sin tremolar, alcanzó con rapidez los ciento veinte kilómetros por hora. Velocidad suicida si se tiene en cuenta que el asfalto no se hallaba en buen estado, los arcenes no existían y los cruces directos eran numerosos. Pero no nos pasó nada.
Bueno, miento. Nos pasó. Pasó que, anocheciendo, a mitad de la recta más o menos nos hizo el alto la Guardia Civil y uno de los números me indicó que una de las luces no se encendía. Le expliqué que el auto era recién comprado y ni siquiera era mío pero no atendió a razones. Sacó su libretita y el papel calco (¿se acuerdan Vds. de él?) Pues la guardia civil actualmente AÚN lo utiliza en algunos trámites porque no tienen presupuesto para impresos autocopiativos. Me pidió mi documentación y la del vehículo y me puso mi primera multa de tráfico. Yo porfiaba y le mentaba mi condición de asalariado y la consecuencia que, con casi toda seguridad, iba a tener aquello: que la multa me la descontarían del salario, que… El Guardia Civil, con el mostacho reglamentario, no parpadeó, extendió la denuncia, me pasó el papelito, me hizo firmar en el lugar adecuado, se cuadró y se fue hacia su compañero que, pacientemente le esperaba subido en la moto -no tenían presupuesto para coches, al menos los de carretera.
Proseguimos el viaje, y aquel señor que venía conmigo se me hizo de lo más simpático. Llegamos a Valencia pasada la media noche y encontramos la ciudad bullendo en medio de la fiesta de la Plantá de las Fallas. Reparé en que mi acompañante sólo llevaba una maleta pequeña y le pregunté si iba a casa de algún familiar. Sí, no se preocupe por mí. Es que si no tiene dónde quedarse, hoy y los próximos días será difícil que encuentre hospedaje. Ya le digo, no se preocupe. Ha sido Vd. muy amable conmigo trayéndome. Por eso, le voy a contar un secreto y le voy a hacer un regalo. O al contrario.
Parsimoniosamente, metió su mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una libretita. La dejó un momento a mi vista sin entregármela ¡No podía ser! ¡Era la libreta de multas del Guardia Civil que me había puesto la sanción! Sí, no se equivoca. Es la libreta del guardia, si Vd. tiene su copia y él no tiene la libreta, la multa no puede prosperar. Sencillamente ha pasado a la no existencia.
El estupor de mi semblante le hizo reír. Ya le he hecho el regalo. Ahora le voy a contar el secreto porque no nos volveremos a ver. El negocio que me trae aquí, a Valencia, precisamente en Fallas, es que soy carterista profesional y estos cuatro días son maravillosos para nuestra vieja profesión. Yo no tengo coche pero miento bien y Vd. ha sido muy amable. Para pagarle sus servicios y su cortesía he decidido quitarle al Guardia la libreta: para dársela a Vd. y que no sufriera ninguna represalia por parte de su jefe.
Se dio la vuelta y marchó doblando una esquina. Corrí tras él no sé con qué propósito; preguntarle tal vez algo o volver a contemplarle para saber que no había sido un espejismo. No le vi ya. Había desaparecido entre el gris marengo de la ciudad en aquella hora. Pero tenía entre mis manos la libreta. La guardo aún como un objeto preciado, testigo de algo que no se volverá a repetir.
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