Llegan volando desde lejanas tierras, se detienen en el primer árbol que encuentran, hacen su nido a la carrera.
Fue por mucho tiempo nuestro restaurante chino favorito; no solo porque la comida que preparaban era especialmente buena sino porque los dueños —o por lo menos los que parecían ser los dueños— eran una familia amorosa. De edad mediana él, algo más joven ella y un chinito de dos años dicharachero y querendón. Él no hablaba ni una palabra de español; ella, a duras penas se hacía entender. Eran una típica familia china, de esas que abandonan su tierra y vienen a recalar a cualquier punto de Latinoamérica y que antes de desempacar los pocos bártulos que traen a cuestas, ya están echando a andar un restaurante de comida china. Nosotros, mi hija Vasthi y yo llegamos a quererlos. Y, un poco, ellos a nosotros. Digo un poco porque con las limitaciones del lenguaje no era mucho lo que podían expresar; sin embargo, el rostro redondo con sus ojos achinados de ella se iluminaba cuando nos veían llegar. Más por eso que por otra cosa —aunque sabían preparar el arroz cantonés, el chop suey 雜碎y el arroz con camarones— nos habíamos convertido en sus clientes. Eran chinitos pobres; su restaurante era apenas un cuartito con cuatro mesas y una cocinita donde el fogón ocupaba la mitad del espacio y la otra mitad un mesón donde se preparaban los ingredientes que en un dos por tres habrían de convertirse en un plato humeante y sabroso.
Esta mañana, en una llamada telefónica desde Costa Rica, me llegó la triste noticia. El chinito había muerto. Un infarto en su propia cocina, mientras se aprestaba a tener un buen final de año con más clientes que los habituales. Hoy, el restaurante permanece cerrado. No hay forma de saber de ella y su hijito. El teléfono no contesta. No se le conocen familiares. ¡Cómo poder encontrarla aunque sea para darle una palabra de apoyo y decirle de la mucha pena que nos ha ocasionado su desgracia!
Es el destino de muchos de estos inmigrantes. Llegan volando desde lejanas tierras, se detienen en el primer árbol que encuentran, hacen su nido a la carrera, encienden el fogón, ponen a freír su arroz con verduras, trabajan los trescientos sesenta y cinco días del año sin descanso, sin vacaciones, sin tiempo para la playa y cualquier día, un infarto, un cáncer o una apoplejía le ponen el punto final a su triste aventura.
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