En una mano llevaba su bastón y en la otra, un tanto arrugado, el programa de uno de los entierros que había celebrado en nuestra Iglesia.
Andaba con unos pasos tan menudos que era como si resbalara despacito por el suelo, su bastón iba más adelantado que sus piernas. Como mi despacho estaba a un lado del espacioso vestíbulo de la Iglesia, que siempre mantenía abierta cuando me encontraba en la capilla, entró y con sigilosa voz me preguntó ¿puedo pasar un momento?; le ayudé a sentarse en uno de los sofás que tenía, pensando para mis adentros –ahora me avergüenzo de pensar aquello- canas y dientes son accidentes, arrastrar los pies vejez ya es. Era alto y se podía apreciar que había perdido carnes, parecía un garbanzo limpiamente vestido antes de ponerlo en remojo –ahora vuelvo a sonrojarme de haber pensado así-; en una mano llevaba su bastón y en la otra, un tanto arrugado, el programa de uno de los entierros que había celebrado en nuestra Iglesia. Hablándome con una voz que de viejecita parecía fingida, me dijo señalando el programa: “verá padre, me gustaría que me enterrara usted... hace unos días, entré en su Iglesia, porque yo vivo en esta calle más arriba y presencié el entierro que celebraban… me gustó tanto y me emocionó tanto, que pensé, me gustaría que este “padre” oficiase mi entierro…”. Como es de imaginar, con suma delicadeza y explicaciones largas, él no tenía prisa, le fui indicando las particularidades de nuestra fe y costumbres, y especialmente traté de que escuchara acerca del Evangelio de Cristo.
Fue cuando “Desde el Corazón”, ante su sensible petición: tras escucharle, aún me afirmo en que quiero que me entierre usted, padre” y, cuando le dije que tendría que hablar con su familia y esposa, su voz se trasformó en tristeza, movió su cabeza como para reírse, risa que acabó en tos. “Mi hijo me ha traído a regañadientes, y sabiendo que venía a la Iglesia no quiso ni entrar a verla... me dijo: como estás cerca de casa, si no puedo venir, ya volverás a ella tú mismo… yo sabía que lo de la Iglesia le pondría los pelos de punta… yo vivo cerca de aquí, en un piso frente a la antigua Escuela de Equitación, pero no me dejan salir solo. No por miedo a que me pase algo, sino por miedo a que a ellos les pase algo si voy a contarle a alguien que vivo como en un cautiverio. En cuanto me quedé viudo hace unos años, mi hijo… aunque él no es malo, es ella, que no es de nuestra sangre… mi hijo vendió mi casa, que era como Dios manda, con muchas habitaciones y techos altos… “no hay quien los limpie sin partirse una pierna”, decía ella, que es una comodona. Y se compraron un piso bien moderno, que es donde viven, y en donde me dijeron, pues tienen tres hijos, bueno tengo tres nietos pero como si nada, que no había sitio para mí, que no cabía allí, y me llevaron a ver un asilo en las fueras, lejos del barrio (Bona Nova) donde siempre viví. El asilo era como un hotelito, con un jardín como la palma de mi mano…”. Le vi extender su mano temblorosa, de venas salientes, seca como un sarmiento de invierno. “Bueno, jardín, no: era un ensanche de cemento, que si tenías la desgracia de caerte te arreglabas. No quise quedarme, con clara vehemencia insistía mi hijo y ella, sí ella, “pues con nosotros no se puede quedar” y me buscaron una solución, puesto que algunos medios aún me quedaban de mi larga trayectoria profesional: un pequeño piso, en el barrio que viví y para que no viviera solo, evidentemente que a la familia no la iba a ver mucho, como sucede, que nada más viene mi hijo en las fechas que cobro mi pensión, me buscarían una mujer para cuidarme, y que para que no hubiera malas interpretaciones en la finca, lo mejor era que me casara… de este modo ellos se quedaban despreocupados –para qué vamos a engañarnos, para hacer su vida y tener buena memoria de los días de mi cobro de pensión- así que en poco tiempo me vi casado con una amiga de mi nuera, llamada Luisa Armanda –se llama así, qué gracioso- porque pasados los primeros meses, no más de dos, me armó, o desarmó la vida. Me es triste decirlo, pero estoy mucho peor que solo. Me ha puesto a vivir –bueno, lo que es vivir, vivir…- como un preso en mi propia casa. Con eso de que camino lento y con dificultades, no me deja salir de casa. Al hijo y nietos apenas los veo, pues la nuera dice que cuando vienen los entenebrezco; no sé cómo me ha salido esta palabra, pero es que me dicen que los niños sólo tienen que ver cosas alegres, personas alegres. Como si yo, que he sido un Agente Comercial al que mis clientes recibían por el ánimo que les influía, fuese ahora un entierro de tercera. Y la causa de mi caído ánimo son ellos, la Armanda se ha comido todos los ahorros de mi vida, es dueña y señora de todo y sólo me sacan cuando voy a cobrar mi pensión, pues es lo único de lo que puedo disfrutar directamente, poco, claro. Pienso que quisieran que me muriera, y yo también lo espero, si esto va a seguir así, pero de muerte natural, no por cómo me alimenta la Armanda que no tiene cuidado de mis problemas de azúcar. Ahora comprenderá porqué quisiera que usted me hiciera el entierro. Le escuché con afecto, le hablé de que la vejez crece con nosotros, de que la calidad de esta época de nuestra vida depende de la capacidad de apreciar su sentido, su valor y, sobre todo, de conocer a Jesús como Salvador y Señor y entregarle a Él nuestra vida. Oré con él y, un carraspeo molesto, nos advirtió que el hijo venía a recogerle: “vamos abuelo, deja de molestar al ‘padre’” y se fueron los dos.
Pasó el tiempo, no volví a ver al viejo vecino. Y, como lo que el viento se llevó, me olvidé del hombre. Hasta que un día, un poco agradable personaje también se me presentó en el despacho, a bocajarro me espetó: “¿cuánto además de 50.000 pesetas les ha dejado a la Iglesia mi padre?”; no salía de mi asombro. No sabía que el viejecito había muerto. El maleducado hijo se presentó en la casa de Armanda reclamando los dineros que tuviera el “viejo”, no había nada, no quedaba nada, pero descubrió que el “viejecito” dejó sus secretísimos ahorros guardados en la Cámara de Comercio de Barcelona, para la Iglesia que yo pastoreaba… No venía a reclamar esa donación, pensaba que nos había dejado más, y pude convencerle que jamás supe más del anciano, que si era cierto que había dejado esa donación, y el hijo la reclamaba, en cuanto la recibiera se la entregaría totalmente. Suavizó su tono, dijo que no era necesario, que respetaba la decisión de su “viejo”, y se marchó echando bufidos contra la Armanda, que se lo comió todo.
Unos días después recibí la notificación de la Generalitat de Catalunya, de que teníamos que recoger, tras presentar la documentación pertinente, 50.000 pesetas donadas por un Agente Comercial a través de la Cámara de Comercio de Barcelona… y recibimos tal don de aquel “viejecito” que quería que le hiciese un entierro que nunca realicé. ¡Ah! y la Cámara no nos descontó ni un céntimo de lo donado.
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