"Nos llevamos las manos a la cabeza cuando leemos las cifras que se regalan a los partidos..."
Érase una vez, unos compañeros oficinistas no muy doctos en política que coincidían cada día a la hora del desayuno en la barra de la cafetería, y cuya tendencia o militancia política el “escribidor de este cuento” la ignora.
Uno de ellos, enfadadísimo, decía: “tengo yo que madrugar todos los días, desayunar a prisa y corriendo, trabajar siete horas de duro trabajo y mal pagado, y encima aguantar que el Gobierno se lleve una parte de mi sueldo y se la entregue a un partido político para que se la gaste en sucias fachadas, en pagar a cantantes y convencer a los demás sobre algo de lo que yo no estoy de acuerdo”.
“Pero lo mismo le ocurre a los de ideas contrarias a las tuyas”; en tono más calmado dijo el que mojaba la ensaimada en el café con leche. “También a ellos les quitan el dinero y se lo dan a sus enemigos”.
“Pues más a mi favor”.
“Hombre”, el de la ensaimada: “todo va a un fondo común”.
Sí, sí, a un fondo común de los que quieren jugar a la política, como a la lotería.
Intervino otro de los presentes, que tiene fama de que se lleva bien con su mujer: “se hace así, porque es la forma que se hace en el extranjero. Mi mujer y yo pensamos que hay que pagar los impuestos para que se puedan hacer carreteras, y limpiar las calles, y barracones para las Escuelas y pluriembajadas en el extranjero…”.
“Hombre, esto lo saben hasta los niños”, murmura el de la ensaimada, “y nos parece muy bien que se subvencione la Sanidad, la Educación, la cultura, el cine, la Iglesia y muchas cosas más…” el enfadado persiste: “pero nos llevamos las manos a la cabeza cuando leemos las cifras que se regalan a los partidos para que las derrochen en oficinas públicas sin sentido, en propaganda panfletaria; y pienso en cómo se están forrando con el rollo de las comisiones”. “Por eso mi mujer y yo creemos que los partidos deben financiarse a sí mismos; no con nuestro dinero, el tuyo, el mío, el de mi mujer, sino con el que saquen de las cuotas de sus afiliados” y tanto el enfadado contable, como el que ya se había terminado la ensaimada, como el que se llevaba bien con su esposa, corearon al unísono: “así debería ser, sí señor”.
De pronto, un cliente también de la barra, que parecía un viejo profesor, que había estado observando y escuchando, interrumpió al grupo diciendo: “entonces siempre ganarían los partidos de los ricos, porque de sus afiliados podrían sacar más dinero que los partidos de los pobres. Y hoy día, más fuerza que la razón, la ética y la bondad tiene la organización, la promoción, la propaganda, los medios visuales y las redes sociales…”.
Iba a tomar la palabra el enfadado cuando, el que parecía “viejo profesor” siguió hablando: “ustedes no ignoran que el mismo Lenin, antes de la Revolución de Octubre, que nada tiene que ver con nuestro 1-0 se vio obligado, en contra de sus principios morales de panfleto –como ocurre hoy, unas son las ofertas programáticas y otras las realizaciones cumplidas a autorizar los atracos, como medio de sufragar los gastos del Partido. Era un partido obrero y los campesinos estaban en la miseria, y esa misma miseria era la razón de ser del partido…”
Ensimismados por la charla, el que ya había consumido su café con leche, el que estaba muy bien con su mujer y el enfadado del principio, seguían escuchando con interés. “Como sabrán ustedes, no se atracaba más que a los burgueses, a los industriales, a los propietarios de fábricas –lo que modernamente puede llamarse impuesto revolucionario Si ellos explotaban a la masa obrera, apoyándose en la violencia de Estado, en las trampas jurídicas, en la policía mercenaria, en el Ejército, pagándoles menos de lo que en justicia les correspondía ¿por qué no recuperar, valiéndose de otra violencia, una parte de sus beneficios y entregarla al Partido que tenía entre sus fines liberar de la miseria a los obreros y a los campesinos? de ese modo los dirigentes de tales partidos podrían editar periódicos, celebrar congresos, pagar viajes a los agitadores, hacer propaganda, equipar a los comisarios políticos, y así lograr tener algunos representantes en la Cámara”.
“¿Quiere usted decir, preguntó el que ya no tenía ensaimada con la que distraerse, que si el Gobierno no subvencionase a los Partidos políticos habría que volver a los atracos?”.
“Algo así, más o menos”.
“Bueno, al fin y al cabo –dijo el que ya no estaba enfadado esto de ahora se parece a lo de los atracos”; “si no pagas los impuestos te denuncian, si te niegas, te embargan, si no entregas lo embargado, te mandan a la policía. Y en el supuesto de que quien haga esto como comarca, ciudad, país, seguro que el Gobierno saca las tropas a la calle” y, como movidos por un resorte, los tres de la barra del bar, preguntaron:
“Usted Profesor, ¿no cree que esto se parece bastante a eso que nos ha contado de los atracos, a una tiranía administrativa?”. El profesor, de complicada vida que nadie conoce muy bien, mirando hacia su taza de café con leche.
“Huy, huy… dijo para tomarse tiempo. Ustedes han elevado mucho la pregunta. Por ese camino llegaríamos a la metafísica. Y aquí estamos sólo desayunando”.
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