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Protestante Digital

 
El poder transformador de la palabra XCII
 

Literatura y espiritualidad: Un abordaje de Juan A. Monroy

Monroy sabe cómo adentrarse en lo más profundo del alma de los autores que estudia.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 02 DE SEPTIEMBRE DE 2017 20:25 h
J.A. Monroy en la Casa-Museo Unamuno, Salamanca. FotoJ. Alencar.

Abrir el último libro de Juan Antonio Monroy, Literatura y espiritualidad (Editorial CLIE, 2017), que cierra esa trilogía que el autor inició en el año 2007, con el título El sueño de la razón, seguido de Los intelectuales y la religión (2012), corrobora aún más la evidente e incuestionable relación entre literatura y espiritualidad. ¿Con qué fin escribe nuevamente Monroy acerca de este tema?  El autor deja bien claro el propósito en su presentación del libro: "Lo que persigo con esta trilogía es presentar un cuadro de la literatura visto a una luz cristiana. Analizar las ideas religiosas y el mensaje espiritual que aportaron algunos de los grandes escritores de ayer y de hoy. Cada autor es estudiado según su propia perspectiva vital, sus creencias o increencias, su acercamiento a Dios o su alejamiento de Él, su aceptación de  los principios cristianos o su negación de los mismos...".



El autor aborda un tema nada frecuente en nuestro ámbito evangélico. ¿Cómo no hablar de la espiritualidad del hombre, de su búsqueda incesante, muchas veces no encauzada acertadamente, si él ha sido creado a imagen y semejanza de su Creador? Dios lo ha creado todo y por lo tanto el hombre crea dentro de los límites de Dios.  Está pues el hombre y lo que él crea, el Arte, por ejemplo,  dentro de los ámbitos del gran Creador.  Y si hablamos de Arte, podemos incluir la Literatura, que es de lo que trata Monroy en su libro. Del creador-escritor y su búsqueda de la verdad. Ansiosamente busca lo trascendente, algo que le dé cierta seguridad, pues ya ha reconocido que no tiene el control sobre todas las cosas. Necesita apoyarse en un ser superior que le garantice que no todo se convierte en polvo. Se siente co-creador con ese Otro que le parece es a quien debe el haber llegado a 'ser' lo que es. 



Ninguno de los intelectuales estudiados por Monroy escapan a esta búsqueda; ni aun uno de ellos ha escapado a la seducción de dejar una rendija en su escritura, aunque sea de manera muy sutil, donde pueda caber la pregunta sobre el porqué de la existencia del hombre: ¿Por qué estoy aquí? ¿Para qué? ¿Cómo? ¿Por medio de quién?



Resalto el arduo trabajo de investigación realizado por el autor, evidenciado en la amplia bibliografía y citas de autores diversos que nos acercan a cada uno de los escritores incluidos en el libro. Nos hace entrar por los entresijos, no solo de la obra de los autores, sino también de su vida personal, íntima incluso, para hacernos más real, más creíble su búsqueda, de la que no pueden liberarse por más que quieran, pues aparece una y otra vez en sus versos o en su prosa.  



Al adentrarme en las primeras páginas del libro, para mí ha sido gratificante leer el nombre de la entrañable Gabriela Mistral (Vicuña, Chile, 1889 - Nueva York, 1957), poetisa de América como la llamaron, premio Nobel, pero ante todo, la que sintió como un fuego ardiente metido en sus huesos su amor por la Palabra y expresarla a los otros en forma de verso. Apoyado por distintos biógrafos de la chilena, afirma que ella fue una "fervorosa creyente desde niña", y que "las enseñanzas de la abuela, basadas principalmente en la Biblia, lograron que su vida religiosa y espiritual se incrementara a la par que los años". Es más, como dice Bruno Rosario Candelier en la Antología dedicada por la Real Academia Española: "La grandiosa veta creadora de la lírica de Gabriela Mistral fue el amor a Dios que destilan sus versos".



No obstante, Monroy habla también de los momentos de 'coqueteo' de la Mistral con otras creencias, llevada por la desesperación al perder a seres queridos, como su hijo Yin-Yin. Al igual que una Noemí del Libro de Rut, por un momento deja de llamarse 'Dulce' para llamarse 'Amarga', probó de las aguas de Mara. Como ella, jamás dejó a su Señor Jesucristo; por eso, al regresar a su vieja Biblia, después de esta experiencia, dijo que "tenía que reconocer que en ella estaba, no más, el suelo seguro de mis pies de mujer" (citado de su artículo 'Mi experiencia con la Biblia'). A quienes se atrevieran a dudar de la firmeza de su fe, el autor recalca su declaración de fidelidad a través de los versos de su poema Credo: "Creo en mi corazón, ramo de aromas, / que mi Señor como una fronda agita, / perfumando de amor toda la vida / y haciéndola bendita".



 





Dice Monroy que ella siempre buscó refugio en Dios y no dejó de invocar su protección. Porque Gabriela sigue las pautas y promesas del Libro de los libros, lo confirma en su canto de amor al mismo, del que Monroy cita un fragmento: "[...]   ¿Cuántas veces me habéis confortado? Tantas como estuve con la cara en la tierra. ¿Cuándo acudí a ti en vano, libro de los hombres, único libro de los hombres? Por David amé el canto mecedor de la amargura humana. En el “Eclesiastés” hallé mi viejo gemido de la vanidad de la vida, y tan mío ha llegado a ser vuestro acento, que ya no sé cuándo digo mi queja y cuándo repito solamente la de vuestros varones de dolor y arrepentimiento. Nunca me fatigaste como los poemas de los hombres. Siempre me eres fresco, recién conocido, como la hierba de julio, y tu sinceridad es la única en que no hallo cualquier día pliegue, mancha disimulada de mentira.  [...]".



De las páginas escritas por el autor se desprende su admiración por la poeta, quizá porque tienen en común a ese Dios que no se olvida de los menesterosos, y cuyo Hijo resalta el valor de los niños, los mismos que tienen un lugar especial en buena parte de la obra de Mistral, y en su vida de maestra y madre, queriendo emular la labor educadora del Maestro por excelencia. Al volver de su experiencia con otros credos, Monroy señala que "se integra en un cristianismo con profundo sentido social, volcado en los más desvalidos".  Se había dado cuenta que la misión de Dios abarca la totalidad del hombre. Tal como nos lo presenta el autor, la presencia de Dios en la vida de Gabriela Mistral se demuestra en su preocupación por temas como la defensa de los indígenas, los niños, la mujer en América Latina, la búsqueda de una justicia social... La necesidad de la educación como elemento esencial para otorgar dignidad y bienestar. 



Monroy sabe cómo adentrarse en lo más profundo del alma de los autores que estudia, para encontrar puntos en común que tienen los que aman a Dios, son difusores de su mensaje, aquellos que son cartas de Dios a los hombres, escritas no con tinta sino con el Espíritu. Todo el bagaje encontrado en el equipaje de la poeta le hace admirarla, pues además tienen algo más en común, un entrañable afecto por México y sus gentes. En México estuvo Gabriela para promulgar su labor educadora, tal como ahora, con asiduidad, Monroy difunde las Buenas Noticias en este país. Y algo más, su gran amor por la Palabra.



De México también es otra de las protagonistas del libro, citada en el Capítulo II. Se trata de Enriqueta Ochoa (Torreón, Coahuila, 1928 - Ciudad de México, 2008), a quien llama 'Poetisa de extremo a extremo'. En el inicio del capítulo, Monroy señala que en el país azteca "se han dado, desde sus orígenes hasta el día de hoy, tendencias y movimientos poéticos que han dominado el panorama literario de este gran país".  Y nos hace un breve y enriquecedor recorrido por la poesía mexicana, como preámbulo para entender la de Ochoa. Quizá para recordarnos que ni tan siquiera los poetas están solos en el universo.



Monroy aprovecha la oportunidad para aclarar que “el poeta nace y se hace. Que niños y niñas despiertan a la poesía en edades tempranas, como Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Amado Nervo, entre otros. Pero esa llamada a la poesía cuando aún se está en la escuela primaria hay que cultivarla. Leer mucho. Y escribir, aunque sea para uno mismo"



"Es así como desde niña a Enriqueta Ochoa le vino la inclinación poética", nos dice, "influenciada por el ambiente familiar". Escribe su primer libro: Las urgencias de Dios, a los diecinueve años. Desde ahí no paró de escribir hasta sus 80 años. Aclara que no fue muy prolífica, apenas dejó ocho libros, más uno que se publicó después de su fallecimiento. El autor nos presenta una amplia bibliografía que ayudará a aquel que se interese en conocer más sobre esta poetisa considerada como "una fuerza creadora de tal importancia que hace adivinar el advenimiento de una nueva, potente, y valiosa voz femenina mexicana", según Rafael del Río, cuando en 1950 presentó en Torreón Las urgencias de Dios.



Transcribo algunas de las opiniones vertidas por Esther Hernández acerca de Enriqueta Ochoa, que Monroy hace suyas. Dice Hernández que "la poesía de Enriqueta Ochoa es original, instaura un nuevo discurso al recuperar los valores más Profundos de la femineidad". Que "sus principales fuentes están en los místicos españoles, particularmente San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila". Que "el mundo de Enriqueta Ochoa está conformado por la tierra, el aire, el fuego y el agua". Que "lo terreno y lo celestial, el suelo y el cielo se mezclan sin perder sus valores individuales". Que "la universalidad que alcanza la poesía de Ochoa está dado por el simbolismo religioso que subyace en sus imágenes"... "Poesía de los elementos, luminosa, telúrica, húmeda, metapoética y litúrgica la de Enriqueta Ochoa".



Nos dice Monroy que la poesía de Ochoa está recorrida por el Amor, y también por la muerte. Leyendo también percibimos una cercanía con Monroy por los afectos a Marruecos, tierra donde nació y vivió hasta los veinticuatro años. Ochoa dedica a Marruecos un capítulo de su libro El desierto a tu lado. Y también tiene dedicado un poema a Tánger en su libro Bajo el oro pequeño de los trigos



Señala el autor que "Ochoa era mujer religiosa, pero poco practicante". Y añade: "En cambio su fe en Dios estaba cimentada en pilares de mármol". De nuevo recurro a la que fue su amiga y presentadora de su obra, Esther Hernández. Dice esta escritora que "en un mundo en el que Dios ha muerto, incinerado en el pensamiento filosófico, la voz poética de Ochoa lo revive en su propio interior". Para comprobarlo, Monroy nos invita a leer las casi 423 páginas del tomo Poesía reunida, pues solo así podremos hablar de la religión en la obra de Enriqueta Ochoa. Importante labor de Ester Hernández, y hoy de Juan Antonio Monroy, al ayudarnos a percibir también el sentimiento religioso de la poetisa de Torreón, que iba acompañado, además, por el conocimiento que tenía de la Sagrada Escritura.



En este viaje por los recovecos de la espiritualidad de estos grandes escritores, la escala en México continúa con dos capítulos más dedicados a otros dos grandes de las letras, como Octavio Paz (México D.F., 1914 - México 1998) y Carlos Fuentes (Panamá, 1928 - México D.F. 2012).



De Paz dice que "fue poeta, escritor y ensayista, considerado como uno de los más grandes escritores del siglo XX y uno de los grandes poetas hispanos de todos los tiempos...”. Y recuerda que en 1937 Paz viaja a España, durante la Guerra Civil, donde se relaciona con los principales escritores de la época y se solidariza con el pueblo español.



Interesante se torna el ensayo de Monroy cuando, mientras va desgranando a los distintos autores y sus obras, aprovecha para ir respondiendo a preguntas como ¿qué es la poesía?, o nos relata algunos momentos de la historia de los países mencionados, retratando la sociedad de una determinada época, de la que han brotado los escritores por él elegidos. Con Paz nos adentramos en la India, así como con Ochoa viajamos hasta Marruecos.



Como hace a lo largo del intenso viaje por las páginas de Literatura y espiritualidad, junto a Paz nombra a otros escritores del panorama literario mexicano del siglo XX. Pero sin olvidar ahondar profundamente en la obra de Paz, a la vez que saca a la luz un tema un tanto polémico, cómo lo es el pensar que ser anticlerical significa no creer en Dios o rechazar su papel como Creador de todo. Nos comenta Monroy que "Paz fue un poeta anticlerical, antirreligioso, pero no ateo, como se le ha presentado en círculos próximos a la Iglesia Católica". Y cita a Enrique Krauze: "había religiosidad en Paz, había religiosidad en el hombre cuya poesía comienza y termina con la palabra comunión". Y también que Paz llegó a definir el cristianismo como "la historia de la salvación por amor". Octavio Paz se encontraba, según señala el autor, en la línea de los poetas y pensadores de la Generación del 98, como Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Pío Baroja, Ramón María del Valle Inclán, entre otros, y la del 27, en la que figuran algunos como Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti o Federico García Lorca. 



Percibimos que el autor, al nombrar a estos intelectuales, nos invita a leerlos si todavía no lo hemos hecho, o a releerlos para bucear más profundamente en su sentir literario y sobre todo, hurgar en su espíritu, más aún si pensamos opinar sobre ellos con autoridad.



En el cuarto capítulo, Monroy cierra las páginas dedicadas a los mexicanos, y nos muestra otra de sus facetas como lo es su decantamiento por el periodismo. Aparece una amplia recopilación de las noticias aparecidas a la muerte de Carlos Fuentes.  También menciona la incursión de Fuentes escribiendo para Diario 16, ABC, El País o el New York Times. Hace historia. Nos recuerda las grandes obras de Fuentes como La muerte de Artemio Cruz, La región más transparente, Las buenas conciencias, Gringo viejo, Aura, Cantar de ciegos, Zona sagrada o Cambio de piel, entre otras. 



Capítulo a capítulo el autor nos llama a leer detenidamente lo que es el meollo del libro, que son las creencias o increencias de sus elegidos. Pienso que este es un aspecto de gran relevancia en el trabajo realizado. Se trata de romper con los tabúes acerca de la espiritualidad de los intelectuales, a los que seguimos, a través de los siglos, calificándolos de ateos sin excepciones, sin adentrarnos en lo profundo de su ser y de su obra, o sea, sin leerlos.



Monroy se pregunta: "Qué religión practicaba Carlos Fuentes, si es que practicaba alguna? ¿Creía en Dios? ¿Admitía a Jesucristo como el Verbo de Dios encarnado? ¿Creía en otra vida después de la muerte?" Nos dice que "en todas las novelas hay alusiones, citas y referencias a estas cuestiones trascendentales. Personajes que discuten, aprueban o desaprueban, creen o no creen en la espiritualidad humana". Y nos remite a un libro fundamental para analizar las creencias o increencias del escritor: En esto creo.



Indudablemente Fuentes consideró temas relevantes como Dios, Jesucristo, la muerte... temas sobre los que también Monroy diserta en este libro. Apenas cito una afirmación de Fuentes sobre Jesús, mencionada por Monroy, y que me interesó al leer este capítulo: "su condición de hombre humilde, desprovisto de poder, desnudo de lujos, que gracias a su humildad y pobreza, se convierte en el más poderoso símbolo de la salvación humana". ¿Podría alguien negar que, sea como sea, ésta podría considerarse una notable propuesta de marketing para dar a conocer un valioso producto? Veo una gran labor difusora del Maestro, en una época que hablar de Él no es nada rentable.



Al leer las páginas tejidas por Monroy vamos descubriendo a nuevos personajes preponderantes de nuestra historia antigua y de la más reciente. A algunos los desconocía, por eso es tan importante leer, pues la mente se va ensanchando, vamos viéndolo todo con 'ojos nuevos'. Aquí hay mucha historia y mucha creatividad. Y mucha verdad.



El autor nos hace seguir por ese hilo conductor que hay entre todos los personajes elegidos por él, y que no ha sido por azar: el amor, Dios, la muerte, la vida, la justicia...



En los capítulos V y VII, Monroy nos hace volver y volver a rumiar sobre dos obras maestras como lo son Don Juan Tenorio, de José Zorrilla (Valladolid, 1817 - Madrid, 1893), y La divina comedia, de Dante Alighieri (Florencia, Italia, 1265 - Rávena, Italia, 1321). Nos llama a su relectura buscando en ellas la espiritualidad y acercamiento a la Palabra por parte de los autores de las mismas, pues nos hablan a través de su escritura.



Monroy elabora unos interesantes preámbulos ofreciéndonos datos biográficos, situándonos en el contexto en el que se escribió y desarrolló la obra. Por ejemplo, nos habla acerca de los orígenes de la leyenda de D. Juan Tenorio; que la obra de Zorrilla fue escrita en apenas 21 días, y hoy, cada noviembre cobra vigencia en las carteleras teatrales. Pero va más lejos, nos hace ahondar en las profundidades de la misma, con amplias citas, trayendo a la superficie el mensaje de amor y salvación que el poeta lírico vallisoletano quiso legarnos. Zorrilla y Dante nos hablan del amor y la misericordia de Dios. Dice Monroy: "Si el amor de doña Inés salvó a Don Juan al pie de la sepultura, el amor de Beatriz fue la salvación de Dante". "El fin práctico al que Dante tiende en este viaje es el conocimiento de Dios como bien supremo, un Dios soberanamente personal y trascendente".



El capítulo VI lo dedica a Giovanni Papini (Florencia, Italia, 1881-1956). Comenta el autor que la obra literaria de Papini tuvo más resonancia en su época que la de otros escritores italianos considerados de primera fila. Y que esto se demuestra al haber sido traducidos sus libros a ciento cincuenta idiomas y dialectos. Monroy nos presenta un excelente resumen de la obra, vida personal y encuentro de Papini con Cristo. El testimonio de su conversión, Historia de Cristo, asevera Monroy, "fue uno de sus libros más lúcidos, el más bello". Y reafirma que Papini llegó a ser un gran creyente a pesar de su educación atea: "el sentimiento religioso siempre estuvo vivo en él", dice. Monroy nos revela a un Papini irreverente con Dios que, de pronto, empieza a incluirlo como eje central de su escritura. Un cambio radical que nos recuerda a Pablo de Tarso.



Interesante fue leer que Papini, a lo largo de medio siglo, "trabajó febrilmente; fundó revistas, escribió en periódicos, fue corresponsal de diarios franceses en Italia, envió artículos a periódicos y agencias de Estados Unidos y de otros países". Cuánta similitud con la intensa actividad llevada a cabo por el autor del libro que comentamos, incrementada con el paso de los años, y con una pasión desbordante en el ejercicio de su ministerio pastoral y evangelístico.



La radicalidad de la conversión de Papini nos prepara para otro cambio sorprendente como lo fue, según nos comenta Monroy en los capítulos VIII y IX, el de Alberto Camus (Dréan, Argelia, 1913 - Villeblevin, Francia, 1960), el narrador y filósofo francés nacido en Argelia. Camus, el Premio Nobel que "fue un filósofo encuadrado en la corriente existencialista, como se percibe en dos de sus obras: El extranjero y el Mito de Sísifo". Pero añade Monroy que Camus no creía en el existencialismo que significa la fuga constante de lo divino, y que hay que tener en cuenta el contexto histórico en el que vivió el filósofo, que era el de una Europa devastada por la guerra. Por eso se entiende su obsesión por el problema del mal en el mundo.



Interesante este capítulo en el que Monroy también nos adentra en el significado de el existencialismo, el humanismo, en las diferencias entre el existencialismo ateo de Sartre y el existencialismo de Camus. Hace referencia acerca de la afirmación de la Iglesia Católica de que anticlericalismo significa ateísmo, haciendo mención para ello de nombres como Diderot, Voltaire... o de las Generaciones del 98 y del 27, en España. Todo ello para decirnos, otra vez,  que muchos no fueron ateos. Como tampoco lo fue Camus, "un humanista tras las huellas de Dios". Si lees los entresijos, te informas que en Argel, suelo natal de Camus, éste solo veía el compromiso de la iglesia católica con los ricos y con el poder político y militar. "La Iglesia católica ha hecho muchos ateos", señala Monroy. Y nos hace reflexionar acerca de la posibilidad de que otras confesiones sigan esta senda. 



En el libro se presenta, al lector interesado, abundante material para que pueda informarse y corroborar acerca de la estrecha relación entre el existencialismo y la fe en Camus. Nos va desgranando conceptos, haciéndolos sencillos para que el lector después entienda por qué valora el existencialismo humanista de Camus. Y por qué defiende que Camus no era ateo. No en vano le dedica dos capítulos. Comenta que "si el sacerdote católico Octavio Fullart hubiera leído las prolongadas conversaciones entre Alberto Camus y el pastor metodista Howard Mumma en París, no hubiera escrito su obra La moral atea de Alberto Camus". Ni "el gaditano Edmundo de Ory ... habría dado a la imprenta las pocas y maliciosas páginas de su librito Camus y el ateísmo 'in extremis".



También al último personaje de esta saga de escritores escrutados en este libro: José Martí (La Habana, Cuba, 1853-Cuba, 1895), le dedica dos capítulos: X y XI. El autor nos presenta a Martí como político, militar, poeta, escritor; cubano hijo de españoles. Un revolucionario que a los 18 años fue desterrado a España, donde estudió Derecho y Filosofía y Letras. Señala que "Martí dio siempre un ejemplo de elevación humana"; y yo le creo. Respecto a la religión que profesaba el cubano, nos dice que "había nacido en el seno de una familia católica", pero fue anticlerical, lo cual no se condice con la imagen que se quiere vender de él, el de un católico obediente a la Iglesia. Y que "este anticlericalismo está en parte fundado en motivos políticos, y en parte en la distorsión y corrupción de la doctrina cristiana". Postura que se traduce en sus escritos.



Dejo al posible lector de este libro que hoy presentamos, que lo lea y extraiga sus propias conclusiones con honestidad. El autor deja las pautas para que conozcamos lo que pensaba Martí acerca de la religión, de Dios y de la Biblia.



Monroy espiga, como él mismo señala, párrafos de libros escritos por Martí, en los que se vislumbra este anticlericalismo. Animo a los lectores a buscar y leer el libro de Monroy, de modo que conozcan más de éste y de los demás autores considerados en esta obra, y quizás se lleven una grata sorpresa y descubran rasgos que los acerquen a ellos. "Ser anticlerical no significa ser ateo", afirma Monroy. “En su monumental lista de autores ateos, la Iglesia Católica incluye a hombres y mujeres que no fueron ni lo son. Escribieron sobre la influencia excesiva del clero católico en la vida social y política, denunciaron las riquezas de sus templos, el dominio del Vaticano. Este anticlericalismo se fundaba principalmente en justificaciones políticas y pretendía frenar o eliminar la intromisión de la Iglesia Católica en la vida pública. Pero lo hicieron desde el enfrentamiento con esta iglesia, no desde la negación de Dios". Queda claro.



Concluyo mi modesto comentario acerca de este magnífico aporte de Juan A. Monroy, quien nos lleva a una relectura con 'ojos nuevos'.



Sobre el autor: Juan A. Monroy nació en Rabat-Marruecos, en 1929. Es escritor, periodista y conferenciante internacional. Desde que en 1952 predicara por vez primera, en Las Palmas de Gran Canaria, ha predicado en iglesias, centros culturales y universidades de 53 países, entre ellos todos, menos dos, de América Latina. Y también en  29 de los estados que tiene la Unión norteamericana, así como en Europa y en África.  Ha fundado revistas: LUZ Y VERDAD (1956-1959),  LA VERDAD (1962-1964), RESTAURACIÓN (1966-1985), ALTERNATIVA 2000 (1990-2000) y VÍNCULO (2007-2010); publicado cincuenta y cuatro libros, y alrededor de tres mil artículos. Además, Monroy ha dedicado parte de su tiempo y recursos a diversas causas sociales, y ha sido y es mecenas de sus proyectos, y de los de otros. Algunos de sus libros: Defensa de los protestantes españoles; El poder del Evangelio; Las Bienaventuranzas para nuestros días; La Biblia en el Quijote; Inquieta juventud; Un cruce de caminos; Un enfoque evangélico a la Teología de la Liberación; Los intelectuales y la religión, Obras Completas.


 

 


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