Todavía hay quienes discuten con pasión si la Biblia es Palabra de Dios o solo la contiene, si está escrita con errores propios de humanos o es inerrante. Juan Crisóstomo no se equivocó y dedicó su vida al Libro.
La historia la escriben los poderosos, dicen los que la estudian. Los que realmente la hacen pasan a ser actores de reparto. Este artículo trata de un hombre que aprendió a leer gracias a su madre cristiana. Vale la pena dedicarle unos minutos y saber qué significó para él la Sagrada Escritura. Transcribo a su autor (01):
"Crisóstomo —dice uno de sus biógrafos— pertenece a esta grande pléyade de hombres superiores, cuyos trabajos, virtudes y genios han ejercido tanta influencia en los destinos del cristianismo.
Nació en Antioquia en el año 346, siendo su padre un rico militar de alta graduación. Muerto éste, cuando su hijo era aún niño de pocos años, su madre Antusa (02) quedó encargada por completo de la educación y cuidado del que más tarde llenaría el mundo con la gloria de su elocuencia. Antusa era una cristiana altamente piadosa y fue ella la que arrancó a cierto pagano esta exclamación de admiración y sorpresa:
‘¡Qué madres tienen estos cristianos!’
Destinado a la carrera de abogado, después de su primera educación fue puesto al cuidado de Libanio (03), el gran retórico y elocuente defensor del paganismo. Pronto el joven reveló sus singulares aptitudes de orador, y su célebre maestro se lisonjeaba con la idea de que él sería un día su sucesor.
Pero la mente del joven abogado no se avenía a la clase de vida a que estaban sujetos los que seguían su carrera, hallándola demasiado frívola y estéril para aquel que aspiraba a mejores cosas en la vida.
De vuelta a su hogar, halló en la Biblia, que tanto había leído su cristiana madre, el agua de la vida que apagó la sed de su corazón. Un condiscípulo llamado Basilio (no el obispo de Capadocia) le ayudó mucho a entrar en el camino angosto que conduce a la vida.
Fue admitido en la iglesia como catecúmeno, y después de tres años de preparación y prueba, fue bautizado por el obispo Melecio (04). Basilio quiso inducirle a abrazar la vida monástica, ya muy popular, pero intervino la sabia influencia de su madre y le disuadió de este propósito.
‘Te ruego —le dijo llorando— que no me hagas enviudar por segunda vez’. Crisóstomo entonces escogió la mejor misión de vivir una vida santa en su casa y entre los del mundo corrompido.
Sin embargo, muerta su madre, Crisóstomo pasó seis años en un monasterio dedicándose a escribir varios de sus tratados, pero la vida monástica no le ofrecía el campo de actividad que sus talentos y dones requerían.
En el año 381 fue ordenado diácono, oficio en que trabajó durante cinco años. En el 386 fue elevado a presbítero y como su elocuencia empezó a ser conocida se le confió el púlpito de la iglesia más grande de Antioquia, la cual siempre resultaba pequeña para contener las multitudes ávidas de escuchar su palabra candente y arrebatadora, que a pesar de la naturaleza del edificio e índole de la reunión, arrancaba aplausos y estruendosas manifestaciones de admiración.
Sus sermones no tienen nada de aquello que halaga las pasiones de las multitudes. Son casi siempre homilías exponiendo capítulos enteros de la Biblia. Crisóstomo inmortalizó este excelente método de predicación que tiene la gran ventaja de familiarizar a los oyentes con el lenguaje y enseñanzas de la Biblia. Se llamaba Juan, y debido a su elocuencia le dieron el apodo de Crisóstomo, lo que significaba, en griego, ‘boca de oro’.
Bossuet (05) lo llama el Demóstenes cristiano y lo declara ‘sin contradicción el más ilustre de los predicadores y el más elocuente de los que han enseñado en la iglesia’.
Siendo su predicación una constante explicación de la Biblia, queda dicho que era superior a la de la mayoría de los predicadores de sus días, no sólo por la palabra atrayente del que ocupaba el púlpito, sino porque daba verdadero alimento espiritual a los hambrientos.
‘A las grandes cualidades de orador —dice un autor católico— Crisóstomo unía un conocimiento profundo de las Escrituras. Siendo joven la había estudiado bajo Melecio, después bajo Diodoro y Carterio (06). Más tarde cuando pasó seis años en el desierto, no tuvo en sus manos más libro que la Biblia; no se ocupó de otra cosa, sino del texto sagrado. Leyó y releyó, aprendió de memoria palabra por palabra, y hasta el fin de su vida la hizo el objeto constante de sus meditaciones. En una palabra, poseía un conocimiento profundo de los libros sagrados, y se los había apropiado y asimilado de tal manera, que habían venido a ser el fondo de su espíritu y su sustancia espiritual’. Estas palabras pertenecen a Villemain (07), quien agrega: ‘Ningún orador cristiano estuvo más compenetrado de las Escrituras Sagradas, ni más encendido de su fuego, ni más imbuido de su genio’.
En el año 397 murió el patriarca de Constantinopla, y ninguno de los candidatos para ocupar la vacante contó con los sufragios necesarios, pero cuando sonó el nombre del famoso predicador de Antioquia, fue elegido por mayoría.
Fue traído casi a la fuerza a ocupar el puesto en el que obtendría tantos triunfos y sufriría tantos desengaños. Empezó su obra en la capital introduciendo reformas en la vida y práctica de las iglesias, que tanto se habían apartado de la simplicidad primitiva del cristianismo, y denunciando valientemente todos los vicios de la aristocracia exteriormente religiosa.
Pronto tuvo tantos enemigos como admiradores. Una predicación tan pura no podía sino ofender a la gente mundana que llenaba las iglesias. El clero nada espiritual, las damas de la corte, y particularmente la emperatriz Eudosia (08) se pusieron en su contra.
Los que habían aspirado al patriarcado y en la elección habían sido vencidos por los partidarios de Crisóstomo, se encargaron de encender el fuego, y acusándole de ser sostenedor de las doctrinas de Orígenes, consiguieron hacerlo desterrar; pero no tardó en ser llamado de nuevo por la misma Eudosia, quien se atemorizó creyendo que un terremoto que ocurrió poco tiempo después de su destierro era un castigo de Dios.
Pero el valiente orador volvió a su campo de acción resuelto a seguir el mismo programa con que había empezado, lo que volvió a irritar a Eudosia.
‘Herodías — dijo al subir al púlpito— está de nuevo enfurecida; de nuevo tiembla; de nuevo pide la cabeza de Juan el Bautista’. Este lenguaje le atrajo otra vez la ira de la emperatriz, y fue desterrado por segunda vez a una aldea llamada Taurus, en los confines de Armenia, donde se hallaba constantemente expuesto al peligro de bandoleros.
‘Su carácter quedó consagrado en su ausencia y persecución; —dice Gibbon (09) — las faltas de su administración no eran más recordadas; toda lengua repetía las alabanzas de su genio y virtud; y la respetuosa atención del mundo cristiano estaba fija en un lugar desierto de las montañas de Taurus’.
A pesar del destierro, Crisóstomo no vivía en la inacción. Personalmente y por correspondencia seguía la obra, interesándose en la evangelización de las tribus cercanas al lugar de su destierro, que aun no conocían el cristianismo, y escribiendo a las iglesias en las cuales tenía mucha influencia.
Sus adversarios no cesaban de perseguirle cada vez más, y consiguieron que fuese confinado a una región aun más apartada, en los confines del Imperio, pero falleció en el penoso viaje, en septiembre del año 407.
Treinta años más tarde sus restos fueron transportados a Constantinopla donde fueron recibidos con los más altos honores. El mismo emperador Teodosio el joven (10), imploró públicamente el perdón de Dios por la falta que habían cometido sus antepasados.
Las obras de Crisóstomo son numerosas, consistiendo generalmente en homilías explicando las Escrituras. Forman un verdadero tesoro, y del griego han sido traducidas a muchos idiomas modernos, y son siempre consultadas por los mejores comentadores de elocuencia. Abarcan casi todos los libros del Nuevo Testamento y muchos del Antiguo. Comprenden además un gran número de sermones sobre diferentes temas.
El siguiente trozo, parte de un sermón sobre la lectura de la Biblia, puede dar una ligera idea de su predicación:
‘El árbol plantado junto al arroyo de aguas, creciendo al borde mismo de la ribera, disfruta constantemente de su conveniente humedad, y desafía impunemente todas las intemperies de la atmósfera; no teme a los ardores disecantes que produce el sol, ni al aire inflamado; teniendo en sí una savia abundante, se defiende contra el calor exterior y lo hace retroceder; del mismo modo, un alma que permanece cerca de las aguas de las Santas Escrituras, que de ella bebe continuamente, que recibe de ella misma este riego refrigerante del Espíritu Santo, llega a hacerse superior a todos los ataques de las cosas humanas, sea la enfermedad, la maldición, la calumnia, el insulto, la burla o cualquier otro mal; sí, aunque todas las calamidades de la tierra atacaran a esa alma, se defiende fácilmente contra todos esos ataques, porque la lectura de las Santas Escrituras le proporciona consolación suficiente.
Ni la gloria que se extiende a lo lejos, ni el poder mejor establecido, ni la ayuda de numerosos amigos, ni ninguna otra cosa, en fin, puede consolar al hombre afligido, como la lectura de las Santas Escrituras. ¿Por qué? Porque esas cosas son perecederas y corruptibles, y porque la consolación que dan perece también; la lectura de las Santas Escrituras es una conversación con Dios, y cuando es Él quien consuela a un afligido, ¿quién podrá hacerlo caer de nuevo en la aflicción?
Apliquémonos, pues, a esta lectura, no sólo dos horas sino siempre; que cada uno al ir a su casa tome en sus manos los libros divinos y reflexione sobre los pensamientos que encierran y busque en las Escrituras una ayuda continua y suficiente.
El árbol plantado junto a arroyos de agua, no permanece allí sólo dos o tres horas, sino todo el día y toda la noche. Por eso sus hojas son abundantes y sus frutos numerosos, sin que ninguno lo riegue; porque plantado cerca de la ribera, sus raíces absorben la humedad y, como por canales, la lleva a todo el tronco para que disfrute; lo mismo es con aquel que lee continuamente las Santas Escrituras, y que permanece cerca de esas aguas, aunque no tuviese ningún comentador, la lectura sola, como una especie de raíz, hace que saque de ella mucha utilidad’”.
La Reforma ocurrió doce siglos después de este hombre de Dios. ¿Cómo no pensar que antes de Martín Lutero hubo otros reformadores? Las páginas amarillentas registran a esos valientes que en los primeros siglos de nuestra era dieron su vida por el Evangelio de Jesucristo y los Apóstoles.
A pesar de su lucha no pudieron impedir el paulatino alejamiento de la verdad de parte de la religión ligada al Estado. Mientras los falsos vencedores escribieron la historia de la apostasía eclesiástica, los considerados ‘perdedores’ escribían con sangre la historia de su fe genuina.
Son ellos, los mártires de Cristo que claman bajo el altar en el Santuario celestial. Así lo describe Juan en su visión:
“Cuando abrió el quinto sello, vi bajo el altar las almas de los que habían sido muertos por causa de la palabra de Dios y por el testimonio que tenían. Y clamaban a gran voz, diciendo:
¿Hasta cuándo, Señor, santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre en los que moran en la tierra? Y se les dieron vestiduras blancas, y se les dijo que descansasen todavía un poco de tiempo, hasta que se completara el número de sus consiervos y sus hermanos, que también habían de ser muertos como ellos.“ (11)
Más que nunca el mundo busca ‘la felicidad’ a cualquier coste; entra con su mensaje hedonista en muchas de nuestras iglesias y se adueña del púlpito atrayendo a muchos que prestan gustosos sus oídos. Jesucristo promete su gozo que es nuestra fortaleza (12), pase lo que nos pase, cueste lo que nos cueste.
¡No nos dejemos engañar por quienes pretenden que la Biblia diga lo que no dice! Estudiemos siempre la Palabra en actitud de oración, con apertura de corazón y mente alerta, dispuestos a dejarnos guiar por el mismo Espíritu que la espiró.
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Notas
Ilustración: grabado de Juan Crisóstomo.
01. Artículo reproducido del libro La Marcha del Cristianismo, páginas 172-178. Su autor Juan Crisóstomo Varetto nació el 27 de enero de 1879 en Concordia, Argentina, y murió en 1953. Era el más pequeño de cinco hermanos y al quedar huérfano a temprana edad solo pudo asistir a la escuela durante un año. A los quince años se convirtió al evangelio, comenzando a partir de ese momento un trabajo en el que desarrollaría sus dones como evangelista, pastor y escritor. Viajó por diversos países sudamericanos e hizo también una gira por Europa. Entre sus obras pueden mencionarse Héroes y mártires de la obra misionera, La marcha del cristianismo, La Reforma del siglo XVI y El apóstol del Plata.
02. No confundir con la hija de Constantino Coprónimo del mismo nombre (757-809).
03. (314-394). Libanio fue conocido como el ‘pequeño Demóstenes’ por su capacidad oratoria.
04. (¿- 381). Sucedió como obispo a Eustaquio, y adhirió al arrianismo.
05. Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704), fue un destacado clérigo, predicador e intelectual francés. Defensor de la teoría del origen divino del poder para justificar el absolutismo de Luis XIV.
06. Soldados al servicio del emperador Licinio que murieron por su fe cristiana, acompañando a los mártires que debían ejecutar.
07. Abel-François Villemain (1790-1870), fue un político y escritor francés.
08. Emperatriz Elia Eudosia, o Eudoxia, o Eudocia (?- 404), esposa del emperador romano Arcadio (377/78 – 408).
09. Edward Emily Gibbon (1737 – 1794), historiador inglés autor de ‘Historia de la Decadencia y Caída del Imperio Romano’, considerado el primer historiador moderno, y uno de los más influyentes historiadores de todos los tiempos.
10. Flavius Theodosius (401 – 450) emperador del Imperio Romano de Oriente.
11. Apocalipsis 6:9-11; 17:6.
12. Nehemías 8:10.
Importante: todas las citas y los énfasis en negritas pertenecen al autor de este artículo.
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