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Retos de la educación evangélica

Guiar y educar a nuestros hijos espiritualmente implica que vean en su hogar cómo se afronta el día a día ante los problemas teniendo a Cristo por nosotros.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 02 DE JULIO DE 2017 08:30 h

Teniendo la privilegiada oportunidad de publicar en este Blog, quisiera dar a conocer 3 ó 4 artículos del sexto número de la revista SEMBRADORAS, dedicado especialmente a la Educación Cristiana, siempre con el deseo de recoger temas que merecían nuestra reflexión y acción. Como siempre, en aquella ocasión contamos con la generosidad de diversos autores, así como también con el aporte inestimable del pintor Miguel Elías, quien, a lo largo de estos años, nos ha apoyado con bellas portadas.



Así decía el editorial de ese número editado en 2012: “Los niños son el futuro de la iglesia”. Es verdad que lo pensamos así, y estamos convencidos de ello, pero sin quererlo nos estamos olvidando que para que sean futuro antes deben ser presente, y su integración en la comunidad, su amor por esa comunidad, debe empezar ahora. Esto que decimos se ilustra perfectamente en el versículo de Proverbios  que dice: “Instruye al niño en su camino y aun cuando fuere viejo no se apartará de él”. Si miramos a nuestro manual de instrucciones, la Biblia, no nos queda ninguna duda acerca de lo que quiere Dios en lo que se refiere a los niños, a los adolescentes y jóvenes, porque de ellos es el reino de los cielos, dijo Jesús, dejando claros sus propósitos para este colectivo.  De ahí la importancia de la educación cristiana, que es transmitir conocimiento y valor para ayudarlos a encontrarse con Dios; a encontrar sus dones y ponerlos al servicio de su prójimo. Y esta es una tarea de todos, integral. Si leemos en Deuteronomio 6 veremos que el hogar es la primera escuela. Y lo es, pero los niños y adolescentes también forman parte de una comunidad, la iglesia. Y ésta debe tener una infraestructura humana y material para ser parte del proceso educativo; que no sólo debe abarcar a los niños sino que debe incluir un apartado para los padres. Y por ende, respaldar el trabajo de los educadores, incluyendo su formación. Porque los que toman parte en esta tarea de educar, deben amar la Biblia y a los niños. Jesús dejó una misión docente en Mateo 28.20: “Enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí  yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”; y como pueblo suyo no podemos permanecer indiferentes ante la situación de todo aquel que no se ha reconciliado con Dios. Por ello este número de la revista, el sexto, está dedicado a la Educación Cristiana.  Contando también con los apartados dedicados a la poesía, reseña de libros y testimonios de vida.



Hoy publico un artículo escrito por Lidia Martín.



 



LA EDUCACIÓN EVANGÉLICA A EXAMEN



LIDIA MARTÍN*



No podía evitar, al comenzar a escribir estas reflexiones, tener un cierto tinte de tristeza en mi corazón. Me hubiera encantado poder abordar un tema como este desde la alegría de poder decir que, si bien quizá no lo tenemos todo controlado (¿quién lo tiene, por otra parte?), al menos vamos por buen camino. Pero creo que no y ahora menos que hace unos años, unos siglos, si me lo permiten. Mi primera reacción, como decía, fue más bien de desánimo y venía acompañada de una buena carga de responsabilidad, sobre todo por lo que creo que es una necesidad imperiosa ya que nos ponemos a esto, y es dar en la clave de lo que puede estar mal-funcionando, precisamente para reorientarlo. Así que voy a intentar ser lo más clara y coherente posible, con todo y que obviamente éste no es ni puede ser, por su extensión, un texto exhaustivo, sino más bien y como máximo, si consigo el acierto que preciso, orientativo en algún punto en concreto. El mayor drama, creo, es que no sólo cometemos los mismos errores que quienes no tienen al Señor, sino que, pudiendo tener la posibilidad de cometer los mayores aciertos, estamos muy lejos de esto, también en la educación.



Si educar, en un sentido amplio, consiste en orientar los pasos de nuestros pequeños hacia la vida adulta, con todo lo que eso implica en cuanto a madurez, solidez, independencia y autonomía, la primera pregunta sería, claro está, si estamos cumpliendo con esto como padres. Es en este agente prioritario de la educación y no en los demás (como son profesores, maestros de escuela dominical y demás) en el que me centraré en estas líneas, porque de hecho el primer asunto en el que detecto serias “fugas” es justamente en éste: que los padres han delegado la educación de sus hijos en tantas personas y a tal nivel que, finalmente, su labor, que debiera ser la principal, ha quedado diluida. Tanto, que ya muchos padres ni siquiera ejercen como educadores, por imposible que nos resulte creerlo.



Pero como, además, resulta que lo que nos estamos cuestionando no es sólo la educación en general, sino la educación evangélica, tenemos necesariamente que detenernos también en lo que de diferencial debe tener, que es llevarles, en términos espirituales, al conocimiento del Señor, a un pensamiento cristiano con los valores que ello implica y a que, en última instancia, puedan ser luz allí donde se encuentren como vidas que reflejen a Cristo. Obviamente, esta labor no es posible llevarla a cabo por nuestros propios medios, y asumo que quienes leen estas líneas estarán de acuerdo conmigo. ¿Cómo podríamos, ciertamente, asumir esto en solitario? Es la obra del Espíritu la única que puede hacer esos cambios en la vida de una persona, y no es posible plantearnos nada parecido sin contar con Él.



Sin embargo, el hecho inapelable de que sea el Espíritu el que obre de manera poderosa en nuestros hijos no puede distraernos de algo verdaderamente importante: que nosotros somos los depositarios de la responsabilidad de criarlos y educarlos en el Evangelio, con todo lo que eso implica. Cuando prescindimos de atender a esta responsabilidad, está bastante claro para mi gusto que también estamos delegando la educación de nuestros hijos en que el Señor obre sin responder convenientemente al llamado que tenemos con ellos. Es más cómodo, pero no es más correcto. Y, ¡ojo!, conste que donde yo tengo mis serias dudas no es, obviamente, en las capacidades del Señor para hacer Su labor perfecta en ellos, sin que nosotros tengamos que mediar en nada. ¡Nada más faltaba! Él siempre ha podido y podrá hacer lo que quiera, pero eso no nos exime ni en una pizca de nuestra responsabilidad real para con nuestros hijos, que son un regalo precioso del Señor sobre el que también se nos pedirán cuentas. El problema, como puede verse, no está en las capacidades de quien elegimos para delegar nuestra responsabilidad, sino en el hecho de que la dejemos de lado y no respondamos ante ella.



El asunto de la asunción de responsabilidades, en cualquier caso, reconozcamos que no ha sido nunca una asignatura fuerte para nosotros. Ya desde el inicio de nuestro caminar por esta nuestra Tierra, descubrimos que era ciertamente interesante tener alguien cerca sobre el que poder depositar nuestras culpas y frustraciones. Señalar con el dedo lo que otros están haciendo mal en la educación de nuestros hijos puede ser un ejercicio, como mínimo, tentador, pero mi sugerencia en esta reflexión es que cambiemos, en nuestro gesto de señalar, el dedo índice por el pulgar, para más bien ponernos nosotros en el estrado y cuestionarnos si, quizá, estamos asumiendo como normal y aceptable, de nuevo, el problema en el Edén. Ni la serpiente tenía la culpa, ni la mujer que le dio a Adán, ni quien en última instancia nos pusiera la miel en los labios, sino yo, en primera instancia, nosotros, cada uno de los que, teniendo que abordar estas responsabilidades en primera persona, por razones A o B, no lo hacemos o no, al menos, en suficiente medida.



Como padres evangélicos, a priori, pensaríamos que se requiere una labor educativa con nuestros hijos que aborde, en líneas muy generales, dos frentes esencialmente:




  • lo que tiene que ver con la socialización, lo académico, lo cultural en el espacio y el tiempo en que nos toca educar, que constituiría el primer frente, al que llamaremos el frente “terrenal” o más asociado a este mundo y las necesidades que plantea;

  • lo que tiene que ver con los valores trascendentes, eternos, y que yo llamaré “educación espiritual”, como segundo frente.



Para que podamos comprender mejor cuál es la propuesta que quisiera transmitir desde esta reflexión, diría que uno de nuestros grandes errores como padres evangélicos es que seguimos defendiendo que existen dos frentes, pero que además están separados, cuando en realidad existe solamente uno, aunque con aplicaciones en dos ámbitos distintos. Y desde luego, mientras no comprendamos nosotros en primer lugar que esto sea así y lo asumamos tal cual, difícilmente quedará nuestra acción educativa impregnada de este principio.



Pensemos en términos algo más específicos: muchos padres evangélicos siguen pensando que lo que sucede de lunes a sábado y lo que ocurre los domingos son ámbitos separados que poco tienen que ver más allá de lo religioso. Y es cierto que si se plantea de esa manera, nuestras vidas serán pura religión. No vivimos una fe coherente impregnada de principios cristianos que vivimos en nuestro día a día, en lo cotidiano, sino que más bien tenemos una vida como la de cualquier otra persona que, una vez a la semana, disfrazamos con mayor o menor acierto de cierta fachada evangélica. Y eso no sirve ni les sirve a nuestros hijos para nada más que para hacer un gran lío en sus cabezas, y que va a más conforme ganan en años.



De la misma forma que delegamos en los profesores del colegio y el instituto la formación en las diversas materias académicas, hemos delegado la educación espiritual del niño en los profesores de escuela dominical, como si esto, perdónenme, pudiera suplirla. Educar al niño en principios cristianos no significa que se aprenda una lección bíblica a la semana, que se sepa el versículo de memoria y que le enseñen a hacer una oración por la ofrenda. Todo eso está bien, es válido, pero son mínimos y no son, desde luego, la imagen de educación cristiana a la que deberíamos aspirar. Guiar y educar a nuestros hijos espiritualmente implica que vean en su hogar cómo se afronta el día a día ante los problemas teniendo a Cristo por nosotros, significa que vean en nosotros el recurso constante y el poder que supone la oración, implica percibir preocupación por llevar vidas santas y que le honren, amor por la Palabra y por lo que tiene que decirnos hoy… aunque eso signifique, incluso, tal y como expresa el Evangelio, que por encima de ellos mismos, que son lo que más queremos, está Dios, al que debemos amar aún más porque Él nos amó primero y que ellos lo sepan.



Nuestros hijos son el mejor regalo que recibimos. Son un milagro ya desde su concepción y están esculpidos en las manos del Señor. Él les da un trato y cuidado especial en cada paso de sus vidas. Pensó en ellos, con nombre y apellidos al morir en la cruz, tal y como lo hizo con nosotros y, en definitiva, son Suyos. Este es el marco y contexto en el que se ha de producir la educación evangélica. Y está muy lejos de formalismos y protocolos educativos. Más bien está impregnado de realidades espirituales profundas que nos deben dejar sin aliento, y han de provocar en nosotros un clamor al Señor por sabiduría y acierto a la hora de cumplir con el mayor propósito al que somos llamados con ellos: llevarles a los pies de Cristo, de vuelta al hogar.



Deuteronomio 6 nos recuerda cuáles eran las verdaderas responsabilidades que Dios delegaba en los padres acerca de cada uno de sus hijos. Establece claramente cuál era su misión, en qué debían ocuparse, qué cosas debían ser sus prioridades y cuál sería el resultado de todo ello: que les fuera bien a unos y a otros. Este hecho de que hoy por hoy no nos va bien, echando un vistazo a nuestros hijos y las problemáticas que afrontamos, es probablemente una de las pistas más claras que ponen en entredicho mucho de nuestra labor como padres evangélicos. Y con ello no quiero decir que todo se haga mal, que haya que ser perfecto, que no podemos, o que todo nos importe un rábano. Pero sí creo que conforme han ido pasando los años, más que ganar, hemos perdido; más que recordar hemos olvidado; más que esforzarnos nos hemos relajado… y ahora vemos en carne de nuestros hijos los resultados de todo ello. Sin duda, no somos el único factor. Cierto. Pero sí somos el más importante alrededor suyo. De la misma forma que cuando son pequeños les cuidamos, amamantamos y protegemos, nuestra labor va cambiando de forma, pero no desaparece. Ello significa que hay mucho o tanto más por hacer en los siguientes años en los que, ciertamente, ellos ya tienen más recursos que al principio, pero también los peligros y retos que enfrentan son mayores. La familia bien planteada y con los padres a la cabeza constituye la barrera principal ante ellos, forma y construye murallas que, al menos, amortigüen el impacto de lo que hay fuera, que es mucho y delicado, y tiene también la posibilidad y, más aún, la responsabilidad de proteger y formar en ellos un pensamiento autónomo, suyo, que no requiera de sus padres para siempre, pero esencialmente cristiano, teñido de pies a cabeza por el pensamiento de Quien les creó.



Siento ser tan dura y no quiero con esto caer en la generalización y el simplismo, pero a la luz de lo que vemos en los chicos, que es como mejor podemos medir el pulso a nuestra acción educativa como padres evangélicos, está claro que nuestros hijos viven una especie de esquizofrenia educativa por la que queda patente que no han sido educados bajo un pensamiento cristiano, sino más bien por un pensamiento secular que, de vez en cuando, hace incursiones en lo cristiano, casi siempre coincidiendo con los domingos. Esta incoherencia trae serios problemas a nuestros hijos para llevar una vida integrada con la fe, porque principalmente el modelo que ven en nosotros es el de personas que han aceptado un evangelio que les vale de cara a la eternidad, pero que no sabemos cómo vivir en el aquí y el ahora, porque en el fondo nos parece que ha quedado obsoleto. A veces no se trata de que no creamos que Sus principios son eternos y perfectos. Es simplemente que no sabemos cómo vivir en Su luz en un tiempo como este. En otras ocasiones, intentamos que nuestros hijos integren esto en sus vidas demasiado tarde y sólo porque hemos empezado a ver con más inquietud y claridad los peligros que les acechan pretendemos, de repente, que quieran estar en el grupo de jóvenes de la iglesia y que vayan de campamento con ellos. Las cosas, sencillamente, no funcionan así.



A esta realidad es a la que me refiero cuando hablo de ausencia de pensamiento cristiano en muchos de nuestros foros hoy. Cuando uno trata sobre ciertos temas en el entorno evangélico, sigue percibiendo sin necesidad de profundizar demasiado que buena parte de nosotros estamos convencidos de que los principios divinos son los correctos, pero que en el fondo no son aplicables a nuestro tiempo y lugar. Y esto lo perciben nuestros hijos, que no viven con nosotros en muchas ocasiones la riqueza de lo que significa vivir la vida cristiana porque nosotros tampoco lo vivimos. Esto es casi como decir que Dios debería modernizarse, porque al fin y al cabo se le han pasado los siglos sin revisar sus posturas sobre temas en los que, claramente, el mundo ha avanzado. Y esto no dista ni un milímetro, si me lo permiten, del pensamiento secular. Nuestros hijos, nuestros adolescentes, no saben vivir una vida cristiana en el sentido más amplio de la palabra porque sus padres tampoco hemos sabido integrar la fe en la vida cotidiana. Tenemos nuestro pensamiento absolutamente secularizado, adaptado a los nuevos valores y modas, pero no impregnado de Cristo; y esto explica muchos de los problemas que percibimos en la generación que nos sigue.



 



* Lidia Martín Torralba, licenciada en Psicología y Máster en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Desarrolla su profesión en la atención psicológica desde la clínica privada. Además de dedicarse a la docencia, es columnista de Protestante Digital, escritora y dirige la asociación PREVVIA, dedicada a la prevención y formación en torno a las distintas problemáticas conductuales que atañen al ser humano en comunidad.


 

 


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